El jardinero fiel (59 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—Todavía no, Gloria, pero no dudo de que lo hará.

Sandy no le servía de nada como de costumbre. Se olvidaba de todo lo relacionado con ella en cuanto salía por la puerta. Y al volver a casa bebía hasta quedarse dormido.

—Bueno, sea como fuere, en lo que estamos pensando, Mike —prosiguió Gloria atropelladamente—, es en un gran entoldado. El más grande que encontremos, para serte franca, con cocina a un lado. Queremos ofrecer un bufé caliente, toda una comilona, y tocará en vivo una buena banda local. No de música disco como en la fiesta de Elena, y tampoco queremos salmón frío. Sandy va a aportar un buen pellizco, salido de sus gastos de representación y los agregados del cuerpo van a hurgar en sus propias huchas nada menos, lo cual, digamos, ya es un buen comienzo. ¿Sigues ahí?

—Por supuesto que sí. Gloria.

Vaya pedante estaba hecho ese chico. Se pasaba de la raya dándose los aires de su superior. Sandy le metería en cintura en cuanto tuviese la oportunidad.

—Así pues, tengo dos preguntas que hacerte, Mike. Ambas son un poco delicadas, pero qué más da, allá voy. Primera: con Porter ausente sin permiso, si se me permite decirlo así, y sin la aportación financiera de su excelencia, por así decirlo, me preguntaba si habría, bueno, algún fondo para sobornos disponible, o si podría persuadirse a Porter de contribuir desde lejos.

—¿Segunda?

Desde luego era un personaje insufrible, aquel Mildred.

—La segunda, Mike, es dónde. Dada la envergadura del acontecimiento, y el gigantesco entoldado, y la importancia que tendrá para la comunidad británica en estos momentos más bien difíciles, y el caché que queremos imprimirle, si es que es eso lo que se hace con el caché… bueno, estábamos pensando… soy yo quien lo piensa, no Sandy, pues obviamente él está demasiado ocupado… que el mejor sitio para celebrar una fiesta cinco estrellas para el día de la Commonwealth podría ser, siempre que esté todo el mundo de acuerdo, claro… en los jardines de la residencia oficial del embajador. ¿Mike? —Gloria tenía la extraña sensación de que Mildred se había sumergido bajo el agua y desaparecido.

—Aún te escucho, Gloria.

—Bueno, ¿no lo sería acaso? Por el aparcamiento y todo lo demás. Quiero decir que no hace falta que nadie entre en la casa, obviamente. Es la casa de Porter. Bueno, excepto para que la gente vaya a hacer sus necesidades, claro. No vamos a poner inodoros portátiles en el jardín de su excelencia, ¿no? —Se le trababa la lengua con tanto «Porter» y «portátil», pero siguió adelante—. Me refiero a que todo está ahí esperando, ¿no es así? Criados, coches, guardias de seguridad y todo lo demás. —Se corrigió a toda prisa—. Quiero decir a Porter y Veronica, como es obvio. No que nos esté esperando a nosotros. Sandy y yo no hacemos más que permanecer al pie del cañón hasta que ellos vuelvan. No se trata de una toma de poder o algo así. Mike, ¿sigues ahí? Me parece como si hablara conmigo misma.

Y así era. El rechazo les llegó esa misma tarde en la forma de una nota mecanografiada y entregada en mano de la que debía de haberse quedado una copia. Gloria no le vio entregarla. Todo lo que vio fue un coche descapotable con Mildred en el asiento del pasajero y un chófer al volante. El departamento era categórico. La residencia del embajador y sus jardines constituían una zona prohibida para cualquier clase de acto social. Concluía con crueldad que no se toleraría «apropiación de tacto de las atribuciones inherentes al puesto de embajador». Se hallaba en camino una carta formal del Foreign Office a tal efecto.

Woodrow se puso furioso. Nunca había perdido los estribos con ella de esa forma.

