Casi le llevó en vilo media docena de metros; al fin pudo pararse y preguntarle:
—Espera, espera, ¿adónde vamos?
—Ya te lo he dicho: quiero presentarte a alguien.
—Iván, por favor —protestó—. Ahora mismo no estoy de humor para nada. ¿No has oído lo mal que hemos estado?
—Tonterías —contestó Vaughan—. Lo que pasa es que eres un perfeccionista, un intelectual barato y un masoquista moral, jamás satisfecho, un contracomplaciente.
—¿Un qué?
—Lo contrario de autocomplaciente, ¿no? —Iván no dejaba de sonreír. Volvió a tirar de él—. No seas memo, que algún día me lo agradecerás. Éste es músico, como tú, aunque no ejerce.
Iba a decirle que no, tajantemente, cuando, sin saber cómo, se encontró frente a un chico de aproximadamente su misma edad, muy atractivo y elegante. John odiaba el atractivo masculino y la elegancia. Prefería algo más a tono con la vida. Liverpool no era Londres, ni Woolton el Palacio de Buckingham. Sin embargo, hubo algo que sí le gustó en el desconocido.
Algo difícil de explicar. Tal vez la intensidad de su mirada, o la fuerza con que le dio la mano.
—John —dijo Iván Vaughan—, éste es Paul, Paul McCartney.
—NO lo hacéis mal, ¿sabes? Quiero decir que no he visto muchos grupos como el tuyo, y eso que Liverpool está lleno.
—Ha sido una pésima actuación —confesó John.
—Sí, eso sí —convino el desconocido Paul McCartney—, pero una cosa es ser malo y hacerlo fatal, y otra es ser bueno y no tener demasiada práctica. Tú eres muy bueno, y la voz…, la voz tiene fuerza.
Caminaban hacia el entarimado del escenario, sin prisa, y solos, puesto que Iván Vaughan los había dejado unos cinco minutos antes, al encuentro de una amiga. John se detuvo.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que lo digo en serio. No soy uno de esos lameculos que le hacen la rosca a cualquiera —aseguró McCartney—. Yo también toco la guitarra, y soy duro conmigo mismo. ¿Conoces
Riot in cell block número nueve
?
—No, ¿quién lo canta?
—Los Coasters. Tiene un pasaje parecido a uno de los temas que has interpretado, y no lo haces bien.
John le miró con cierto respeto. O sabía lo que se decía o estaba loco, marcándose el tanto en sus mismas narices.
—¿Por qué no me lo enseñas? —propuso.
McCartney abrió unos ojos como platos.
—¿Puedo? —balbuceó.
—Claro, ven.
Reemprendieron la marcha en dirección al escenario y subieron a él por detrás. John sacó su guitarra de la funda y se la tendió a su nuevo amigo. Éste la tomó al revés.
—¿Cómo…?
Paul McCartney sonrió. Parecía un conejo simpático.
—Soy zurdo —aclaró—, pero da igual. Mira, ves…
Puso su mano derecha en los trastes y con la izquierda punteó las cuerdas. Una vez, y otra. Cambió el acorde y obtuvo una melodía clara y precisa. No sólo era rápido, sino hábil. John se sintió aún más impresionado. La soltura del sorprendente McCartney no residía únicamente en su facilidad musical. El carácter formaba parte de un todo abierto y versátil, ameno.
—¿Qué tal? Anda, pruébalo tú.
John tomó su guitarra. Se sentía picado, feliz, superada la reciente crisis. Aquel chico no tendría más de quince años y, sin embargo, valía más que todos los de Los Quarrymen juntos, salvo él, por supuesto.
—¿Qué edad tienes? —preguntó curioso.
—Cumplo catorce dentro de tres días.
La sorpresa le traicionó.
—¿Qué?
—¡Bah! Yo no hago mucho caso de la edad. ¿Cuántos tienes tú?
—Quince y medio… Bueno, cumplo los dieciséis en octubre —dijo John.
La admiración apareció ahora en los ojos de Paul McCartney. Las diferencias eran notables. No un año, sino casi dos.
—Claro, por eso tienes tu propio grupo. Yo también formaré uno cuando pueda.
Sostuvieron una mirada de mutuo respeto, hasta que John repitió el acorde recién enseñado por Paul. Se equivocó en el cambio y lo repitió. A la segunda lo consiguió.
—¿Lo ves? Eres realmente bueno.
—No. Tú sí que lo eres. ¿Dónde estudias?
—En el Liverpool Institute High School.
—¿Tocas en algún lado o haces algo por el estilo?
—No.
John sonrió. Le pasó una mano por el hombro y se apoyó en él, con cariño. Se habían tomado una cerveza antes de que Iván Vaughan los dejase solos.
Paul notó que su compañero estaba un tanto mareado.
Sin embargo, su voz fue totalmente sincera al preguntarle:
—Oye, ¿quieres unirte a mi grupo?
Era más de lo que hubiera podido soñar.
—¿Lo dices en serio?
—Tú di que sí y ya eres un Quarrymen —aseguró John.
—¡Sí!
