El joven Lennon (2 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, #Biografía

—¡John…!

—¿Qué pasa, tía?

Fue un grito casi feroz. Mentalmente se imaginó a su tía bajando dos o tres escalones de golpe.

—¿Qué le pasa a ese disco? ¿No habrás vuelto a estropear el aparato?

Su tía lo llamaba «aparato» o «fonógrafo».

—¡Estoy practicando! —vociferó él—. Tengo que practicar, ¿no? Quiero decir que, si no puedo pagarme unas clases, lo menos que puedo hacer es tocar, y no se me ocurre ningún otro sistema para…

Tía Mimi demostró conocer sobradamente los ataques de lógica irrefutable de Johnny y su apasionada oratoria. Su voz logró imponerse a todos los sonidos y dijo en tono conciliador al otro lado de la puerta:

—Está bien, está bien, pero ¿te importaría ponerlo un poco más bajo? Es francamente molesto estar oyendo todo el tiempo lo mismo, una y otra vez. Eres capaz de estar ahí toda la tarde y…

John no contestó, pero hizo caso a la invitación, antes de que se convirtiera en orden terminante. Los pasos de su tía se alejaron. ¿Quién podía oír música en voz baja? Acabó suspirando resignado.

Y bajó el volumen del tocadiscos.

Mano izquierda en el mástil, sobre los trastes, cada dedo pulsando una cuerda. Ojos cerrados. Máxima concentración. La derecha sosteniendo la púa entre el pulgar y el índice. Las falanges al máximo de su sensibilidad.

Django Reinhardt.

O él.

Los dos compases saltaron al aire, como una limosna volando hacia el necesitado o un oasis golpeando la retina del sediento: limpios, suaves, casi brillantes, viscerales, aunque de una dudosa calidad. Una melodía abriéndose en la penumbra.

—¡Perfecto! —dijo John entusiasmado.

Y volvió a poner el disco.

4

—TÚ tampoco tienes padre, ¿verdad?

Era la maldita pregunta que solía odiar. Conocía a la perfección lo que iba a seguir a continuación.

—Claro que tengo padre —dijo—, lo que pasa es que no está aquí.

Griffiths le interesaba. Había oído decir que tenía una guitarra y sabía tocarla. Teniendo en cuenta esto, ¿qué importaba que supiera la verdad, o una parte de ella?

—¿Así que no murió en la guerra?

—No.

—¿Vives con tu madre?

—No.

Eric Griffiths se quedó un tanto perplejo. De no haber sido su compañero el que se acercó a charlar y comenzó la conversación, habría pensado que John no le daba pie para continuar la charla.

—Mi padre sí que murió en la guerra —afirmó.

—¿En Dunkerque?

—¡No! De haber muerto en Dunkerque yo no estaría aquí, por supuesto. Pilotaba un bombardero y cayó al Canal.

—Mierda.

—¿Qué?

Dejó de mascullar. El hijo de un héroe de guerra. Peligrosísimo. Los peores. A él, en cambio, ¿qué le había cabido en suerte? Un padre que le abandonó cuando tenía cinco años y una madre que no pasaba con él más que unos días al año, semanas a lo sumo. Todo lo que tenía era a su tía Mimi. Realmente no era gran cosa.

—La guerra nos fastidió a todos de una forma u otra —sentenció.

A lo lejos, los suburbios se arracimaban en dirección a Bebington, cubriendo de ladrillos ennegrecidos el camino de la miseria, señalizando cada cruce invisible, cada puerta tras la cual unos niños esperaban el jornal de su padre, estibador o peón, o de una madre viuda con una medalla en el armario por la que ya no le daban más que honores. Desde donde estaban ellos, las gorras de los obreros parecía que caminasen solas, coronando espaldas encorvadas o cabezas huérfanas de ilusión. Si esto es la paz, diez años después del fin de la guerra, ¿cómo fue la contienda?

