El jardinero fiel (58 page)

Read El jardinero fiel Online

Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

—Pero la cuestión, Bernard, es si Porter va a volver aquí o no. Lo digo porque esto resulta muy inquietante. Para todos nosotros.

—Amigo mío, yo sería el último en enterarme. —Un breve silencio—. ¿Estás solo?

—Sí.

—¿No estará escuchando por el ojo de la cerradura ese mierda de Mildred?

Woodrow echó un vistazo a la puerta cerrada de la antesala y bajó la voz.

—No.

—¿Recuerdas aquel grueso documento que me enviaste no hará mucho?

Woodrow notó un nudo en el estómago. Los dispositivos antiescucha quizá fueran seguros contra intrusos externos, pero ¿eran seguros contra los nuestros?

—Sí, ¿qué pasa?

—En mi opinión, el mejor guión que podemos seguir…, la solución definitiva…, sería hacer como que nunca ha llegado. Se perdió en el camino. ¿A ti te cuadra?

—Hablas desde tu lado, Bernard. Yo no puedo hablar desde tu lado. Si no lo recibiste, es asunto tuyo. Pero yo te lo envié. Por mi parte, es lo único que sé.

—Supón que no lo enviaste. Supón que nada de esto ha ocurrido. El documento no se escribió, no se envió. ¿Sería eso viable desde tu lado? —La voz absolutamente en paz consigo misma.

—No. Imposible. No es viable ni mucho menos, Bernard.

—¿Por qué no? —Interesado, pero sin alterarse.

—Te lo mandé por valija. Quedó constancia. Un envío para ti personalmente. Quedó en inventario. Los mensajeros de Su Majestad firmaron los pertinentes recibos. Informé a… —estuvo a punto de decir «Scotland Yard» pero rectificó a tiempo—… a las personas que vinieron aquí a preguntar al respecto. No tuve más remedio. Ya conocían el trasfondo antes de hablar conmigo. —Su propio miedo lo enfurecía—. ¡Ya te dije que se lo había dicho! ¡Te lo
advertí
, para ser más precisos! Bernard, ¿se ha destapado algo? Estás asustándome un poco, la verdad. Por lo que me habías contado, tenía entendido que el asunto estaba zanjado.

—No pasa nada, amigo mío. Descuida. Estas cosas vuelven a asomar de cuando en cuando. Un poco de pasta de dientes se sale del tubo, y hay que meterla otra vez. La gente dice que no es posible meterla. Pero ocurre a diario. ¿Qué tal tu mujer?

—Gloria está bien.

—¿Y los chavales?

—Estupendamente.

—Dales un beso de nuestra parte.

—Así que he decidido organizar una auténtica macrofiesta —proseguía Gloria con entusiasmo.

—Ah, bien, magnífico —dijo Woodrow, y dándose tiempo para repescar el hilo de la conversación, se sirvió las pastillas que ella lo obligaba a tomar todas las mañanas: tres comprimidos de salvado, uno de aceite de hígado de bacalao y media aspirina.

—Ya sé que no te gusta bailar, pero la culpa no es tuya, es de tu madre —continuó Gloria con dulzura—. No consentiré que Elena se entrometa, no después del numerito de mal gusto que montó hace poco. Simplemente la mantendré informada.

—Ah, tanto mejor. Ya habéis hecho las paces, supongo. Creo que no me habías puesto al corriente. Enhorabuena.

Gloria se mordió el labio. Se ensombreció momentáneamente con el recuerdo de la fiesta de Elena.

—He de tener amigas, Sandy, ya lo sabes —dijo con un tono un tanto lastimero—. Para serte franca, las necesito. La mía es una vida muy solitaria, aquí todo el día esperando a que vuelvas. Los amigos ríen, charlan, se hacen favores. Y a veces se pelean. Pero luego se reconcilian. Para eso están los amigos. Ojalá tú tuvieras a alguien así. Ojalá.

—Pero te tengo a ti, cariño —repuso Woodrow galantemente a la vez que le daba un abrazo de despedida.

