—¿Paul? —preguntó—. ¿Qué diablos te ha pasado?
Por el auricular recibió una oleada de silencio.
—Paul, ¿estás ahí?
—John…
Era una voz débil, dolorida y vacía. Parecía llegar de un mundo muy lejano. Quien hablaba era un ser destrozado.
—¿Qué te pasa?
La respuesta tardó unos segundos. Pero cuando llegó a John, lo hizo con la fuerza de un terremoto devastador.
—Es… mi madre —dijo Paul McCartney—. Ha… ha muerto hoy.
JOHN pasó el dedo índice por su cuello. La corbata le apretaba demasiado; odiaba aquel traje, que le daba aspecto de oficinista de la City o de enano bien vestido. La voz del pastor se abría paso entre los asistentes al sepelio. Quería ser consuelo, acicate e invitación a ahondar en el sentido de la vida y de la muerte.
—Nuestra querida hermana Mary Patricia, tempranamente llamada al lado del Señor…
Paul McCartney y su hermano Michael, un año y medio más pequeño que él, estaban junto a su padre, Jim. Era la primera vez que John veía al padre de Paul, y tenía curiosidad por conocerle. En los años treinta había formado una banda de música, la Jim Mac's Jazz Band, un conjunto bastante popular en los pequeños clubes y locales de baile de Liverpool. Paul siempre hablaba muy bien de su padre.
Y John le envidiaba por ello.
Ahora, sin embargo…
—… con el amor de los aquí presentes, conmovidos por una pérdida que no es sino el paréntesis de la muerte ante la resurrección que un día deberá unirnos nuevamente…
Bajaron el féretro a la tierra, acompañado por el gemido de las dos poleas mal engrasadas. John, que odiaba todo ruido inarmónico, las miró sintiéndose incómodo. Sólo la música valía la pena, tanto en la vida como en la muerte. No tenía sentido realizar aquel corto y último viaje acompañado del chirriar de unos hierros. Finalmente el ataúd llegó al fondo del rectángulo abierto en la tierra y las cuerdas fueron recuperadas. El pastor bendijo de nuevo el féretro.
Después, Jim McCartney arrojó un puñado de tierra.
Paul y Michael hicieron lo mismo.
Al volver la comitiva en dirección a los coches, mientras los enterradores echaban una tras otra las paladas de tierra que cubrirían el ataúd con una espesa capa, Paul se acercó a John. Los dos se abrazaron, participando en un sentimiento que sólo ellos dos podían compartir.
—¿Lo ves? dijo Paul—. Tú aún tienes a la tuya, aunque no la veas más que de tarde en tarde.
—¿Qué edad tenía? —quiso saber John.
—Cuarenta y siete años.
John tuvo un estremecimiento; y no fue por el hecho de concienciarse de la juventud de Mary Patricia McCartney, sino por haberse sentido invadido por un tropel de confusos fantasmas, los suyos particulares, que de pronto invadieron su cerebro llenándoselo de miedos: Jack Lennon, Alfred Lennon, Julia Stanley, su tío George, muerto también de repente unos años antes, Matthew Hellis…
—¿Qué hará tu padre?
—¿Qué quieres decir? —preguntó extrañado Paul.
—¿No irá a meteros a ti y a tu hermano en un orfanato, o a llevaros a otra parte, con alguna tía, ya sabes?
—Toda mi familia está aquí —le tranquilizó Paul.
La gente se metía en los coches, pasando antes por el saludo de rigor al viudo, que resistía el final de la ceremonia con estoicismo. Jim McCartney parecía ausente, ensimismado, dolorido, pero digno, ajeno a los pésames. Era su esposa; había muerto su razón de ser.
—Tienes un padre estupendo —dijo John—. ¿Por qué dejó de tocar?
—La guerra, el matrimonio… Eran otros tiempos, y se hacía otra música. No era necesario grabar discos ni pelear por los números uno en los
rankings
de popularidad. ¿Sabías que formó su primer grupo a los diecisiete años, tocando
ragtime
?
—No.
—Yo le llevo tres años de ventaja —observó Paul.
Jim McCartney le hizo una seña a su hijo. John pasó el brazo por encima de sus hombros, acompañándole. La pregunta que más le quemaba acabó de salir al exterior.
—¿Seguirás en el grupo?
—Claro —contestó Paul—. ¿Por qué?
—Nunca te has tomado la música en serio —dijo con mucha cautela John—. A veces pienso que para ti todavía es un juego. Y ahora esto.
—La música me gusta —aseguró Paul razonando su respuesta—, pero entre los años que me quedan de escuela y… bueno, pueden pasar tantas cosas… Intento ser realista, y no hacerme ilusiones.
—Pon toda la carne en el asador, como he hecho yo.
Paul miró hacia la tumba de su madre, casi cubierta por entero por la tierra que sería su compañera. Luego fue a juntarse con su padre y su hermano Michael. Cuando ya estaba cerca de ellos, dijo:
—No sé John. No sé.
Ya no volvieron a hablar. Los ojos de Paul se llenaron de lágrimas.
EL perfil de una Navidad.