—Maldita sea, lo tienes bien merecido por preguntar —bramó mientras recorría de arriba abajo el salón a grandes zancadas—. ¿De verdad suponías que iba a quedarme con el puesto de Porter mediante el sistema de acampar en su jodido jardín?

—Sólo pretendía darles un empujoncito —protestó ella con voz lastimera mientras él seguía despotricando—. Es perfectamente natural que desee que algún día seas
sir
Sandy. No es una gloria prestada lo que pretendo. Sólo quiero que seas feliz.

Pero lo que pensó después hizo gala de una capacidad de recuperación típica en ella: «Entonces conseguiremos como sea que lo que hagamos aquí resulte mucho mejor», se prometió contemplando el jardín con ojos llorosos.

La gran juerga del día de la Commonwealth había empezado.

Los frenéticos preparativos habían merecido la pena. Los invitados habían llegado, sonaba la música, corría la bebida, las parejas charlaban, las Jacarandas del jardín estaban en flor, la vida por fin volvía a sonreírles. El entoldado que no correspondía había sido sustituido por el apropiado, las servilletas de papel por otras de tela, los cuchillos y tenedores de plástico por cubiertos de plata, un horrendo púrpura por el azul real y el dorado. Un generador que rebuznaba como una muía enferma había sido sustituido por otro que borbotaba como una olla al fuego. La explanada que se extendía ante la casa ya no parecía el solar de una obra, y la enérgica intervención de Sandy con alguna que otra llamada telefónica les había permitido contar con la ayuda de unos cuantos buenos africanos, incluidos dos o tres miembros del séquito de Moi. Prefiriendo no confiar en camareros sin referencias —cosa poco aconsejable, y para muestra, lo que le había ocurrido a Elena o, mejor dicho, lo que no le había ocurrido—, Gloria había recurrido al personal de otras residencias diplomáticas. Entre tales adquisiciones se encontraba Mustafa, el lancero de Tessa, como ella lo llamaba, a quien según contaban el dolor por la muerte de su señora le había impedido buscar otro trabajo. Pero Gloria había enviado a Juma a por él, y finalmente allí estaba, afanándose entre las mesas en el extremo opuesto de la pista de baile, con una expresión triste en los labios, sí, pero sin duda complacido de que alguien se hubiera acordado de él, que era lo importante. Milagrosamente, los azules habían llegado a tiempo de organizar las maniobras de aparcamiento, y como siempre, el problema sería mantenerlos a distancia del alcohol, pero Gloria les había leído la cartilla de antemano y ya sólo quedaba lugar para la esperanza. Y la banda tocaba de maravilla, con un sonido realmente selvático, y un ritmo vigoroso y preciso para que Sandy bailara si se veía en la necesidad. ¿Y acaso no estaba magnífico con el esmoquin que Gloria le había comprado a modo de obsequio de «arrepentimiento»? ¡Qué apuesto estaría llegado el momento en los desfiles! Y el bufé caliente, o lo que había probado de él, no estaba nada mal. No era deslumbrante, claro, ni podía esperarse que lo fuera en Nairobi, donde las cosas tenían un límite aun si uno podía permitirse mucho más. Pero le daba mil vueltas al de Elena, aunque no era la intención de Gloria entrar en esa clase de rivalidades. Y la encantadora Ghita estaba divina con su sari dorado.

También Woodrow tiene sobrados motivos para felicitarse. Viendo girar a las parejas al ritmo de una música que detesta, tomando a metódicos sorbos su cuarto whisky, es el marino que, tras hallarse al borde del naufragio, ha logrado volver a puerto contra todo pronóstico. No, Gloria, nunca le hice una proposición deshonesta, ni a ella ni a ninguna otra. No a todas tus preguntas. No, no te proporcionaré los medios para arruinarme la vida. Ni a ti, ni a la archizorra de Elena, ni a Ghita, esa puritana aficionada a las intrigas. Soy un representante del orden establecido, como acertadamente observó Tessa.