Gloria puso manos a la obra con todo el dinamismo y la eficiencia que invirtiera en el funeral de Tessa. Organizó un comité de esposas y de miembros del personal demasiado jóvenes como para rehusar. La primera de ellas fue Ghita, una elección que le importaba en gran medida puesto que Ghita había sido la causa involuntaria del distanciamiento entre ella y Elena y de la espantosa escena que siguió. El recuerdo la perseguiría para siempre.

Elena había protagonizado su baile y había que decir que éste había supuesto, hasta cierto punto, un éxito. Y Sandy, como era bien sabido, creía a pies juntillas que las parejas debían «trabajarse» las fiestas por separado, como él lo expresaba. Le gustaba decir que era en las fiestas donde ponía en práctica su mejor diplomacia. Y era lógico porque era un hombre encantador. De forma que durante la mayor parte de la velada Gloria y Sandy no se habían visto apenas, a excepción del ocasional ademán de saludo a través de la habitación y el ocasional encuentro en la pista de baile. Lo cual era perfectamente normal, si bien Gloria habría deseado bailar al menos una sola vez con él, aunque fuera un foxtrot para que Sandy pudiera seguir el ritmo. Y más allá de eso Gloria había tenido bien poco que decir sobre la velada, excepto que creía sinceramente que Elena debería mostrarse un poco más comedida a su edad, en lugar de ir alardeando de delantera por ahí, y deseó que el embajador brasileño no hubiera insistido en ponerle la mano en el trasero para bailar la samba, pero le había dicho que los latinos tenían la costumbre.

De modo que para ella supuso un acontecimiento totalmente inesperado que, a la mañana siguiente del baile —debe insistirse en que para entonces Gloria no había advertido nada indecoroso, y desde luego se consideraba una persona bastante observadora—, ante un café
post mortem
en el Muthaiga, Elena hubiera comentado —como quien no quiere la cosa, como si se tratara tan sólo de un cotilleo perfectamente corriente más en lugar de una absoluta bomba de relojería que iba a hacer trizas la vida de Gloria— que Sandy «había atacado de tal forma a Ghita Pearson» —en palabras de la propia Elena— que Ghita, pretextando un dolor de cabeza, se había marchado temprano, lo cual Elena consideraba muy aburrido por su parte, pues si todo el mundo hiciese eso para qué molestarse en celebrar una fiesta.

Gloria se quedó sin habla al principio. Luego se negó categóricamente a creer una sola palabra. ¿A qué se refería Elena exactamente con que «la había atacado»? Venga ya, Elena; sé más clara, por favor. Me parece que estoy un poco alterada. No, está bien así; pero continúa, por favor. Ahora que lo has dicho, oigámoslo todo.

Muy animada, Elena contestó para empezar con deliberada ordinariez, aguijoneada por lo que a ella le pareció mojigatería por parte de Gloria. A toquetearle las tetas, se refería. A presionar su cosa bien tiesa contra la entrepierna de ella. Pero, mujer, ¿qué esperas que haga un hombre cuando está enconado? Debes de ser la única en la ciudad que no sabe que Sandy es el mayor sabueso rastreador de conejos de por aquí. Mira si no cómo anduvo todos esos meses detrás de Tessa con la lengua fuera, incluso cuando ella estaba embarazada de ocho meses.

La mención de Tessa dio en el blanco. Hacía mucho que Gloria había aceptado que Sandy sintió en su momento algo inofensivo por Tessa, aunque por supuesto era demasiado recto para dejar que sus sentimientos se le fueran de las manos. Para vergüenza de Gloria, había interrogado a Ghita sobre el tema y obtenido un satisfactorio resultado nulo. Ahora Elena no sólo había abierto de nuevo la herida, sino que había vertido vinagre en ella. Incrédula, desconcertada, humillada y simplemente furiosa, Gloria había irrumpido en casa para despedir al personal, poner a los niños a hacer los deberes, cerrar con llave el mueble bar y esperar con actitud sombría a que Sandy volviera. Lo cual hizo éste por fin alrededor de las ocho, quejándose de las tensiones del trabajo, como era habitual, pero, hasta donde Gloria pudo discernir en su volátil estado, sobrio. Como no quería que los niños metieran baza, asió a Sandy del brazo para hacerle bajar a la fuerza la escalera de servicio hasta el piso inferior.