A veces lo recordaba, incluido el fuego y las explosiones de los bombardeos. ¿O se lo imaginó, como tantas otras cosas?

Los suburbios también parecían lejos desde allí.

Y ellos no dejaban de ser unos privilegiados: clase media baja, según los censos.

—¿Es cierto que tienes una guitarra?

—Sí —contestó Griffiths.

—¿La tocas bien?

El muchacho se encogió de hombros, inclinó la cabeza y selló sus labios. No dijo nada, dejando que sus gestos hablasen por sí mismos.

—Yo también tengo una guitarra.

—¿Te gusta la música?

—Mi abuelo fue cantante. Estaba en los Kentucky Minstrels.

Los héroes bélicos de la vida de Eric Griffiths desaparecieron.

—¿De veras, Lennon?

—Murió en el año mil novecientos diecisiete, después de salvar la vida a dos hombres de su pelotón.

Un vivo o un muerto en la Segunda Guerra Mundial era comprobable. Pero un héroe de la Primera inventado, ¿quién iba a enterarse? Si Griffiths tenía un padre, él tenía un abuelo.

Se arrepintió al momento de haber dicho aquello.

¿Y si hubiese por algún lado una biografía de los Kentucky Minstrels?

—Oye, podríamos tocar la guitarra juntos algún día para practicar, ¿no te parece?

John se extrañó de la coincidencia. Eso mismo iba a proponerle él a su compañero de colegio.

5

EL
Karlskrona
y el
Gulf of Stars
fondeaban uno cerca del otro en los King's Docks, el primero con su bandera sueca y el segundo, pese al nombre en inglés, con bandera panameña. John las conocía casi todas.

Los marinos solían ser gente peculiar. Del más cerrado podía conseguirse una moneda de seis peniques por el simple hecho de darle una seña o recomendarle una pensión portuaria, y del más amigable una cantidad parecida, o superior, si se sabían jugar debidamente las bazas precisas. Cuando tenía cinco años, e incluso antes de que acabara la guerra, los americanos se convertían en papá noeles, con sus bolsillos cargados de chicles y chocolate. Llegaban a Liverpool, el primer puerto inglés del Atlántico, o hacían escala en la ciudad. Liverpool era el gran paso, la puerta que giraba y giraba sin cesar, como si fuese un inmenso batiente en la geografía británica.

El marinero bajó la escalerilla del
Gulf of Stars
, un paquebote destartalado que milagrosamente flotaba. Era mestizo. Iba cargado con un petate corriente. Saludó al oficial de guardia y pisó tierra con una sonrisa. Luego echó a andar.

El lugar que ocupaba John, apacible y despreocupado, era estratégico. Estaba subido en un murete.

El puerto en otoño le atraía sin poder explicar el motivo. Tampoco le importaba. Solía guiarse por su instinto. El puerto, y especialmente su gente, eran la libertad, el paradigma de lo inescrutable, el misterio de lo desconocido. En sus ojos llevaban el reflejo de las estrellas de otros cielos, y en sus zapatos el polvo de otros caminos, de ciudades fascinantes. Tenían mil historias guardadas en sus cabezas, y la sensación de dar vueltas en círculos, sin ir a ninguna parte, como a veces le sucedía a él.

Y eso que jamás se había movido de Liverpool.

—¡Eh, chico! ¿Te interesa comprar buenos discos?

El marinero estaba a su lado, y el saco en el suelo, aunque bien sujeto con su mano derecha. John le miró confuso por la pregunta.

—¿Qué clase de discos? —preguntó, desconfiado.

—Discos —repitió el hombre, como si esto sólo ya fuera suficiente—. Lo más nuevo de Estados Unidos.

—¿Johnnie Ray, Cole y todo eso?

—¡Vamos, chico, te estoy hablando de música! ¿Y de quién me hablas tú? ¡Yo hablo de
rhythm & blues
!

