El juego de Caín (12 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

O, al menos, eso creía en aquel momento, porque al día siguiente recibí una llamada telefónica que lo cambió todo.

* * *

En realidad, fue una conferencia a cobro revertido. El teléfono de la agencia sonó a las cinco de la tarde, hora local, once de la mañana en Bogotá. Era Mario Gutiérrez, el detective que había contratado para investigar la vida de Mochedano en Colombia.

—¿Cómo le va, señora Hidalgo? —me saludó—. ¿La interrumpo? Si lo desea, llamo más tarde…

—No se preocupe, Mario; podemos hablar ahora. ¿Le llegó ya la transferencia?

—Todavía no; los bancos sólo se apuran para cobrarte, nunca para pagar. Pero el subgerente de mi sucursal dice que la gestión está en marcha y que no habrá problema. De todas formas, nunca tuve la menor duda de su honestidad, señora, así que la semana pasada, justo al día siguiente de su llamada, comencé las pesquisas que usted me encomendó.

—¿Y ha averiguado algo?

—Aún queda mucho por indagar, pero… bueno, resulta que he descubierto un asunto un poquito extraño y creí que debía informarle cuanto antes.

—Claro; dígame qué es.

—Pues verá, señora, lo primero que hice, como usted solicitó, fue investigar a los familiares del señor Mochedano. Creo que ya sabe usted que los papas murieron y que los tres hijos del matrimonio, Caridad, Simón y Rubén, quedaron bajo la tutela de su tío paterno, don Antonio Mochedano.

—Sí, lo sabía.

—Pues bien, don Antonio continúa viviendo en San Bernardino, el pueblo natal del futbolista. También viven allí otros tíos suyos y varios primos. La lista es larga, así que le mandaré los nombres por
e-mail
. En cuanto a los hermanos… —Percibí ruido de papeles a través del auricular—. La hermana mayor, Caridad, se casó con un tal Ernesto José Sotelo, con quien tuvo dos hijos. Desgraciadamente, doña Caridad Mochedano falleció hace seis años a causa, según tengo entendido, de una enfermedad cardíaca. El viudo y los hijos siguen viviendo en Cartagena, donde residían.

Hubo un largo silencio.

—¿Y el otro hermano? —pregunté.

—Simón Mochedano, sí; precisamente ahí, en el hermano, está el problema, señora Hidalgo. Cuando comencé a indagar, descubrí que toda la documentación oficial sobre Simón Mochedano había desaparecido. Ni partida de nacimiento, ni cédula de ciudadanía, ni fe de bautismo, ni nada. Ni siquiera hay rastros de su expediente policial. Es como si nunca hubiera existido.

—¿Cómo es posible? —pregunté.

—Alguien ha hecho desaparecer los documentos, señora.

—¿Quién?

—Me temo que llevará tiempo averiguarlo, porque debe de tratarse de alguien con mucha plata y poder. Ni siquiera en mi país resulta sencillo robar documentación oficial.

—Antes ha mencionado un expediente policial; ¿qué expediente es ése?

Gutiérrez tardó unos segundos en responder.

—Esto que le voy a referir, señora Hidalgo —dijo tras un carraspeo—, me lo han contado a mí y todavía no he podido comprobarlo, pero quien me lo contó es de confianza. Al parecer, Simón Mochedano fue la oveja negra de la familia; siempre estaba metido en líos y asuntos turbios, y al final acabó trabajando para los narcos. Supongo que se ocupaba de asuntos de poca monta, porque debía de ser muy joven por aquella época, pero… Hace diez años, una operación conjunta del DAS y el ejército desmanteló un laboratorio de cocaína situado en el interior del Departamento del Magdalena, cerca de un pueblo llamado Angostura, no muy lejos de San Bernardino…

—Disculpe —le interrumpí—, ¿qué es el DAS?

—El Departamento Administrativo de Seguridad, los servicios secretos de mi país. Pues bien, durante esa operación antidroga murieron algunos sicarios y hubo muchas detenciones. Fue un golpe para los narcos, pero ahí habría acabado todo de no ser porque uno de los sicarios fallecidos era amigo de Simón. Éste, al enterarse de lo sucedido, quiso vengarse, pero los jefes del cartel le ordenaron dejarlo correr. Simón era muy joven por aquel entonces, y muy impetuoso, así que desobedeció las órdenes y, ayudado por un compañero llamado Indalecio Palomar, planeó y llevó a cabo una
vendetta
. —Gutiérrez hizo una pausa para tomar aire y prosiguió—: En Angostura había una casa cuartel en la que, durante la operación contra los narcos, se habían instalado efectivos del ejército y agentes del DAS. Simón y su amigo lograron de algún modo introducir allí una bomba y la detonaron de noche, cuando todos dormían. Por lo visto, hubo más de veinte muertos y casi el doble de heridos.

—Qué horror… —musité, sintiendo que un escalofrío me recorría la espalda.