—¿
Qué
demonios te pasa? —se quejó él—. Necesito un whisky.

—Tú eres lo que me pasa, Sandy —respondió Gloria con cierto tremendismo—. No quiero circunloquios, por favor. Ni labia de diplomático, gracias. Ni cumplidos de ninguna clase. Somos dos adultos. ¿Tuviste o no una aventura con Tessa Quayle? Te lo advierto, Sandy. Te conozco muy bien. Lo sabré de inmediato si me mientes.

—No —contestó simplemente Woodrow—. No la tuve. ¿Alguna pregunta más?

—¿Estabas enamorado de ella?

—No.

Estoico bajo el fuego enemigo como su padre. Sin siquiera arquear levemente una ceja. Para ser sincera, ése era el Sandy que más quería. La clase de hombre con la que una sabe a qué atenerse. Nunca volvería a hablar con Elena.

—¿Acosaste a Ghita Pearson cuando bailabas con ella en la fiesta de Elena o no?

—No.

—Elena dice que sí lo hiciste.

—Pues Elena está diciendo tonterías. ¿Qué hay de nuevo en eso?

—Dice que Ghita se marchó temprano y lloriqueando porque tú le metiste mano.

—Supongo, pues, que Elena está cabreada porque no fue a ella a quien le metí mano.

Gloria no había esperado esas respuestas rotundas, inequívocas, casi temerarias. Podría haber pasado sin lo de «cabreada», y acababa de congelarle la semanada a Philip por decirlo, pero después de todo era probable que Sandy estuviera en lo cierto.

—¿Toqueteaste a Ghita? ¿Te apretaste contra ella? ¡Dímelo! —exclamó y rompió a llorar.

—No —respondió una vez más Woodrow y dio un paso hacia ella, pero Gloria le apartó de sí.

—¡No me toques! ¡Déjame en paz! ¿Deseabas tener una aventura con ella?

—¿Con Ghita o con Tessa?

—¡Con cualquiera de las dos! ¡Con ambas! ¿Acaso importa?

—¿Hablamos primero de Tessa?

—¡Haz lo que quieras!

—Si con «aventura» te refieres a irme a la cama con ella, estoy seguro de que la idea se me pasó por la cabeza, como le ocurriría a la mayoría de los hombres con tendencias heterosexuales. A Ghita la encuentro menos tentadora, pero la juventud tiene sus atractivos, de forma que metámosla también en el saco. ¿Qué te parece la fórmula de Jimmy Carter? «Cometí adulterio en mi corazón». Ahí lo tienes. Lo he confesado. ¿Quieres el divorcio o puedo tomarme ese whisky?

Para entonces Gloria estaba doblada en dos sollozando de pura vergüenza sin poder contenerse y odiándose a sí misma, y le rogaba a Sandy que la perdonara porque de pronto tenía espantosamente claro lo que había estado haciendo. Había estado acusándole a él de todas las cosas de que se acusaba a sí misma desde que Justin desapareció en la noche con sus maletas. Había estado proyectando su propia culpa sobre él. Arrepentida, se rodeó con los brazos y soltó:

—Lo siento muchísimo… Oh, Sandy, por favor… Oh, Sandy, perdóname; soy un monstruo… —Forcejeaba por librarse de él.

Pero para entonces Sandy le había rodeado los hombros con un brazo para ayudarla a subir las escaleras como el buen médico que debió haber sido. Y cuando llegaron al salón, Gloria le dio la llave del mueble bar y él sirvió una buena copa para cada uno.