Se agachó, abrió el petate, metió una mano y sacó media docena de discos. Parecía que éstos eran el único contenido del saco. John vio en las cubiertas los nombres de Little Walter Jacobs, Lightnin' Hopkins, Big Bill Broonzy, Big Mama Thornton, Professor Longhair.

—No conozco a ninguno —dijo el muchacho.

La desilusión se asomó al rostro del marinero. Su voz jugó a toda una sinfonía de inflexiones.

—¡Diablos! —miró a su alrededor—. ¿Esto es Liverpool? ¡No, me habré equivocado! Claro que puede ser Liverpool y yo he tenido la mala suerte de dar contigo —hizo un gesto de conmiseración—. ¡Bah, aquí en Inglaterra no hacéis más que porquería, y es una pena!

Metió de nuevo los discos en el petate y John tuvo una de sus intuiciones. Se movió inquieto. Discos americanos de verdad, y al alcance de su… Contó mentalmente el dinero que llevaba en el bolsillo, todo lo recogido en su cumpleaños.

—Si pudiera oírlos…

—¿Oírlos? —le salió espontáneamente—. ¡Me los quitan de las manos, chico! Ahí delante —y señaló la ciudad— sí que hay gente interesada de verdad. Yo creía que tú eras uno de los listos, que no querías que nadie se te adelantase. Tengo prisa y clientes. Lo siento.

Hizo ademán de querer continuar su camino.

—¿Cuánto? —preguntó John.

—¡Ah, veo que te interesa y estás regateándome! —dijo el marinero guiñando un ojo—. Está bien, veamos; llevo unos cien —escrutó la cara de su posible comprador al decir—: ¿Tú no llevarás encima cinco libras?

La cara de John le indicó que no las llevaba.

—Son de lo último, chico, están prácticamente nuevos y has de valorar el transporte.

John parecía desalentado, pero superó la primera impresión. Aquel tipo tenía ganas de comenzar a vaciar su petate, y difícilmente colocaría todo el lote de una vez.

En una tienda tampoco le darían más.

Aquellos discos parecían extraordinariamente buenos.

—Seis por un chelín —ofreció de repente—, y yo los escojo.

Un claxon cercano ahogó la protesta del marinero.

6

—¿HAS pagado media corona por esto?

La voz de Griffiths reflejaba todo el horror que sentía. Shotton y Hanson secundaban perfectamente su incredulidad.

—Esto es música de verdad, lo que se hace en América, y aquí no nos enteramos porque la BBC sólo pone las cursiladas de siempre.

—¿Cómo sabes que es música de verdad, lo último y todo eso, si ni siquiera los oíste al comprarlos? ¡Ese marinero te hizo un lavado de cerebro y te endosó un muerto!

—¡Pero bueno! —John dejó de defenderse y pasó al ataque—. ¿Tú crees que yo no sé quiénes son Big Mama Thornton o los Ink Spots?

Sus tres compañeros quedaron desarmados. Griffiths le miró con un destello de admiración.

—¿De verdad los conocías?

—Si a uno le gusta la música, ha de estar preparado y enterado de todo lo que funciona. Por supuesto no conozco estas canciones —subrayó las dos últimas palabras—, porque son las últimas que han grabado.

—¿Y de qué estilo son? —preguntó Shotton.


Rhythm & blues
—recordó las palabras del marinero en pleno negocio y agregó—: El
rhythm & blues
es la base del montaje americano, ¿sabes? Los negros hacen las canciones y luego van los blancos, hacen su propia versión, la endulzan, y las convierten en éxito. Pero ¡aquí está la inspiración original!

Hanson dijo resignado:

—Aquí todo lo que no sea
skiffle

—¿Y qué te crees que hacen los artistas ingleses, cabeza de chorlito? Apuesto a que casi todo lo que oímos viene de discos como éstos. Hay que ir a las raíces del asunto. Sí te quedas en la superficie…

Colin Hanson siempre había sido el más reacio. La oratoria y poder de convicción de John se estrellaban en él.