—Terrible, sí. Pero además se dio una circunstancia con la que Simón no contaba: en la casa, junto con las tropas colombianas, había dos agentes gringos de la DEA. Los dos fallecieron, y no puede usted ni imaginarse, señora, cuánto se enfadan los gringos cuando asesinan a los suyos. Así que, de la noche a la mañana, Simón se encontró con que andaban tras él todas las fuerzas de seguridad colombianas, la DEA y sus antiguos compañeros del cartel, pues aquel atentado les había ubicado en el ojo del huracán.

—¿Y qué pasó?

—Indalecio Palomar, el compinche de Simón, fue detenido poco después. Por lo visto, lo entregaron los propios narcos, como muestra de buena voluntad. Dicen que murió en prisión durante una reyerta con otros reclusos, pero vaya usted a saber.

—¿Y Simón?

Un suspiro cruzó a través de la línea telefónica los ocho mil kilómetros que nos separaban.

—Ahí la historia se vuelve confusa, señora. La versión oficial es que Simón huyó de la región y buscó refugio en la Sierra de Santa Marta, donde se unió a una facción de la guerrilla. Un año después, según cuentan, cayó en una emboscada del ejército y murió. Pero…

Dejó la frase suspendida en el aire.

—Pero puede que no sea cierto —sugerí.

—Eso exactamente piensa la DEA, señora; que la historia de la guerrilla y la emboscada es un cuento, así que los gringos mantienen vigente la orden de captura contra Simón Mochedano. —Oí cómo respiraba profundamente—. Eso es todo lo que he averiguado hasta ahora, señora Hidalgo. Me pareció que podría interesarle y por eso me he permitido el atrevimiento de molestarla.

—Ha hecho muy bien, Mario; me interesa muchísimo.

Cuando colgué el auricular, me sentía exultante, intrigada e inquieta, todo a la vez, como si hubiera tropezado con algo importante, pero no supiera exactamente qué.

Capítulo 8

Al anochecer, después del trabajo, me reuní con Hermes en la taberna de Abilio y, mientras compartíamos unas tapas, le relaté la historia que me había contado Mario Gutiérrez.

—Así que, después de todo, era un asunto de narcotráfico, ¿eh, jefa? —comentó Hermes, ajustándose las gafas con aire satisfecho.

—Sólo tangencialmente —repuse—. La clave es el hermano.

—¿Crees que el tal Simón está relacionado con el chantaje a Mochedano?

—Es lo más probable.

—Pero ¿cómo? ¿Amenazan con revelar a la prensa que su hermano fue sicario de los narcos y un asesino múltiple?

Sacudí la cabeza.

—Eso no arruinaría la carrera de Mochedano —dije—. Incluso le daría publicidad.

—Exacto. Como decía el gran Dalí: «No me importa que hablen de mí, aunque sea bien». —Bebió un sorbo de cerveza—. Entonces, ¿qué?

—Puede que Simón siga vivo —sugerí mientras jugueteaba con las migas de pan que salpicaban la mesa—, y puede que Rubén le esté ayudando a ocultarse.

—Pero eso tampoco dañaría su carrera —objetó Hermes—. A fin de cuentas, lo único que estaría haciendo es ayudar a un hermano. Todo el mundo lo comprendería. —Entrecerró los ojos—. Se me ocurre una cosa: ¿y si Rubén hubiese colaborado con su hermano en el atentado?

Volví a negar con la cabeza.

—Ya lo había pensado, pero no encaja. El atentado se cometió hace diez años y, por aquellas fechas, Rubén ni siquiera estaba en Colombia. Además, si hubiese participado, Indalecio Palomar, el cómplice de Simón, le habría delatado.

En ese instante, mi móvil sonó. Lo saqué del bolso y comprobé que había una llamada perdida de Óscar Mayoral. No era la primera vez que telefoneaba; de hecho, había intentado hablar conmigo en varias ocasiones a lo largo de la semana, pero yo no había contestado ni le había devuelto las llamadas, y no porque no quisiera volver a verle, sino porque tenía demasiadas ganas de volver a verle. Y eso me asustaba.

—A lo mejor estás equivocada —dijo Hermes—; puede que Simón Mochedano no tenga nada que ver.

—Quizá —respondí, devolviendo el móvil al interior del bolso—. Pero es la única pista que tenemos.

—¿Y adonde conduce esa pista?

Me quedé pensativa unos segundos.

—A Colombia… —musité. Luego le miré a los ojos y dije—: Tienes toda la razón, Hermes; debo ir a Colombia.

—Oye, que yo no he dicho nada de que te vayas a Colombia —protestó.

—No, pero es la conclusión lógica. Casi toda la familia que le queda a Rubén Mochedano vive en San Bernardino y supongo que si alguien puede contarme qué ha sido de Simón, serán ellos.

—Pero a lo mejor no quieren contártelo. La gente no suele estar demasiado orgullosa de tener parientes terroristas.

Me encogí de hombros.

—Lo único seguro es que no me contarán nada si no se lo pregunto.

