El jardinero fiel (44 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—Deberían haberla dejado abierta —le siseó ella, inamovible, cuando descorrió los cerrojos y abrió la puerta.

Justin volvió a disculparse y pasó delicadamente y con prisa por entre los niños, deseándoles
grüss Dich
y
guten Tag
, pero su estado de alerta puso límites a una cortesía en otro tiempo infinita. Subió por una escalera, dejando atrás bicicletas y un cochecito de bebé, y entró en un vestíbulo que, a sus ojos cautelosos, le pareció reducido a las necesidades de la vida: un surtidor de agua, una fotocopiadora, estantes vacíos, pilas de libros de consulta y cajas de cartón amontonadas en el suelo. A través de una puerta abierta vio a una mujer joven con gafas de montura de concha y un suéter de cuello vuelto sentada frente a una pantalla.

—Soy Atkinson —le dijo en inglés—. Peter Atkinson. Tengo una cita con Birgit de Hipo.

—¿Por qué no llamó por teléfono?

—Cuando llegué anoche a la ciudad, era muy tarde. Pensé que una nota sería mejor. ¿Puede recibirme?

—No lo sé. Se lo preguntaré.

La siguió por un corto pasillo hasta una doble puerta. La mujer abrió una de las puertas.

—Aquí está tu periodista —anunció en alemán, como si periodista fuera sinónimo de amante ilícito, y volvió a su puesto con paso firme.

Birgit era menuda y ágil, de mejillas sonrosadas, pelo rubio y la postura de un alegre pugilista. Tenía una sonrisa fácil y cautivadora. Su despacho era tan espartano como el vestíbulo, con el mismo aire indefinido de austeridad.

—Tenemos una reunión a las diez —explicó ella, un poco agitada, estrechándole la mano. Hablaba inglés igual que escribía los mensajes de correo electrónico. Él la dejó continuar. El señor Atkinson no necesitaba llamar la atención hablando en alemán—. ¿Le gustaría un té?

—No, gracias.

Ella acercó dos sillas a una mesita baja y se sentó en una.

—Si es por lo del robo, en realidad no tenemos nada que decir —le informó.

—¿Qué robo?

—Nada importante. Se llevaron unas cuantas cosas. Tal vez teníamos demasiadas. Ahora ya no las tenemos.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace unos días —dijo ella encogiéndose de hombros—. La semana pasada.

Justin sacó un bloc de notas y lo abrió sobre la rodilla.

—Lo que quiero es hablar del trabajo que hacen aquí —dijo—. Mi periódico está pensando en hacer una serie de artículos sobre las empresas farmacéuticas y el tercer mundo. Lo llamaremos «Mercaderes de la medicina». Se comentará que los países del tercer mundo no tienen capacidad de consumo, que las enfermedades están en un lado y los grandes beneficios en otro. —Se había preparado para parecer un periodista, pero no estaba seguro de conseguirlo—. Que los pobres no pueden pagar, así que han de morir. Cuánto tiempo puede seguir así. Que tenemos los medios, pero no la voluntad. Ese tipo de cosas.

Para su sorpresa, ella sonrió de oreja a oreja.

—¿Quiere que le dé la respuesta a esas sencillas preguntas antes de las diez?

—Si pudiera decirme qué hace Hipo exactamente, quién les financia, cuáles son sus atribuciones, por así decirlo —explicó él con gravedad.

Ella habló y él escribió en el bloc sobre la rodilla. Ella le contó lo que él supuso era su cantinela habitual, y fingió escuchar atentamente mientras escribía. Mientras, pensaba que aquella mujer había sido amiga y aliada de Tessa sin que hubieran llegado a conocerse, y que, de haberse conocido, ambas se habrían felicitado por la elección. Pensaba que pueden haber muchas razones para cometer un robo, y que una de ellas es que sirva de tapadera para instalar los dispositivos que producen lo que al Foreign Office le gusta llamar «Producto Especial», sólo para ojos expertos. Recordó de nuevo su entrenamiento sobre seguridad, y la visita en grupo a un lúgubre laboratorio situado en un sótano, detrás de Carlton Gardens, donde los estudiantes podían admirar los novísimos lugares donde se instalaban los dispositivos de escucha microminiaturizados. Eliminados tiestos, pies de lámparas, rosetones del techo, molduras y marcos, podían encontrarse en cualquier cosa imaginable, desde la grapadora que había sobre la mesa de Birgit a su chaqueta de sherpa, que colgaba de la puerta.

Él había escrito lo que quería escribir y aparentemente ella había dicho lo que quería decir, porque estaba de pie y miraba la pila de folletos de un estante, buscando algún material de apoyo que pudiera darle como paso previo a sacarlo de su despacho a tiempo para su reunión de las diez. Mientras buscaba, hablaba distraídamente sobre el Departamento Federal de Control de Estupefacientes alemán y afirmaba que era un tigre de papel.