Aun así, el proceso de curación llevó su tiempo. Sospechas tan abominables
como ésas
no quedan apaciguadas en un solo día, en particular cuando devuelven el eco de otras sospechas que se apaciguaron en el pasado. Gloria retrocedió en sus recuerdos, y después retrocedió un poco más. Su memoria, que tenía cierta capacidad de actuar por su cuenta, insistía en recuperar incidentes que en su momento había desdeñado. Después de todo, Sandy era un hombre atractivo. Por supuesto que las mujeres se inventaban historias con él. Era la persona de aspecto distinguido de aquella fiesta. Y un flirteo inocente de vez en cuando no le hacía ningún daño a nadie. Pero entonces los recuerdos metieron baza de nuevo y se preguntó si era así. Le vinieron a la cabeza mujeres de destinos anteriores: parejas de tenis, canguros de los niños, jóvenes esposas con maridos candidatos al ascenso. Se encontró reviviendo picnics, fiestas en piscinas e incluso, con un involuntario estremecimiento, una ebria fiesta nudista en la piscina del embajador francés en Aman, en la que en realidad nadie miraba a los demás cuando salían temblando del agua en busca de la toalla, pero igualmente…

A Gloria le llevó varios días perdonar a Elena, y en cierto sentido, por supuesto, nunca lo hizo. Pero la verdad era que la pobre Elena era tan poco feliz, reflexionó entonces con su lado altruista. ¿Cómo iba a serlo casada con ese horrible griego y tratando de compensarlo con una sórdida aventura tras otra?

Por lo demás, lo único que preocupaba levemente a Gloria era determinar qué iban a celebrar exactamente. Era obvio que tenía que ser un día en concreto, como el de la Independencia o el Primero de Mayo. También era obvio que tenía que ser pronto o los Porter regresarían, lo cual Gloria no deseaba en lo más mínimo. Quería que fuese Sandy quien acaparase la atención. Se iba acercando el día de la Commonwealth, pero aún faltaba demasiado. Amañándolo un poco, podía celebrar esa festividad de manera anticipada, antes que nadie. Habría preferido el día de la Commonwealth británica, pero últimamente tenía que hacerse todo sin excesivos alardes, así lo dictaban los tiempos. Habría preferido el día de San Jorge bajo el lema «¡Matemos de una vez a ese maldito dragón!». O el día de Dunkerque, bajo el lema «¡Luchemos contra ellos en las playas!». O los de Waterloo, Trafalgar o Agincourt, todas ellas sonadas victorias inglesas, pero por desgracia se trataba de victorias sobre los franceses que, como Elena señalaba mordazmente, tenían los mejores cocineros de la ciudad. Pero, puesto que ninguna de esas festividades encajaba, tendría que celebrar el día de la Commonwealth.

Gloria decidió que ya era hora de embarcarse en su plan magistral, para el que necesitaba el consentimiento del secretario particular del embajador. Mike Mildren era un hombre voluble. Después de compartir el piso durante los últimos seis meses con una chica neozelandesa más bien desagradable, la había cambiado de la noche a la mañana por un atractivo muchacho italiano de quien se decía que se pasaba el día entero en la piscina del hotel Norfolk. Eligiendo la hora en que se suponía que Mike estaba más receptivo, después de comer, le telefoneó desde el club Muthaiga, utilizando todas sus artimañas y prometiéndose no cometer el error de llamarle Mildred.

—Mike, soy Gloria. ¿Cómo estás? ¿Tienes un minuto? ¿O más bien dos?

Lo cual era amable y modesto por su parte, pues después de todo era la esposa del embajador en funciones, aunque ella no fuera Veronica Coleridge. Sí, Mildred disponía de un minuto.

—Bueno, Mike, quizá te hayas enterado ya de que yo y un grupo de incondicionales planeamos una buena juerga para la celebración anticipada del día de la Commonwealth. Digamos que una especie de aperitivo para lo que los demás hagan después. Sandy te lo habrá comentado, claro, ¿verdad?

Other books

The Alienist by Caleb Carr
Eric Bristow by Eric Bristow
Daystar by Darcy Town
Calling His Bluff by Amy Jo Cousins
Sentience by W.K. Adams
Stonewiser by Dora Machado
The Sweetest Dream by Doris Lessing