El
pic-nic
de Woolton se había terminado.
JOHN entró en el cobertizo. Eric Griffiths era el único que se encontraba allí. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba guardando su guitarra en la funda, algo insólito antes de comenzar un ensayo. Se sentó encima de la caja que solía servirle de soporte y puso su propia guitarra en posición.
—Griffiths, escucha esto —dijo.
Pulsó las cuerdas con soltura y limpieza, iniciando un fraseado que repitió dos veces, marcando el compás, hasta que comenzó a cantar. Eric Griffiths le escuchó en silencio. John no se detuvo ni un momento, hasta terminar la canción un par de minutos después. Cuando volvió a la realidad, abriendo los ojos, miró a su amigo entusiasmado.
—¿No es genial?
—Muy buena, sí.
—¿Sólo muy buena? —gritó John—. ¡Es lo mejor que hemos compuesto! Hoy mismo la adaptaremos. ¡Es una canción fantástica!
—Lo mismo dijiste ayer de la que trajo Paul, y anteayer.
John dio un salto. Rebosaba de energía.
—¿Te das cuenta de que en dos semanas, desde la llegada de Paul, hemos compuesto más canciones y hemos ensamblado más temas que en todo este año, desde que empezamos a tocar?
—Era lo que necesitabas: un auténtico músico.
John volvió a sentarse. Algo en Griffiths le hizo serenarse. Puso su mano derecha sobre la guitarra y ésta le devolvió un suave eco, una reciprocidad sentimental, lo mismo que una emoción constantemente compartida.
—No estás muy seguro de él, ¿verdad?
—Creo que es muy bueno.
—Pero no estás muy seguro de él —repitió John.
—Él sabe que es bueno; sin embargo, no parece centrarse en la música. Parece más bien jugar con ella, no sé si me explico. ¿Lo entiendes tú? Es como si le resultase tan fácil componer, cantar y tocar, que con ello se restase a sí mismo importancia: «No me cuesta nada, así que no debo hacerlo bien» o «Me sale solo, así que no tendrá ningún mérito».
—Le falta madurar, como hemos hecho nosotros en este año. Acaba de cumplir los catorce. ¿Recuerdas cuando los pasamos tú y yo? A mí me parece ahora como un sarampión. Fue una época insegura.
—McCartney es especial —opinó Griffiths—; creo que se parece a ti, y por eso me voy más tranquilo.
John vio la funda de la guitarra y el brazo de su amigo sujetándola. Estaba tan lleno de entusiasmo con la última canción compuesta por Paul y por él, que no había reparado en ninguno de los movimientos del otro. La imagen de Colin Hanson y Pete Shotton le vino como un huracán a la memoria.
—Eric —dijo lentamente.
Por defecto escolar y costumbre solían llamarse siempre por el apellido. Raramente utilizaban el nombre. Aquélla era una ocasión especial.
—Los Quarrymen están en el buen camino, John —afirmó Griffiths—. Si consigues que Paul se quede y se centre en el grupo, haréis algo grande. ¿De qué os iba a servir otra guitarra?
—Puedo ocuparme del bajo o hacerlo McCartney. Todavía nos falta…
—No creo que llegue a ser un buen músico —le cortó, lleno de sinceridad—, y hay cosas que me atraen tanto o más. Ahora sé que tú te lo tomas muy en serio, y no sería justo. Si te falta alguien en las próximas actuaciones, no dejes de llamarme, pero será mejor que sigáis sin mí. ¿Sabes? Nunca creí que fuese más que un sueño o una forma de divertirnos.
—¿Tienes miedo por esta razón?
—Supongo que lo que hagamos ahora y en los próximos dos o tres años influirá en el resto de nuestra vida —dijo Griffiths— y, sinceramente, es una responsabilidad demasiado grande. Tú lo tienes claro, pero yo no.
Quiso acudir a un último recurso para cambiar lo inmutable, pero antes de poder volver a hablar, se abrió la puerta del cobertizo. Paul McCartney apareció en la entrada, a contraluz. Traía, como siempre, la gracia inimitable de su figura, sus impecables pantalones y una camisa bien planchada. Su sonrisa y su constante buen humor pusieron luces y campanillas a su voz.
—¡Chicos —dijo—, llevo toda la tarde con una melodía rondando mi cabeza! ¿Qué tal si la ensayamos antes de que se me vaya?
Y comenzó a cantar, venciendo el silencio de los otros dos.
EL verano del 56 fue… diferente.
Elvis Presley barría en Estados Unidos, grabando disco tras disco, logrando que primero
Heartbreak hotel
y después
Hound dog
o
Don't be cruel
fuesen número uno y diesen el salto al resto de Occidente, casi al resto del mundo. Chuck Berry cantaba
Roll over Beethoven
, Bill Haley su
See you later alligator
, Little Richard estremecía con
Long tall Sally
y Carl Perkins dejaba ver su calidad en
Blue suede shoes
. En Inglaterra los grupos de
skiffle
nacían como las setas en otoño después de las lluvias. Había algunos chicos, como Tommy Stecle o Cliff Richard, y en Liverpool la lluvia era mucho más rica, más prolífica. La puerta se hacía más y más grande. Los barcos se encadenaban a las olas. Marineros, canciones, discos.