—Y la Organización Mundial de la Salud está financiada por Estados Unidos —añadió con desdén—, lo que significa que favorece a las grandes empresas, adora los beneficios y detesta las decisiones radicales. Vaya a cualquier asamblea de la OMS. ¿Qué es lo que encontrará? —preguntó retóricamente, tendiéndole un puñado de folletos—. Miembros de grupos de presión a montones. Responsables de las relaciones públicas de las grandes empresas farmacéuticas. Docenas de ellos. De una de las grandes empresas farmacéuticas, quizá de tres o cuatro. «Venga a comer. Venga a nuestra reunión del fin de semana. ¿Ha leído este maravilloso informe del profesor tal y cual?». Y el tercer mundo no conoce las sutilezas. No tienen dinero, no tienen experiencia. Con lenguaje diplomático, maniobras diplomáticas, les engañan fácilmente.

Dejó de hablar y lo miró con ceño. Justin sostenía en alto el bloc de notas abierto para que ella lo leyera. Lo sostenía cerca de su propia cara para que ella viera su expresión mientras leía el mensaje; y esperaba que su expresión sirviera para hacerla callar y tranquilizarla al mismo tiempo. Además, había extendido el dedo índice de la mano izquierda a modo de advertencia.

SOY EL MARIDO DE TESSA QUAYLE Y NO ME FÍO DE ESTAS PAREDES. ¿PODRÍA REUNIRSE CONMIGO ESTA TARDE A LAS CINCO Y MEDIA DELANTE DEL VIEJO FORTÍN?

Ella leyó el mensaje y luego le miró a los ojos mientras él llenaba el silencio con la primera cosa que le venía a la cabeza.

—Así pues, según usted, ¿lo que necesitamos es una especie de organismo internacional independiente que tenga poder para anular a esas empresas? —preguntó con una agresividad involuntaria—. ¿Para reducir su influencia?

—Sí —contestó ella, absolutamente tranquila—. Creo que sería una idea excelente.

Justin pasó por delante de la mujer con el suéter de cuello vuelto y le dedicó el tipo de saludo jovial que consideraba propio de un periodista.

—He terminado —le aseguró—. Ya me voy. Gracias por su colaboración. —Así que no es necesario que llame a la policía para decirles que se les ha colado un impostor.

Justin atravesó el aula de puntillas e intentó una vez más arrancar una sonrisa a la abrumada maestra. Pero los únicos que sonrieron fueron los niños.

En la calle, los dos hombres mayores con impermeable y sombrero negros seguían esperando la comitiva funeraria. En un turismo Audi aparcado junto al bordillo, dos mujeres jóvenes y serias examinaban un mapa. Justin regresó a su hotel y por capricho preguntó en recepción si tenía correo. No. Al llegar a su habitación arrancó la hoja delictiva del bloc de notas, y también la de debajo, porque se había calcado la otra. Las quemó en el lavabo y encendió el extractor para disipar el humo. Se tumbó en la cama preguntándose qué hacían los espías para matar el tiempo. Se quedó adormilado y el teléfono lo despertó. Levantó el auricular y recordó que debía decir: «Atkinson». Era la gobernanta del hotel que «comprobaba», dijo, y también que la disculpara. ¿Que comprobaba qué?, por amor de Dios. Pero los espías no formulaban ese tipo de preguntas en voz alta. No llaman la atención. Los espías se tumban en sus blancas camas de ciudades grises y esperan.

El viejo fortín de Bielefeld estaba situado en un verde promontorio desde el cual se dominaban varias colinas rodeadas de nubes. Entre murallas cubiertas de hiedra se desplegaban aparcamientos para coches, bancos para picnics y jardines municipales. En los meses más calurosos era uno de los lugares preferidos por la gente de la ciudad para pasear los cochecitos por las avenidas flanqueadas de árboles, admirar las innumerables flores y comer y beber cerveza en el restaurante Huntsman’s. Pero en los meses fríos, tenía el aspecto de un parque de juegos desierto en medio de las nubes, y así lo vio Justin aquella tarde, cuando pagó el taxi y, habiendo llegado con veinte minutos de adelanto, se dedicó a recorrer el lugar de encuentro elegido, procurando pasar desapercibido. Los aparcamientos vacíos, esculpidos en las almenas, tenían charcos de agua de lluvia. En la hierba mojada, unos letreros oxidados le advertían que llevara al perro sujeto. En un banco, bajo las almenas, dos veteranos con abrigo y bufanda se irguieron en el asiento para observarlo. ¿Eran los mismos hombres mayores que llevaban sombreros negros de fieltro por la mañana mientras esperaban una comitiva funeraria? ¿Por qué me miran así? ¿Soy judío? ¿Soy polaco? ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que vuestra Alemania se convierta en un aburrido país europeo de tantos?

Sólo había una carretera que condujera al fortín, y se paseó por ella, siempre por el centro para evitar las zanjas de hojas caídas. Cuando llegue, esperaré a que aparque antes de dirigirle la palabra, decidió. También los coches tienen orejas. Pero el coche de Birgit no tenía orejas porque era una bicicleta. A primera vista, Birgit parecía una especie de amazona espectral, azuzando a su reticente corcel a subir la colina, con la capa de plástico ondeando a su espalda. Su fosforescente arnés parecía la cruz de un cruzado. Lentamente la aparición se materializó y Justin descubrió que no era un serafín alado ni un mensajero jadeante llegado de la batalla, sino una madre joven con capa montada en bicicleta. Y de la capa sobresalían no una sino dos cabezas, la segunda perteneciente a un alegre niño rubio atado a un asiento trasero especial para niños, que, según los inexpertos cálculos de Justin, medía unos dieciocho meses en la escala de Richter.

