El joven Lennon (3 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, #Biografía

Accionó el interruptor de la luz.

El reloj marcaba las dos, todavía las primeras horas de la madrugada del viernes nueve de diciembre. Tendría problemas en el colegio por la mañana si no tenía los cinco sentidos bien alerta a la hora de la batalla. El odiado Elías Pinker­ton se la había jurado. Era un combate desigual, y con toda la ventaja para el profesor.

Nueve de diciembre.

El nueve.

Siempre su número de la suerte, o su símbolo maldito. Nada de extraño.

Quedaban dos semanas para la Navidad, y deseaba que transcurriesen muy rápidamente. Una inmolación del presente en el altar del futuro. Conocía los motivos y fingía ignorarlos, aunque en la soledad, su eterna, constante y densa soledad, cargada de sensaciones, no podía engañarse.

La habitación estaba llena de objetos queridos que le colmaron de paz, por encima de la intranquilidad que experimentó al despertar. Su guitarra, su tocadiscos, sus maravillosas adquisiciones, y los libros, los banderines, recuerdos y fotografías del equipo de fútbol, la silla, la mesita, los dibujos.

Los poemas, canciones, o como se llamasen.

Se dejó caer hacia atrás, cerró los ojos, pero mantuvo la luz encendida. Si pudiese escoger los sueños, las historias con las que compartir el inútil tiempo del descanso… Le gustaba soñar, porque la libertad de su imaginación poseía un embriagador hechizo. Cada sueño era la anarquía de la mente, la revolucionaria rebelión de su inconformismo. Sus ideas se escapaban de todo marco.

Soñar…

Los rayos eran las luces de un escenario, en Londres, y los truenos el retumbar de los altavoces. La lluvia, el murmullo del público, y el fluir de la vida, los aplausos.

Y en el ojo del huracán, él, John Lennon, cantando.

Un trueno más fuerte que los demás. El Mersey bajaría lleno al día siguiente. Tormenta en la bahía, en el mar de Irlanda. Los barcos danzando en mitad de la tempestad. Dos semanas para Navidad. El maldito Pinkerton. Otro trueno. Los alemanes ya no bombardeaban.

El escenario. El sueño. La noche.

—¿Dónde estáis? —le preguntó al silencio.

Ahogó su angustia y apagó la luz. Los Kentucky Minstrels cantaron en algún lugar de su mente mientras su padre y su madre bailaban suavemente, sin dejar de reír.

8

-¡LENNON!

Rayo y trueno se confundieron en su cabeza, al contrario que la noche anterior. Fijó la vista en un punto inmediato y buscó una serenidad que no encontró para ponerse en pie y aparentar un pleno dominio de sus actos. Lamentablemente, los reflejos le fallaron.

—Sí, señor Pinkerton.

—¿Puede repetir de la forma más sucinta, clara y comprensible de que sea usted capaz lo que acabo de decir?

Griffiths estaba a su lado, pero su breve y rápida mirada en solicitud de ayuda tropezó con la gélida impotencia de su compañero. Llevaba una bufanda alrededor del cuello y le goteaba la nariz. Elías Pinkerton se acercaba por el pasillo, flotando sobre las puntas de sus zapatos. Sus atributos docentes —su vestimenta— aleteaban a su alrededor como la capa de un vampiro, brillantes por lo gastado de sus hechuras, negros como el presagio de la muerte. La sonrisa que disimulaba la dureza de sus ojos era la pantalla sin reflejo que significaba la inmensidad de su poder. Se detuvo frente a él, y esperó aliado con el silencio.

John buscó una salida en aquel vacío insondable.

—Estoy esperando, Lennon —se impacientó Elías Pinkerton.

—¿Shakespeare, señor?

Hablaba a menudo de Shakespeare. Bueno, el profesor Pinkerton le llamaba Sir William, Maestro, Divino, Inmortal… A su juicio, el mundo de las letras se dividía en dos partes: Inglaterra y los demás. Y en Inglaterra trazaba otra frontera peculiar: Shakespeare y un montón de aprendices. Shakespeare era la orquesta, batuta incluida, y el resto, el vulgo.

—¿Qué parte de Shakespeare, Lennon?

—No he seguido sus últimas palabras, señor. Me… me he quedado colgado en una de sus frases. Estaba pensando en ella por que me ha impresionado.

—¿Qué frase?

Elías Pinkerton resultaba empalagoso. Cuanto más empalago, mayor podía ser el estallido de su violencia, la cólera y la ira de su soberbia.

—«Si Shakespeare viviera hoy en día, se negaría a escribir para un mundo que le ha dado la espalda a la verdad.»

El profesor pareció considerar la respuesta.

—Suelo decir eso a menudo, sí, pero para su desgracia no creo que hoy haya tenido ocasión de recordáselo a ustedes.

—Juraría, señor…

—¿Sí, Lennon?

El castigo era inevitable, y tratándose de él, más duro. Castigo por castigo, John empezó a considerar seriamente el placer de merecerlo. Su problema con Pinkerton no tenía ninguna solución. Se convertía día a día en un pugilato. Más aún, los esfuerzos del profesor para ridiculizarle comenzaban a dar sus frutos. Algunos compañeros de clase le perdían el respeto apoyándose en los sucesos que a diario amenazaban su dignidad. John sintió crecer su cólera.