De reojo, Woodrow localiza a Ghita, pegada a un magnífico ejemplar de africano al que probablemente no conocía hasta esa noche. Una belleza como la tuya es pecado, le dice en su imaginación. Era un pecado en Tessa, y lo es en ti. ¿Cómo puede una mujer habitar en un cuerpo así y no compartirlo con el hombre cuyas pasiones inflama? Sin embargo, cuando te planteo la cuestión —simplemente algún detalle que uno deja caer en confianza, nada grosero— me miras con inquina y me ordenas en susurros que te quite las manos de encima. Luego te vas a casa enfurruñada, bajo la atenta mirada de la archizorra Elena… Sus fantaseos se vieron interrumpidos por un hombre de tez pálida e incipiente calvicie que parecía haberse extraviado, a quien acompañaba una amazona de metro ochenta con flequillo.

—¡Vaya, embajador, no sabe cuánto me alegro de que haya venido! —Nombre olvidado, pero en medio de semejante alboroto nadie iba a tomárselo en cuenta—. Cariño, te presento al nuevo embajador suizo, que llegó hace una semana. Tuvo la gentileza de venir a vernos para presentar sus respetos a Porter. El pobre me encontró a mí en su lugar. Su esposa se reunirá con usted dentro de un par de semanas, ¿no es así, embajador? Así que hoy está libre, ja, ja. Encantado de tenerlo entre nosotros. En fin, otros invitados esperan mis atenciones, y he de seguir la ronda. Sabrá disculparme, ¿verdad?
Ciao
.

El líder de la banda de música estaba cantando, si así podían describirse sus maullidos. Aferrando el micrófono con una mano y acariciando la punta con la otra. Moviendo la pelvis en un éxtasis sexual.

—Cariño, ¿tú no estás un poco excitado? —musitó Gloria a su oído cuando, en uno de sus remolinos, llegó ante él en brazos del embajador de la India—. ¡Yo sí!

Una bandeja pasó por delante. Hábilmente, Woodrow dejó el vaso vacío y cogió uno lleno. Gloria regresaba a la pista de baile, guiada por el jovial y desvergonzadamente corrupto Morrison M’Gumbo, conocido también como ministro de Almuerzos por Cuenta Ajena. Woodrow lanzó una mirada alrededor en busca de alguna pareja de baile con un cuerpo mínimamente aceptable. Su problema, lo que le ponía los nervios de punta, era estar allí sin bailar. Yendo de acá para allá sin la menor naturalidad, luciendo el tipo. En situaciones así, se sentía como el amante más torpe e inepto que una mujer pudiera echarse en cara. Aquello avivaba en su memoria todos los «haz esto, no hagas lo otro» y los «pero, por Dios, Woodrow» que resonaban en sus oídos desde la edad de cinco años.

—Como decía, llevo toda la vida huyendo de mí mismo —vociferaba Woodrow ante el semblante de perplejidad de su pareja de baile, una cooperante danesa de generoso busto que se llamaba Fitt o Flitt o algo así—. Siempre he sabido de qué huía, pero nunca he tenido la menor idea de hacia dónde iba. ¿Y tú? He dicho: ¿Y tú? —repitió a voz en grito. Ella se echó a reír y movió la cabeza en un gesto de negación—. Crees que estoy loco o borracho, ¿no? —dijo, y ella asintió—. Pues te equivocas. Estoy loco y borracho.

Una amiga de Arnold Bluhm, recordó. ¡Dios santo, vaya saga! ¿Cuándo se terminaría aquella historia? Pero, aunque sólo estaba pensando, debía haberlo pensado en voz suficientemente alta para que se oyera por encima del estruendo, ya que ella bajó la vista, y la oyó decir:

—Quizá nunca. —Con la clase de compasión que los buenos católicos reservaban al Papa.