—Mira, Lennon, es tu dinero, así que si quieres tirarlo… Yo sólo digo que esto es música de negros y que aquí en Inglaterra no interesa. ¿Conoces a alguien al que le guste este ritmo?

—Yo tengo un tío trabajando de camarero en un club, en la zona de Upper —dijo Shotton—, y por lo visto tocan artistas negros y está siempre lleno.

—¿Lo ves? —saltó John. Luego se dio cuenta de la importancia de lo que acababa de decir su compañero y se dirigió a él—. Oye, ¿por qué no me habías dicho nada de ese tío tuyo y del club?

—Porque comenzó a trabajar hace un mes, poco más o menos, y hasta la semana pasada no lo oí decir en casa. A la familia no le gusta mucho, y creo que han tratado de evitarlo.

—Un club aquí mismo, en Liverpool —insistió John entusiasmado—. Por lo que sea, la música de verdad la hacen los americanos. Hasta Chris Barber acaba de sacar un álbum que se llama
New Orleans joys
. Con estos discos nos hemos adelantado por una vez a todos, y por lo visto los marineros del puerto llegan siempre cargados de discos.

—En lugar de charlar tanto, ¿por qué no vamos a oírlos? —apuntó Eric Grif­fiths.

—¿Vamos a tu casa, Lennon? La mía cae más cerca, pero mi madre odia la música. Tu tía, en cambio…

Se alejaron de la zona de la escuela, la
Quarry Bank High School
, en la que todos habían ingresado en 1952. Estaban en su cuarto año. A medida que se acercaron a la casa, la discusión en torno al verdadero valor de la música negra decreció hasta convertirse en silencio cuando entraron.

Tía Mimi apenas tuvo tiempo de hablar.

—Hola, tía —John, muy alegre, le dio un beso en la mejilla—. Vamos a mi habitación a oír unos discos. No te importa, ¿verdad? No armaremos jaleo, tranquila. ¿Los conoces a todos? Bien; vamos, chicos.

Subieron al dormitorio de John como una pequeña tormenta silenciosa, y se acomodaron como pudieron: Eric Griffiths en la cama, Pete Shotton en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, Colin Hanson en la única silla, sentado al revés. John colocó el primer disco en el aparato.

—¿Dices que esto es nuevo, lo último? —se burló de pronto Hanson recogiendo la funda vacía—. ¡Aquí dice mil novecientos cincuenta y tres, hace dos años!

John no le contestó, y hasta Hanson cerró la boca atrapado por la mágica y brutal violencia del sonido que saltó al aire desde el altavoz. Un cúmulo de armonías fuertes, incisivas, viscerales, que surgían de una voz extraordinaria, envuelta en una instrumentación vital, escueta pero rebosante de energía, los dominó.

El
Hound dog
de Big Mama Thornton los elevó a un clímax musical jamás soñado por ellos.

7

¿ERA posible que los recuerdos de los primeros días de vida, incluso del mismo momento de nacer, quedasen grabados en la memoria lo mismo que un eco cincelado en la piedra estática del pasado?

Si no era así, ¿por qué aquel temor?

Un trueno semejante al que le había despertado hizo retumbar los cristales de la ventana. La luz de un relámpago dibujó un millón de siluetas en la habitación. Cada forma inmóvil se convirtió en un fondo oscuro y cambiante, impreciso en su dimensión. Sentado en la cama, agitado por el brusco despertar, John intentó serenarse.

—Es ridículo —dijo en voz alta.

Los alemanes bombardeaban Liverpool al nacer él. Una maldición. Un lamento. La muerte de decenas de seres en el instante en que él salía del vientre materno y hendía el aire con su primer vagido. Aquellas mismas bombas podían haber caído sobre el hospital, en el pabellón de Maternidad.

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