El jardinero fiel (43 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

Unas breves risas abochornadas. ¿Había exagerado o empezaba a ganarse el interés de su público?

—O en el caso de Justin, puede tratarse de los esbirros de Moi, y las grandes compañías, y el Foreign Office y todos los que estamos aquí reunidos. Todos somos enemigos. Todos conspiradores. Y Justin es el único que lo sabe, lo cual es otro rasgo de su paranoia. La víctima, a ojos de Justin, no es Tessa sino él. Quiénes son ahora los enemigos de Justin depende de quién es la última persona a la que ha escuchado, qué libros y periódicos ha leído recientemente y qué películas ha visto. De pasada, nos han informado también de que Justin bebe mucho, cosa que no hacía cuando estaba aquí, creo. Dice Pellegrin que el almuerzo para dos en su club le costó la paga de un mes.

Otro amago de risas nerviosas, en el que participaron prácticamente todos, excepto Ghita. Woodrow siguió deslizándose sobre el hielo, admirando los dibujos que trazaban los patines en su superficie. Esta es la faceta de mí que más detestabas, le dice a Tessa sin aliento mientras realiza una pirueta y vuelve hacia ella. «Ésta es la voz que arruinó a Inglaterra», me dices en broma mientras bailamos. «Esta es la voz que hundió un millar de barcos, y todos nuestros». Muy graciosa. Bien, pues escucha ahora esa voz, muchacha. Escucha el desmantelamiento definitivo de la reputación de tu esposo, por gentileza de Pellegrin y mis cinco deformantes años en el siempre veraz Departamento de Información del Foreign Office.

Lo asaltó una náusea cuando, por un instante, aborreció el lado insensible de su paradójica personalidad. Era la náusea que podía obligarlo a salir corriendo del despacho con la excusa de que debía atender una llamada urgente o una necesidad fisiológica, sólo para librarse de sí mismo; u obligarlo a abalanzarse sobre aquel mismo escritorio y coger una hoja azul de papel oficial y rellenar el hueco en blanco con declaraciones de adoración e irreflexivas promesas. ¿Quién me ha hecho esto?, se preguntó mientras hablaba. ¿Quién me ha hecho tal como soy? ¿Inglaterra? ¿Mi padre? ¿Mis colegios? ¿Mi patética y aterrorizada madre? ¿O diecisiete años de mentiras al servicio de mi país? «Uno llega a una edad, Sandy», tuviste la amabilidad de advertirme, «en la que la infancia deja de ser una excusa. En tu caso, el problema es que esa edad llegará alrededor de los noventa y cinco años».

Continuó. De nuevo hablaba con brillantez.

—En cuanto a cuál es la conspiración imaginada por Justin, o qué papel desempeñamos nosotros en ella, nosotros los miembros de esta embajada, sea una coalición con la masonería, o con los jesuitas, o con el Ku Klux Klan, o con el Banco Mundial, es algo que no puedo aclararos. Sí puedo deciros que Justin anda suelto por ahí. Ya ha hecho graves insinuaciones, aunque sigue siendo muy correcto, muy tratable… ¿cuándo ha dejado de serlo?… y es más que probable que mañana o dentro de tres meses venga por aquí. —Volvió a adoptar una actitud severa—. En ese caso, las instrucciones para todos vosotros, colectiva e individualmente, y esto, Ghita, me temo, no es un ruego sino una orden, sea cual sea vuestra opinión personal respecto a Justin, y eso vale también para mí, que lo considero un tipo encantador y generoso, todos lo sabemos…, las instrucciones son, decía, que debéis informarme de inmediato a cualquier hora del día o la noche. A mí o a Porter cuando vuelva. O… —una mirada a éste— a Mike Mildren. —Había estado a punto de decir «Mildred»—. O si es por la noche, a la persona que esté de guardia en la embajada. Inmediatamente. Antes de que la prensa o la policía o quien sea llegue hasta él, debéis avisar.

Los ojos de Ghita, disimuladamente observados, parecían más oscuros y lánguidos que nunca, y los de Donohue, más enfermizos. Los de la enjuta Sheila eran duros como diamantes, e igual de inmutables.