¿Cómo sería la rutina de estos días en un hogar normal? Faltando una semana para la Navidad, cualquiera puede imaginarse los preparativos: el árbol, los regalos, los detalles finales de la gran celebración, con asistencia de los abuelos, algún pariente lejano…
La Navidad del año anterior se salvó casi
in extremis
con la aparición de su madre.
Eso había sido un año antes.
Este año se repetía la misma incertidumbre, agravada por el peso de las últimas semanas. Los Quarrymen parados, prácticamente inexistentes, y Paul oculto en el luto de su casa.
Ya era demasiado.
Apagó la radio, que ni siquiera ponía los discos de moda y se ceñía en sus programas con rigor al espíritu navideño, y bajó indiferente la escalera de la casa. Estaba solo, solo en una horrible tarde de domingo, con tía Mimi visitando a su primo David, enfermo de gripe. ¿De qué servía intentar componer algo si nadie iba a ensayarlo y mucho menos tocarlo? ¿De qué servía fingir entusiasmo? Una lóbrega depresión le señalaba el camino del fin.
Salió al jardín, blanco por la nevada que caía fina y persistente, y de forma mecánica encaminó sus pasos hacia la parte posterior, al cobertizo que se alzaba como un fantasma arropado en su propio silencio. John se preguntó si iba allí por puro masoquismo.
Algo no había funcionado, pero ¿qué?
Paseó una triste mirada por las paredes cubiertas de carteles: Elvis Presley, los Platters, Bill Haley, Fats Domino, Frankie Lymon y los Teenagers, Bill Doggett, Carl Perkins… El nombre de su grupo destacaba al fondo, formado por grandes letras pintadas de blanco: Los Quarrymen. Era el contraste, el sueño frente a la realidad.
Nadie oiría hablar jamás de Los Quarrymen.
Era un hijo de Liverpool, uno más en la cordada, aspirando a conquistar las cimas de la gloria.
La nieve amortiguó un ruido, un leve crujido. Pensó que su tía acababa de regresar, pero la puerta del cobertizo se abrió y por ella entró Paul.
Paul McCartney.
—¡John!
Se le echó encima, aprovechando la sorpresa, sin dejar la funda y la guitarra que sostenía con su mano izquierda. John tuvo un ramalazo de frío, algo hermoso que inmediatamente le comunicó la reacción contraria, calor. Paul se separó de él.
—¡Mira qué maravilla! —exclamó.
Abrió la funda y sacó una guitarra completamente nueva, la mejor de las que se exhibían en los escaparates de McGregor & Son, el más importante almacén de instrumentos musicales de Liverpool: era una Gibson eléctrica, de cuerpo sólido, modelo Les Paul.
John la sostuvo en sus manos, absorto, temiendo incluso moverla.
—¿No te parece fantástica? —repitió Paul—. Ha sido el regalo de mi padre. Acaba de dármela.
John le miró perplejo. Por encima de la guitarra, lo importante era que su amigo estaba allí.
—Pero ¿qué…?
—Traigo un montón de canciones nuevas a medio terminar —le interrumpió Paul—. A unas les falta un toque en la letra y a otras una mano en la música.
John seguía estupefacto. Se dejó caer hacia atrás, sentándose en su cajón.
—Llevaba un mes y medio sin saber de ti. ¿De dónde sales?
—¿Le has dado mi puesto a otro? —bromeó Paul.
—No seas burro. ¿Qué ha pasado?
—Nada, salvo que tenías razón.
—¿En qué?
—En todo —señaló a su alrededor—: la música, nosotros, Los Quarrymen, saber lo que uno quiere, cuándo lo quiere y por qué lo quiere, todo. La música es algo por lo que vale la pena arriesgarse.
—¿Lo dices en serio?
Paul McCartney puso las dos manos en los hombros de su amigo. Una luz especial brotaba de sus ojos, y su rostro aniñado era en aquellos momentos la imagen de la firmeza.
—Mi madre no tenía más que cuarenta y siete años, ¿sabes? Estuve dándole vueltas a eso, y pensando mucho en mi padre, en lo que hizo cuando formó su primera banda, y luego pensé en muchas más cosas. La verdad es que no sé dónde podemos llegar, pero sí sé que vale la pena intentarlo. Ahora es el momento, nuestro momento. Y no habrá otro.
John pensó en el espíritu de la Navidad.
Muerto hacía unos minutos.
Resucitado y más fuerte que nunca en este instante.
—Vamos a conseguirlo, Paul. Te aseguro que vamos a conseguirlo.
—¡Lennon y McCartney! —dijo Paul.
—McCartney y Lennon.
Volvieron a abrazarse, aprisionando la deslumbrante guitarra entre sus cuerpos. En el exterior, la nevada arreció, pero allí dentro el entusiasmo había hecho subir la temperatura muchos grados.
Lennon y McCartney.
Está dicho todo.
1957
DIERON vueltas, curioseando frente a la entrada, tratando de atisbar lo que sucedía dentro, hasta que un hombre se plantó en la puerta y los miró con cara de pocos amigos. Hacía frío y prefería estar a resguardo y no a la intemperie. Al ver que ninguno se movía ni parecía preocuparse por su presencia, se sintió molesto.