La visión de ambos le resultó tan agradable, tan incoherente y atractiva que, por primera vez desde la muerte de Tessa, Justin estalló en auténticas e irrefrenables carcajadas.

—Con tan poco tiempo, ¿cómo iba a conseguir canguro? —dijo Birgit, ofendida por sus risas.

—¡No podía! ¡No podía! No importa, es estupendo. ¿Cómo se llama?

—Carl. ¿Y tú?

«Carl te manda muchos besos… Carl está entusiasmado con el móvil de elefantes que le mandaste… Ojalá tu niño sea tan precioso como Carl».

Justin le mostró su pasaporte auténtico a nombre de Quayle. Ella lo examinó: nombre, edad y fotografía, mirándolo a él una y otra vez.

—Le dijiste a Tessa que era
waghalsig
—dijo Justin, y vio que el ceño de Birgit se convertía en sonrisa, mientras se quitaba la capa, la enrollaba y le hacía sujetar la bicicleta para que ella pudiera desatar a Carl. Después de dejar al niño en el suelo, desató la bolsa que llevaba en la bicicleta y se volvió de espaldas a Justin para que se hiciera cargo de su mochila: el biberón de Carl, un paquete de Knäckerbrot, pañales de repuesto y dos baguettes con jamón y queso envueltas en papel parafinado.

—¿Has comido hoy, Justin?

—No mucho.

—Ya. Podemos comer. Así no estaremos tan nerviosos. —Volviéndose hacia el niño lo reprendió—.
Carlchen, du machst das bitte nicht.
Podemos pasear. A Carl le encanta pasear.

¿Nerviosos? ¿Quién está nervioso? Fingiendo observar las nubes que amenazaban tormenta, Justin se dio la vuelta lentamente con la cabeza en alto. Aún seguían allí, los dos viejos centinelas, erguidos y atentos.

—No sé cuánto material desapareció en realidad —se quejó Justin, después de contar la historia sobre el ordenador portátil de Tessa—. Tenía la impresión de que entre vosotras había mucha más correspondencia que no había impreso.

—¿No leíste nada sobre Emrich?

—Sólo que había emigrado a Canadá, pero que aún trabajaba para KVH.

—¿No sabes cuál es su situación ahora… su problema?

—Se peleó con Kovacs.

—Kovacs no es nadie. Emrich se ha peleado con KVH.

—¿Por qué?

—Por la Dypraxa. Ella cree que ha identificado ciertos efectos secundarios muy negativos. KVH cree que no.

—¿Qué han hecho ellos al respecto? —preguntó Justin.

—Hasta ahora sólo han destruido la reputación y la carrera de Emrich.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Caminaron sin hablar durante un rato con Carl correteando delante, hasta que quiso coger unas castañas podridas del suelo y su madre hubo de impedirle que se las llevara a la boca. La niebla de la tarde había formado un mar entre las colinas ondulantes, convirtiendo en islas sus cimas redondeadas.

—¿Cuándo ocurrió todo eso?

—Aún está ocurriendo. La han despedido de KVH y también la ha despedido el Consejo Rector de la Dawes University de Saskatchewan y la junta de gobierno del Dawes University Hospital. Intentó publicar en una revista médica un artículo sobre sus conclusiones con respecto a la Dypraxa, pero su contrato con KVH tenía una cláusula de confidencialidad, así que le pusieron un pleito a ella y a la revista, y no se permitió la publicación.

—La demandaron, no le pusieron un pleito, la demandaron.

—Es lo mismo.

—¿Y a Tessa le contaste todo esto? Debió de alegrarse mucho.

—Claro que se lo conté.

—¿Cuándo?

—Hará unas tres semanas —dijo Birgit, encogiéndose de hombros—. Tal vez dos. Nuestra correspondencia también ha desaparecido.

—¿Quieres decir que se colaron en tu ordenador?

—Se lo llevaron. En el robo. No había transferido sus cartas ni las había imprimido. Es lo que hay.

Es lo que hay, convino Justin mentalmente.

—¿Alguna idea de quién se lo llevó?

—Nadie se lo llevó. Cuando se trata de corporaciones, siempre es nadie. El gran jefe llama al subjefe, el subjefe llama a su lugarteniente, el lugarteniente habla con el jefe de seguridad, que habla con el subjefe que habla con sus amigos que hablan con sus amigos. Y así es como se hace. No lo hace el jefe ni el subjefe ni el lugarteniente ni su subjefe. No lo hace la corporación. No lo hace nadie en realidad. Pero se hace. No hay documentos ni cheques ni contratos de por medio. Nadie sabe nada. Nadie estaba allí. Pero se hace.

—¿Y la policía?

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