Y por encima de todo, el mensaje de un nuevo mundo
Con un lenguaje propio.
El
rock
.
En septiembre nada era igual, aunque pocos lo supieran entonces. John Lennon y Paul McCartney tal vez fuesen los más ajenos, inmersos en su propio universo.
—¿Has leído lo de Presley? ¡Ha sacado nada menos que siete
singles
a la vez!
—¡Y ha actuado en un
show
de televisión ante sesenta millones de personas!
—Paul, deberíamos dejar de componer tanto. A Elvis le escriben las canciones.
—¿Has oído
Money honey
? ¿Y
Blue moon
? Creo que podría sacar los acordes si…
—¡Tenemos veinte canciones a medio montar!
—Necesitaríamos un buen batería, por lo menos.
—Necesitaríamos…
El verano del 56 fue especial.
Precisamente porque nadie se dio cuenta de que lo era, salvo una pandilla de adolescentes para los cuales, al fin y al cabo, cada día era especial.
JOHN dejó la guitarra a un lado, casi violentamente, y comprobó la hora por enésima vez. El resto dejó de tocar.
—Ya no vendrá —afirmó Thomas—. Es demasiado tarde.
—¡Venga, John, ensayemos de una vez! Siempre falta uno u otro, ya lo sabes.
—Necesitamos a Paul —dijo con terquedad John. Y el tono de su voz fue conminatorio.
Henry se levantó de la batería.
—¡Vete al diablo, estás insoportable desde hace una semana!
—Yo me iré al diablo, pero tú tendrás que ir a la farmacia de Moore —le desafió John.
—¿A buscarte una aspirina?
—A comprar algo para que deje de sangrarte la nariz.
Henry dio un paso hacia él y fue Thomas el que se interpuso entre los dos, separándolos.
—Vamos, John, por favor.
—Si no se siente cómodo, que se largue. ¡Éste es mi grupo!
Henry tomó su chaqueta. Thomas dejó caer los brazos, abatido.
—Quédate con «tu grupo» —le dijo el batería desde la puerta—. Esto es una completa mierda.
John hizo un nuevo ademán, pero el disidente ya había cerrado la puerta. Thomas bajó la cabeza, abatido.
—¿Por qué siempre has de estropearlo todo? —protestó.
—¿Estropearlo todo yo? —gritó John. Luego, señaló hacia el lugar por el que se acababa de marchar Henry—. ¡Le doy la oportunidad a ese imbécil! ¿Y qué saco en limpio?
—Paul habrá tenido que hacer algo a última hora.
—Siempre es muy puntual, y si no, habría llamado.
Su compañero le miró de hito en hito, más relajado. Tenía un año más que él y medía casi un metro noventa. Solía ser paciente y reflexivo, un poco lento de reflejos. Ésa era la razón de que nunca entrase a tiempo en los compases. Suplía su falta de habilidad con el bajo derrochando grandes dosis de buena voluntad. Era lo suficiente, por el momento.
—Henry ha dicho una verdad después de todo.
John se plantó ante él.
—¿Ah, sí?
—Estás insoportable desde hace una semana.
—No es cierto.
—Lo es y lo sabes. ¿Es por lo de tu cumpleaños?
—No.
—Tu madre no vino, y apareció hace una semana, pero sólo un par de horas, el día que no viniste tú al ensayo.
—He dicho que no. Oye, ¿estás jugando a psicólogos?
Thomas respiró hondamente.
—No tienes por qué enfadarte conmigo. Te lo digo por que yo también sé lo que es eso. Desde que mi padre y mi madre se divorciaron, ella se casó con el otro y tuvo las gemelas, ya no la veo apenas. De todas formas, pienso que es su vida, ¿no?
John dejó escapar la furia retenida en su sangre.
—Mi tía dice que todo es culpa de la guerra.
—¡Oh, sí! —dijo Thomas, en tono sarcástico—. Ésa es la excusa.
—Nosotros seremos distintos; hemos aprendido la lección.
Suavemente, avanzando entre el silencio, oyeron unos pasos ahogados, discretos y, al mismo tiempo, rápidos y nerviosos. Tía Mimi se asomó a la puerta. Se extrañó al no oír ningún ruido. Se quedó un poco embobada.
—¿Qué pasa, tía?
La buena mujer recordó el motivo de su presencia allí.
—¡Oh, sí! —reaccionó—. Es ese amigo tuyo, Paul Ma… Maca…
—McCartney —la ayudó John.
—Bueno, da igual; está al teléfono. Dice que te pongas.
Siguió los pasos de su tía. Antes de salir, Thomas dijo:
—¿Lo ves, amasijo de nervios?
Llegó a la casa antes que ella y se precipitó al teléfono. Henry se había largado. Otro problema. La hoja del calendario marcaba el miércoles 31 de octubre. Un día que era mejor olvidar. Hablar con Paul solía serenarle. Él era de otra pasta.