* * *

Esa misma noche, al llegar a casa, reservé por Internet un billete de ida y vuelta a Bogotá, con salida el martes y regreso el domingo. Luego, tras una breve búsqueda por varias páginas web dedicadas a la oferta hotelera de la capital colombiana, elegí el hotel Bacatá (fui discreta, sólo era un cuatro estrellas) y reservé una habitación. Acto seguido, telefoneé a Mario Gutiérrez para informarle de mi próximo viaje a su país. Al principio mostró sorpresa, y también contrariedad, cuando le dije que quería que me acompañase a San Bernardino, pero de nuevo sus reticencias se disiparon al mencionar yo el pago de una prima por las molestias que iba a causarle.

Eran las diez y cuarto cuando concluí aquellas tareas. Fui a la cocina y me preparé un
gin tonic
de Bombay Sapphire; luego me dirigí al salón y me tumbé en el sofá. Saqué el móvil del bolso y contemplé la lista de llamadas y mensajes que me había enviado Óscar; por un instante sentí la tentación de telefonearle, pero logré resistirla, aunque aquello, lejos de parecerme un triunfo, me hizo sentir lamentablemente mal. De modo que encendí la televisión, esa anestesia de la soledad, y me quedé mirando las imágenes que fluctuaban en la pantalla —un telediario— sin prestarle atención a lo que decía el locutor.

Bebí un largo trago de
gin tonic
y, al poco, comencé a sumirme en un vaporoso letargo. De pronto, la pantalla del televisor mostró un pase de modelos. Súbitamente alerta, me concentré en lo que decía el locutor y descubrí que ese mismo día —viernes— se había celebrado la primera jornada del Salón Internacional de Moda de Madrid, que tenía lugar en el Recinto Ferial Juan Carlos I. Luego, el locutor comentó que las jornadas continuarían a las siete de la tarde del día siguiente con la presentación de las nuevas colecciones de David Delfín, Amaya Arzuaga y Antonio Pernas, y añadió que entre las modelos que desfilarían el sábado podrían verse rostros tan conocidos como los de Bimba Bosé, Nieves Álvarez, Martina Klein o Raquel Tena, la novia del famoso futbolista Rubén Mochedano.

Me senté en el sofá y perdí la mirada en las imágenes del telediario, aunque ahora las noticias habían saltado bruscamente del mundo de la moda a la llegada de una pareja de pandas al zoológico de no sé qué ciudad. Dicen que la televisión no instruye, pero aquella noche, gracias a la caja tonta, había descubierto algo muy interesante: sabía dónde iba a estar Raquel Tena al día siguiente por la tarde. Una tentación demasiado grande para resistirme a ella.

De modo que ni siquiera lo intenté.

* * *

El sábado, media hora antes de que comenzara el desfile, me presenté en el Recinto Ferial y estuve dando una vuelta por el exterior del pabellón donde se celebraba el Salón Internacional de Moda. En la parte trasera del recinto, justo en el extremo opuesto a la entrada principal, había una zona de carga y descarga donde permanecían aparcadas varias furgonetas y un par de camiones. La pequeña explanada estaba rodeada por una verja metálica con un portalón de entrada que permanecía abierto de par en par, aunque custodiado por un guarda de seguridad. Miré en derredor y advertí que, a unos veinte metros del portalón, pegado al bordillo de la acera, había un contenedor de escombros lleno de cartones y plásticos. Sonreí satisfecha: ése sería el medio que utilizaría para colarme en la zona reservada del pabellón.

Di la vuelta y regresé a la puerta principal. Aquella mañana, gracias a un amigo periodista, había conseguido una invitación, así que me presenté con ella en la entrada, donde me la canjearon por una tarjeta que ponía «invitado» con letras mayúsculas azules; supuestamente debía prenderla en la solapa de mi chaqueta, pero, en vez de ello, la guardé en un bolsillo y entré en el recinto. La zona central estaba ocupada por una larga pasarela elevada rodeada de sillas, la mayor parte de ellas ya ocupadas. Había una batería de focos colgando del techo y varias cámaras de televisión a izquierda y derecha. En los altavoces sonaba una vieja canción de Mecano.

Poco a poco, el público fue llenando el pabellón. Vi bastantes caras conocidas; a algunas les pude poner nombre y apellidos, pero otras sólo eran rostros fugazmente vistos en la tele. Alejándome del gentío, me situé en un rincón, a la izquierda de la pasarela, y aguardé. Finalmente, diez minutos más tarde de la hora prevista, se apagaron las luces, se encendieron los focos y el acto empezó. No presté mucha atención, lo reconozco; la mayor parte de los trajes que lucían las modelos eran perfectos para mujeres varios centímetros más altas y varios kilos más delgadas que yo, así que no me sentí involucrada. Era ropa para otras, no para mí. Aunque, eso sí, no perdí detalle de los fascinantes zapatos que calzaban las modelos.

Raquel Tena fue la séptima en desfilar. Apareció con un vestido verde, semitransparente, largo hasta los pies; recorrió la pasarela como una diosa distante, se detuvo, giró sobre sí misma, posó unos instantes, iluminada por el intermitente resplandor de los flashes, regresó sobre sus pasos y, tras repetirlo todo de nuevo, desapareció. Luego, a lo largo del acto, desfiló varias veces más luciendo distintos modelos. Era más bella aún al natural que en fotografía.

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