Solo otra vez, Woodrow se encaminó hacia las mesas de ensordecidos refugiados, que se acurrucaban allí como víctimas de la neurosis de guerra. Ya va siendo hora de que coma algo. Se deshizo el nudo de la pajarita y se la dejó suelta al cuello.

—He ahí la definición de un caballero, decía siempre mi padre —explicó a una Venus negra que lo miró con cara de incomprensión—. Un hombre que se desata la pajarita.

Ghita había reivindicado el derecho territorial sobre un rincón de la pista de baile y meneaba las caderas junto con dos alegres africanas del Consejo Británico. Otras muchachas se unían a su particular aquelarre, y la banda al completo se había adelantado hasta el borde del escenario, desde donde cantaban un
«yeah, yeah, yeah»
dedicado especialmente a ellas. Las chicas entrechocaban las palmas de las manos y luego se daban media vuelta y entrechocaban los traseros, y sabía Dios qué debían de estar pensando los vecinos de la calle, ya que Gloria no los había invitado a todos, o si no, el entoldado estaría lleno de traficantes de armas y droga, chiste que Woodrow debió de contar a unos tipos enormes en atuendo nativo, porque estaban desternillándose de risa y haciendo partícipes del comentario a sus acompañantes femeninas, que a su vez prorrumpieron también en carcajadas.

Ghita. ¿Qué se trae ahora entre manos? Vuelve a repetirse la misma situación que en la reunión de la cancillería. Cada vez que miro en otra dirección, ella me mira a mí. Es lo más raro que he visto en mi vida. Y Woodrow debía de haber exteriorizado nuevamente sus pensamientos, ya que un tal Meadower, un individuo insoportable del club Muthaiga, le dio la razón de inmediato, afirmando que si los jóvenes decidían bailar así, ¿por qué no se dejaban de rodeos y follaban directamente en la pista de baile? Lo cual coincidía plenamente con la opinión de Woodrow, y así lo expresaba a gritos al oído de Meadower cuando se encontró cara a cara ante Mustafa, el ángel negro, que se había plantado ante él como si pretendiera cortarle el paso, salvo que Woodrow no se proponía ir a ninguna parte. Woodrow advirtió que Mustafa no llevaba nada en las manos, lo cual le pareció una impertinencia. Si Gloria, en su extrema bondad, ha contratado a este pobre hombre para llevar y traer cosas, ¿por qué no lleva ni trae nada? ¿Por qué está ahí parado como mi mala conciencia, de manos vacías, excepto por un papel plegado en una mano, articulando palabras ininteligibles, boqueando como un pez?

—Este tipo dice que tiene un mensaje para usted —explicaba Meadower.

—¿Cómo?

—Un mensaje muy urgente y muy personal. De alguna chica que ha perdido el tino por usted, seguramente.

—¿Eso ha dicho Mustafa?

—¿Cómo?

—Digo que si es eso lo que ha dicho Mustafa.

—¿No va a ir a averiguar quién es la chica? ¡Probablemente su esposa! —bramó Meadower, y se echó a reír a mandíbula batiente.

O Ghita, pensó Woodrow, acariciando de pronto absurdas esperanzas.

Se apartó medio paso, y Mustafa permaneció a su lado, volviendo un hombro hacia Woodrow, de modo que desde donde Meadower observaba parecían dos hombres encorvados encendiendo sus cigarrillos al abrigo del viento. Woodrow tendió la mano, y Mustafa, con actitud reverente, depositó la nota en su palma. Una hoja corriente de tamaño A4, plegada repetidas veces.

—Gracias, Mustafa —vociferó Woodrow, dándole a entender que desapareciera de su vista.

Pero Mustafa se mantuvo firme en su sitio, instando a Woodrow a leer la nota con su mirada. De acuerdo, maldita sea, quédate donde quieras. En todo caso, no sabes leer inglés. Ni hablarlo. Desplegó el papel. Caracteres electrónicos. Sin firma.

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