—¿Qué hacéis ahí? ¡Largo!
John dio un paso hacia adelante.
—La calle no es suya.
—No seas maleducado, chico, o te voy a calentar las orejas.
Paul tiró de su compañero.
—Anda, vámonos.
—Tengo dieciséis años y si quiero puedo entrar, ¿no?
El hombre señaló a Paul McCartney.
—Tú tendrás los dieciséis, pero ése no llega ni a quince, así que ya os estáis marchando. Si pretendéis colaros…
Un chico y una chica de unos dieciocho años entraron en el local, pasando junto al gorila, que se apartó sonriente al verlos. Sus voces se perdieron en la oscuridad inmediata.
—Creo que es un buen grupo.
—Y el local tiene buena pinta.
John y Paul los contemplaron con envidia. En la parte superior de la puerta, de ladrillos vistos, lo mismo que el resto de la fachada, el letrero brillaba con la impronta de la novedad, el sello de los recién puesto y estrenado. Una magia especial lo envolvía.
The Cavern.
A un lado, un cartel anunciaba el acontecimiento:
"Hoy, miércoles 16 de enero, inauguración - Alan Styner presenta The Cavern - Actuación de Rory Storm & The Hurricanes"
.
Paul acabó tirando de John, y los dos se alejaron calle Mathew abajo. Una ráfaga de viento les hizo buscar instintivamente el abrigo de las casas. Por detrás, el bullicio que envolvía a The Cavern los siguió como una sombra.
—Ése será un buen local, ya lo verás —dijo John—. Mi tía me ha dicho que antes esto era un almacén de vinos.
—Algún día actuaremos ahí, no te preocupes.
John asintió con la cabeza. Su entusiasmo se veía a veces desbordado por el del propio Paul.
—No sé. A veces pienso que algo nos falta, que perdemos el tiempo. Pienso que llevo mucho intentando tocar, y en sólo un año casi toda la gente que conozco anda ya haciendo música. Fui de los primeros en saber que algo estaba pasando, y que aún pasarían más cosas, y ya ves: nuevos clubes, un enjambre de grupos que ni conozco y que suenan mejor que nosotros, con instrumentos nuevos, acomodando a su medida las canciones de éxito.
—Esto es la fiebre del
rock and roll
—afirmó Paul—. Cuando pase la primera locura, quedarán los auténticos, los buenos de verdad.
John se detuvo. Volvió la cabeza mirando por última vez el local antes de doblar la esquina. Se sintió molesto, enfadado por algo que le quemaba muy dentro.
—Tendríamos que hacer cosas más en serio, además de componer nuestras propias canciones: acabar de conjuntar el grupo, encontrar la gente que nos falta, concienciarnos de que esto va en serio y, por supuesto, movernos, probar suerte… No sé, a lo mejor graba un disco, o intentar que alguien nos represente, algo así como un gerente. ¿Qué sería de Presley sin ese hombre, el coronel Tom Parker?
—Me parece bien —convino Paul.
—¿Y por dónde empezamos?
La pregunta quedó flotando en el aire, hasta que otra ráfaga de viento los obligó a moverse, y probablemente se la llevó, huérfana de respuesta. Sus pensamientos los acompañaron silenciosamente.
Era de noche y hacía mucho frío.
EL Phillarmonic Hall de Liverpool, que da a las calles Hope y Myrtle, muy cerca de la universidad, presentaba una compañía de ballet con un programa compuesto por obras de Stravinsky y Trchaikosky: «La consagración de la primavera», «El pájaro de fuego» y «Cascanueces». John se alegró instintivamente de que no figurase en cartel «El lago de los cisnes». De la misma forma que Shakespeare era eterno en la escuela, parecía como si «El lago de los cisnes» fuese eterno en el ballet. Por el contrario, la música de «La consagración de la primavera» le entusiasmaba. Era fuerte, exuberante, vital. Se entretuvo mirando los cuadros hasta que apretó los puños y comenzó a encontrar el clímax del tercer movimiento.
La voz de Paul le cortó casi de raíz.
—Hola, ¿hace mucho que esperas?
John dio un respingo, y las gafas resbalaron hasta la punta de su nariz aguileña.
—Cinco minutos —respondió—. Mi tía me ha dado el recado nada más llegar a casa. ¿Qué sucede?
—Tampoco era como para que vinieras corriendo, hombre. ¿Has oído hablar de un tal Percy Phillips?
Trató de hacer memoria inútilmente.
—No.
—Entonces vamos, te lo contaré por el camino.
Abandonaron la protección de la marquesina del Phillarmonic Hall y caminaron resguardándose de la llovizna que caía en forma de finísima cortina desde hacía dos días. Paul echó calle Hope abajo, hacia Upper y Canning.
—Percy Phillips tiene un pequeño estudio de grabación —dijo Paul —. No es nada del otro mundo, más bien algo para andar por casa, pero sirve para hacer maquetas. He pensado que podríamos ir a verle, ¿te parece?