—Para mayor facilidad de referencia, y por razones de seguridad, Londres ha asignado a Justin el nombre en clave «Holandés». Como el Holandés Errante. Si por alguna casualidad…, aunque las probabilidades sean pequeñas, hablarnos de un hombre profundamente perturbado con una cantidad de dinero ilimitada a su disposición…, si por alguna casualidad, se cruza en vuestro camino, directa, indirectamente, de oídas, como sea, coged el teléfono, dondequiera que estéis, y decid: «Llamo con relación al Holandés, el Holandés está haciendo esto o lo otro, tengo una carta del Holandés, acaba de telefonearme o enviarme un fax o un mensaje por el correo electrónico, está aquí delante de mí, en mi butaca». ¿Queda este punto absolutamente claro? Preguntas. ¿Sí, Barney?

—Has aludido a unas «graves insinuaciones». ¿Contra quién? ¿Qué insinuaba?

Ése era un terreno peligroso. Woodrow había hablado largamente del tema con Pellegrin por el teléfono codificado de Coleridge.

—No parecen tener mucha coherencia. Está obsesionado con asuntos del sector farmacéutico. Por lo que hemos podido deducir, está convencido de que los fabricantes de determinado fármaco, y los inventores, fueron los responsables del asesinato de Tessa.

—¿Cree que no murió degollada? Él mismo vio el cadáver. —Barney otra vez, indignado.

—Me temo que ese asunto del fármaco se remonta a la desafortunada estancia de Tessa en el hospital. Mató a su hijo. Ése fue el primer disparo de los conspiradores. Tessa presentó una queja a los fabricantes, así que los fabricantes la mataron también a ella.

—¿Es peligroso ahora, Justin? —preguntó Sheila, seguramente para demostrar a todos que no posee un mayor conocimiento de los hechos.

—Podría serlo. Ésa es la conjetura de Londres. Su principal objetivo es la compañía farmacéutica que produjo el veneno. A continuación, los científicos que lo concibieron. Luego la gente que lo administró, en este caso la empresa importadora de Nairobi, que resulta ser TresAbejas, así que quizá debamos prevenirlos.

Donohue no pestañeó siquiera.

—Y permitidme que insista en que nos hallamos ante un diplomático británico en apariencia racional y sereno. No esperéis ver a un chiflado con ceniza en el pelo y tirantes amarillos echando espuma por la boca. Externamente, es el hombre que recordamos y apreciamos. Atento, bien vestido, atractivo y espantosamente cortés. Hasta que empieza a hablar a gritos sobre la conspiración internacional que acabó con la vida de su hijo y su esposa. —Una pausa. Un comentario de corte personal—. Es un hecho trágico. Peor que trágico. Creo que eso mismo debemos de pensar cuantos mantuvimos una relación cercana con él. Pero precisamente por eso he de advertiros esto: nada de sentimientos, por favor. Si el Holandés se cruza en vuestro camino, debemos saberlo de inmediato. ¿De acuerdo, muchachos? Gracias. ¿Algún otro asunto antes de que os vayáis? Sí, Ghita.

Si bien Woodrow encontraba dificultades para descifrar las emociones de Ghita, por una vez se hallaba más cerca de lo que imaginaba de su estado de ánimo. Ghita estaba poniéndose de pie mientras todos, incluido Woodrow, volvían a sentarse. De eso se dio perfecta cuenta. Y se ponía en pie para dejarse ver. Pero, sobre todo, se ponía en pie porque jamás había oído tal sarta de malévolas mentiras, y porque su impulso natural era no aceptarlas sentada y cruzada de brazos. Así que se levantó, en actitud de protesta, de indignación, dispuesta a llamar a Woodrow embustero a la cara; y porque en su corta y desconcertante vida no había conocido personas mejores que Tessa, Arnold y Justin.

De todo eso, Ghita era muy consciente. Pero cuando miró a través del despacho —por encima de las sobrias cabezas del agregado de defensa y el agregado comercial y el secretario particular del embajador, todos se volvieron hacia ella— a los ojos insinceros e insinuantes de Sandy Woodrow, supo que debía encontrar otro camino.

El camino de Tessa. No por cobardía, sino a modo de táctica.