—No sólo escribe pésimas redacciones, Lennon —dijo Elías Pinkerton—, sino que falsea la realidad, hace poemas nefastos y se pasa el día fantaseando estúpidamente. No me extrañaría nada que acabase de payaso en un circo. A veces hasta me pregunto qué piensa realmente de Shakespeare, porque de una cabeza como la suya puedo esperar…

John dejó de mirar al frente. Hundió en Pinkerton sus ojos eternamente tristes, defendidos por las gafas que protegían su miopía.

Toda paciencia tenía su límite.

—La verdad, señor —dijo con suavidad—, yo pienso que Shakespeare era un folletinero barato que jugaba con la sensibilidad de la gente de su tiempo, y un payaso que se hizo el amo del gran circo en que estaba metido. Claro que es sólo una opinión, y muy personal.

Mientras Elías Pinkerton cambiaba de color, John comprobó sin moverse, sin dejar de mirarle a los ojos, el efecto que sus palabras causaban en los de la clase. Pudo captar sus vibraciones, el caudal de apoyo y admiración. Era la compensación que esperaba.

Pinkerton señaló hacia la puerta.

—Preséntese inmediatamente en dirección, Lennon, y será mejor que repita textualmente este incidente, porque al término de la clase seré yo el que vaya por allí para estar seguro de que lo ha hecho. ¿Me ha comprendido bien?

John no se movió. Su rostro fingió no entender lo que se le pedía.

—¿Por dar una opinión, señor?

—¡Lennon!

—Pienso que si no está de acuerdo con mi punto de vista, tendríamos que discutirlo, razonarlo, como seres civilizados. Según la ley tengo derecho…

—¡Len­non!

Sabía hasta qué punto podía forzar la situación, el límite de la paciencia de Pinkerton. El efecto sobre los demás ya estaba conseguido. Levantó las manos demostrando que iba a obedecer y abandonó su puesto. El silencioso apoyo de la clase le acompañó hasta la puerta del aula. Salió sin mirar hacia atrás.

Y ya en el pasillo se desfondó.

Otra reunión en el despacho de dirección. Otra nota. Otra carta. ¿Qué podía hacer? ¿Por qué le obligaban a entender a los demás y nadie, nadie, le entendía a él?

Ni siquiera se esforzaban.

Una lenta e inexorable oleada de furia le invadió hasta convulsionarse. Esta­ba al límite de una resistencia que creía fuerte, pero por lo visto se desmoronaba, víctima de los elementos, confabulados todos en contra suya. Se sintió perdido y eso le obligó a entrar en el lavabo, vacío en aquel momento. El espejo le dijo la verdad que más odiaba y lamentaba.

Abrió la puerta de uno de los inodoros y la cerró violentamente.

Entonces golpeó la pared una vez, y otra, con todas sus fuerzas, haciéndose daño, hasta que al apoyar la cabeza en ella consiguió soltar los últimos demonios de su cuerpo gimiendo:

—¿No ven que no soy como ellos? ¿No ven que soy diferente?

Y comenzó a llorar.

9

UNA especie de portero-celador-vendedor de entradas y gorila se alzó ante ellos como una pantalla de protección o de rechazo. La puerta de acceso al club desapareció a su espalda.

—Te dije que fuéramos por atrás a ver a mi tío —cuchicheó Shotton al oído de John.

—¿Adónde decís que vais? —preguntó el hombre a los cuatro chicos.

John hizo una seña, apuntando hacia algún lugar situado tras él.

—Adentro, claro.

El hombre no quedó nada convencido.

—¿Adentro?

—Vámonos, Lennon —volvió a susurrar Shotton. Griffiths y Hanson permanecían callados en un segundo plano.

John sacó el dinero de las cuatro entradas.

—La semana pasada no estaba usted aquí, ¿verdad? —dijo con aplomo.

—El que no estuvo por aquí fuiste tú, sinvergüenza. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis. Todos tenemos dieciséis años.

No le hizo ninguna gracia. Concluyó la conversación.

Dejó pasar a una pareja y con sus manazas impidió que entraran detrás de ella los chicos.

—Venga, largaos de aquí.

—¡Oiga! —gritó John—. No tiene ningún…

—¿Quieres ganarte un sopapo, pequeño?

Shotton tiró de su amigo. Griffiths y Hanson ya estaban fuera. John se vio en la calle, violento, humillado. Apretó los puños, tan impotente como exasperado.

—¿Lo ves, maldita sea? —insistió Shotton—. Por ahí es imposible. Les puede caer una multa por dejar entrar a menores de edad. Anda, vamos por detrás. Seguro que mi tío nos deja entrar por el escenario.

—No será lo mismo —rezongó John.

Nadie le hizo caso. Su tozudez, determinación y fuerza garantizaban en muchas ocasiones el éxito, pero en otras no eran más que pérdidas de energía. Era como golpear contra una pared.

—¿Por qué ha de ser todo siempre como tú lo quieres? —dijo Hanson.

John le miró incrédulo, como si la respuesta fuese evidente.

—No digo que sea lo mejor, pero si no quieres las cosas con vehemencia, y pones toda la carne en el asador para conseguirlas, difícilmente te saldrán a pedir de boca, por tu cara bonita.

Estaban en la parte trasera del club, un callejón mal pavimentado, con piedras gastadas por el uso. Una camioneta aparcada, un carretón roto y unos cubos de basura en torno a los cuales merodeaban algunos gatos, eran los únicos signos de vida. La puerta posterior del local no ofreció ninguna resistencia a su paso.

—Y ahora déjame hablar a mí, ¿de acuerdo? —dijo con firmeza Shotton.

Un hombre les cedió el paso al verlos entrar. Antes de que pudiera enfadarse, el que abría el grupo le sonrió cortésmente y le dijo:

—¿Podría avisar al señor Clarence, por favor?

—Está trabajando. ¿Para qué quieres verle?

—Soy su sobrino, Pete.

El hombre no se quedó muy convencido, pero tampoco tenía razones para echarlos o para poner en duda la palabra del que había hablado. Les ordenó aguardar allí mismo y se fue en dirección opuesta. El ruido del local llegó hasta ellos, y también el de una batería redoblando y el de una guitarra haciendo acordes. Lo tenían tan cerca que los cuatro se miraron nerviosos. El tío Clarence apareció enseguida.

—Pete, ¿qué haces aquí, ha pasado algo? ¿Y quiénes son éstos?

—No nos han dejado entrar por la puerta principal, y queremos ver un poco todo esto. Trabajando tú aquí, he pensado que podrías…

El tío Clarence dirigió una asustada mirada a su alrededor.

—En primer lugar, pueden despedirme, y en segundo lugar, tu tía es capaz de matarme si se entera que has estado en este antro.

—Tío, es importante para nosotros —suplicó Shotton—. Nunca hemos visto tocar a profesionales de verdad, en directo. Por favor.

Tenía que decidirse rápidamente, porque debía volver a las mesas. Pensó que correría más riesgo intentando convencerlos de que se marchasen que dejándolos entrar.

—Está bien, seguidme, pero ¡en silencio!

Enfiló un pasillo. Al otro lado de la pared de la izquierda el murmullo del público y las confusas armonías de los instrumentos acoplándose les indicaron lo cerca que estaban de conseguir su propósito. El tío Clarence abrió una puertecita lateral y les hizo pasar por ella. El escenario quedaba a unos cinco metros de distancia. Un hombrecillo enjuto los contempló con ojillos tristes.

—Harry —le dijo el tío de Pete Shotton—, ¿te importa que vean la actuación desde aquí? Cuando termine, hazlos salir sin hacer ruido.

El tal Harry asintió con la cabeza.

No hubo tiempo para más. Se corrió la cortinita que separaba el minúsculo escenario del resto de la sala y un guitarrista negro pulsó la primera nota de un fuerte
blues
. Bajo y batería se hicieron eco personal del ritmo. Aquel torrente de vitalidad dejó pasmados a los chicos.

10

—¡ERA
rhythm & blues
!

—Pero ¡se puede hacer una versión! —exclamó John—. No entiendo cómo no gusta esto mucho más en Inglaterra. Sin embargo, nada es imposible, ¿no lo veis? ¡Y ésos ni siquiera eran conocidos! ¿Cómo deben sonar los importantes de verdad? Para mí ha sido genial, genial.

—Hay que ser negro para tocar así y cantar como lo hacía ése.

—Ellos tienen el ritmo en la sangre —opinó Griffiths dirigiéndose a Hanson—. Todavía no han olvidado los ritos tribales de su origen africano.

—No veo por qué aquí no podemos hacer algo parecido, a la inglesa —dijo John

—¿Qué quieres decir con eso de «a la inglesa»?

—Lonnie Donegan, por ejemplo. No me diréis que es malo. Puede tomarse cualquier tema de
rhythm & blues
y adaptarlo, reforzar la melodía, quitarle un poco de rudeza; bueno, ya sabéis, poner aquí y quitar allá.

—Lennon, ¿de qué estás hablando?

—¡De hacer música! ¿Es que no lo veis? A todos nos chifla, y todos hemos sentido algo viendo esa actuación, ¿no es cierto?

Se miraron entre sí. Shotton tiritó. Le alcanzó una corriente helada, el primer asalto del frío de la noche. Por las calles apenas si discurrían las últimas sombras fugaces de los transeúntes que regresaban a sus hogares, a la paz de fuegos y cenas tardías. Hanson se puso bien la bufanda y Griffiths hundió más las manos en los bolsillos de su gruesa chaqueta. John era el único que parecía no tener frío. Los ojos le brillaban, movía las manos cada vez que hablaba, expresión de su vehemencia incontenible, rebosante de energía, igual que si la actuación en el club hubiese cargado su batería.

—Los que tocaban esta noche eran muy mayores. Tenían al menos veinticinco o treinta años. Hay que ir al conservatorio para ser músico. Es una carrera como otra cualquiera.

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