Llamar embustero a Woodrow a la cara le granjearía un minuto de gloria, seguido del despido inmediato. ¿Y qué podía demostrar? Nada. Sus mentiras no eran meras invenciones. Eran una lente deformante magníficamente concebida que convertía los hechos en atrocidades, y sin embargo seguían pareciendo hechos.

—Sí, Ghita, tú dirás.

Woodrow, la cabeza echada hacia atrás y las cejas arqueadas y la boca entornada como un director de coro, como si se dispusiera a empezar a cantar junto con ella. Ghita desvió la mirada. En la cara de aquel viejo, Donohue, no hay más que arrugas, pensó. La hermana María, en el convento, tenía un perro idéntico. Los labios caídos de un sabueso se llaman belfos, le dijo Justin. Jugué al bádminton con Sheila anoche, y también ella me observa. Para su asombro, Ghita se oyó dirigirse a todos los allí reunidos.

—Verás, Sandy, puede que no haya elegido buen momento para comentar esto. Con tantos acontecimientos en marcha, quizá debería haberlo dejado para dentro de unos días.

—Haber dejado ¿qué? Ahora no nos dejes en vilo, Ghita.

—Se trata sólo de una solicitud que nos ha llegado a través del Programa Mundial de Alimentos, Sandy. Insisten enérgicamente en que enviemos a un representante de la CEDEA para colaborar con el próximo grupo de trabajo centrado en Autoabastecimiento a Medida.

Era mentira. Una mentira eficaz y aceptable. Por un arte de magia del engaño, había rescatado de su memoria una solicitud real y la había tergiversado para que pareciera una invitación apremiante. Si Woodrow quería ver el dossier, Ghita no tenía la menor idea de qué haría. Pero no se lo pidió.

—Auto ¿qué? —preguntó Woodrow entre discretas y catárticas risas.

—Es lo que llaman también Parto Asistido, Sandy —contestó Ghita con seriedad, recurriendo a otro término de la jerga empleada en la circular—. ¿Cómo debe actuar una comunidad que ha recibido considerable ayuda en forma de alimentos y asistencia médica para abastecerse de manera autónoma cuando se retiran las organizaciones humanitarias? Eso es en esencia. ¿Qué precauciones deben tomar los países donantes para asegurarse de que las adecuadas provisiones logísticas permanecen en su sitio y no se producen situaciones de escasez? Se prevé que esas conversaciones despierten mucho interés.

—Bueno, parece razonable. ¿Cuánto dura ese congreso?

—Tres días completos, Sandy. Martes, miércoles y jueves, con posibilidad de prórroga. Pero el problema es, Sandy, que no tenemos representante en la CEDEA ahora que Justin se ha ido.

—Y te preguntabas si podías asistir tú en su lugar —exclamó Woodrow, con una sonrisa que indicaba que había adivinado sus propósitos—. ¿Dónde se celebra, Ghita? ¿En la Ciudad del Pecado? —Así llamaba él al complejo de las Naciones Unidas.

—En Lokichoggio, Sandy —respondió Ghita.

Querida Ghita:

No tuve ocasión de decirte lo mucho que Tessa te quería y cuánto apreciaba los momentos que pasabais juntas. Pero da igual porque tú ya lo sabes. Gracias por todo lo que le diste.

Tengo una petición que hacerte, pero es sólo una petición, y te ruego que la atiendas sólo si realmente te apetece y no te crea problemas. Si alguna vez en uno de tus viajes pasas por Lokichoggio, ponte en contacto, por favor, con una mujer sudanesa llamada Sarah, que era amiga de Tessa. Habla inglés y sirvió para una familia inglesa durante el mandato británico, Quizá ella pueda arrojar alguna luz sobre los motivos que llevaron a Tessa y Arnold hasta Loki. Es sólo un presentimiento, pero en retrospectiva me parece recordar que emprendieron aquel viaje con un entusiasmo que no justificaba la perspectiva de unos talleres sobre la conciencia de la condición femenina para mujeres sudanesas. Si estoy en lo cierto, Sarah debe conocer la verdadera causa.

Tessa apenas durmió la noche de antes, y se mostró, incluso tratándose de ella, muy efusiva cuando nos dijimos adiós, lo que Ovidio llama «el último adiós», aunque ni ella ni yo fuimos conscientes de ello. Aquí tienes una dirección de Italia por si encuentras algún momento para escribirme. Gracias una vez más.

Afectuosamente,

J
USTIN
.

No el Holandés. Justin.

Capítulo 16

Justin llegó a la pequeña ciudad de Bielefeld, cerca de Hanover, después de pasar dos días inquietantes viajando en tren. Se registró en un modesto hotel que había frente a la estación de ferrocarril con el nombre de Atkinson, dio una vuelta de reconocimiento por la ciudad y tomó una comida mediocre. Llegada la noche, entregó la carta. Esto es lo que hacen los espías a cada momento, pensó de camino al oscuro edificio de la esquina. Este es el estado de alerta con el que aprenden a vivir desde la cuna. Así es como cruzan una calle oscura, así es como escudriñan los portales y doblan las esquinas. ¿Me esperabas? ¿No nos hemos visto antes en alguna parte? No obstante, en cuanto echó la carta al buzón el sentido común lo devolvió a la realidad: Olvídate de espías, idiota, podrías haber enviado esa maldita cosa en taxi. Y ahora, a la luz del día, mientras caminaba hacia la casa de la esquina por segunda vez, mil miedos diferentes lo atormentaban: ¿La estarán vigilando? ¿Me vieron anoche? ¿Piensan arrestarme cuando llegue? ¿Ha llamado alguien al
Telegraph
y ha descubierto que no existo?

Durante el viaje en tren había dormido poco, y la noche anterior, en el hotel, nada en absoluto. Ya no viajaba con abultados documentos, ni maletines de lona, ordenadores portables ni accesorios. Cuanto era necesario proteger había ido a parar a la estricta tía de Ham en Milán, y lo que no, yacía a dos brazas de profundidad en el mar Mediterráneo. Liberado de su carga, se movía con ligereza simbólica. Sus rasgos habían adquirido una línea más acentuada. En sus ojos brillaba una luz más intensa. Y Justin lo notaba. Le satisfacía que la misión de Tessa pasara a ser suya en adelante.

El edificio de la esquina era un castillo alemán de cinco pisos con torrecillas. La planta baja estaba pintarrajeada con franjas selváticas que, de día, resultaron de color naranja y verde loro. La noche anterior, a la luz artificial de sodio le habían parecido horribles llamaradas en blanco y negro. Desde uno de los pisos superiores le sonreía un mural de valerosos niños de todas las razas, que le recordó a los niños que agitaban las manos en el ordenador portátil de Tessa. Sus réplicas vivientes se veían por una ventana de la planta baja, sentadas en círculo en torno a una abrumada maestra. En un cartel hecho a mano que había en la ventana, se preguntaba de dónde salía el chocolate y se exhibían fotografías onduladas de granos de cacao.

Justin pasó por delante del edificio, fingiendo desinterés, luego giró bruscamente hacia la izquierda y caminó despreocupadamente por la acera, deteniéndose para mirar las placas de especialistas en medicina alternativa y psicólogos. En un país civilizado nunca se sabe. Pasó por allí un coche de policía, chirriando los neumáticos sobre el asfalto mojado. Sus ocupantes, uno de ellos mujer, lo miraron inexpresivamente. Al otro lado de la calle, dos hombres mayores con gabardina negra y sombrero de fieltro del mismo color parecían esperar una comitiva funeraria. La ventana que quedaba a su espalda tenía las cortinas echadas. Tres mujeres bajaban la cuesta hacia él en bicicleta. Las pintadas de las paredes defendían la causa palestina. Regresó al castillo pintarrajeado y se detuvo ante la puerta principal. En la puerta había un hipopótamo verde pintado. Un hipopótamo verde más pequeño señalaba el timbre. Una adornada ventana salediza lo miraba desde arriba como la proa de un barco. La noche anterior se había parado también allí para echar la carta al buzón. ¿Quién me miraba desde ahí arriba entonces? La maestra abrumada de la ventana le indicó por gestos que usara la otra puerta, pero estaba cerrada a cal y canto, así que él le devolvió un gesto de contrición.

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