El juego de Caín (9 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

—De verdad, no te sientas obligado…

—No me siento obligado. Por favor, déjame demostrarte que no soy tan capullo como parecía ayer.

—Como quieras. ¿Quedamos a eso de las siete y media u ocho?

Dudó unos instantes.

—Vaya, me había olvidado —dijo en tono contrariado—. Hoy tengo que estar en la tienda hasta las nueve. Si quieres, puedes pasarte por allí. Aunque el local está a las afueras y a lo mejor te queda demasiado lejos.

—¿Dónde está? —pregunté.

—En Aravaca. ¿Conoces la zona?

—No muy bien, pero tengo un navegador. Sabré llegar.

—Fantástico. La tienda se llama Deportes Urgull y está…

Anoté la dirección, nos despedimos con un hasta luego y desconecté el móvil. Durante un buen rato me quedé con el teléfono en la mano y la mirada perdida en algún punto situado entre el monitor y la puerta; luego me di cuenta de que tenía una estúpida sonrisa instalada en los labios y me entraron ganas de darme de bofetadas. No seas cría, Carmen, me dije; concéntrate en el trabajo.

Aparté de mi mente a Óscar Mayoral y me puse a darle vueltas al asunto Mochedano. Lo cierto es que apenas sabía nada acerca del jugador, así que lo primero era averiguar todo lo posible sobre su vida. Y eso significaba comenzar por Colombia. Tras consultar por teléfono a unos cuantos colegas y amigos, obtuve el nombre y la dirección de un detective privado colombiano. Se llamaba Mario Gutiérrez y era el propietario de Servicio de Investigaciones Privadas Searching Ltd., una pequeña agencia ubicada en Bogotá. Me disponía a llamarle por teléfono cuando caí en la cuenta de que en Colombia debían de ser las cuatro o las cinco de la madrugada, así que pospuse la llamada hasta primera hora de la tarde.

Me atendió una secretaria de melodioso acento que, tras preguntarme amablemente quién era y qué quería, derivó la llamada a su jefe, el señor Gutiérrez. Al principio, cuando le expliqué lo que pretendía de él, Gutiérrez se mostró un tanto reticente. ¿Por qué deseaba investigar a Rubén Mochedano? ¿Para quién trabajaba yo? ¿Era periodista?… En realidad, no me extrañó su recelo; Mochedano era una de las glorias nacionales de Colombia y a nadie le gusta que un extranjero meta las narices en el honor patrio.

No obstante, todas sus reservas se disolvieron como un azucarillo en una taza de café caliente cuando mencioné la cantidad que estaba dispuesta a enviarle en concepto de adelanto por sus servicios. En cuanto realizó mentalmente la conversión de euros a dólares, Gutiérrez se transformó en mi más fiel y entregado colaborador, asegurándome que, nada más recibir el dinero, dedicaría las veinticuatro horas del día a averiguarlo todo sobre Rubén Mochedano y su familia.

Al mirar hacia el pasado, a veces descubrimos que hechos sin aparente importancia han tenido consecuencias catastróficas. Eso sucedió entonces. Cuando colgué el teléfono no lo sabía —ni siquiera podía sospecharlo—, pero aquella llamada en apariencia intrascendente acabaría conduciendo al asesinato del pobre Mario Gutiérrez.

Capítulo 6

Aravaca es un barrio residencial situado al noroeste de Madrid, al otro lado de la Casa de Campo. En realidad se trata de un pequeño pueblo que fue absorbido por la capital hace décadas y que ha acabado convirtiéndose en un desordenado archipiélago de urbanizaciones de lujo y chalets adosados. Al dirigirme hacia allí, me encontré con la Nacional VI absolutamente atascada por los miles de conductores que regresaban a sus hogares después del trabajo, así que llegué a Aravaca a las ocho y media pasadas, treinta y tantos minutos más tarde de lo que había previsto.

Deportes Urgull se encontraba en la plaza de Nuestra Señora del Buen Consejo, cerca del antiguo cuartel de la Guardia Civil. Era un local amplio, con grandes escaparates llenos de material deportivo. Al principio, cuando entré, no vi a nadie; luego escuché unas voces y advertí que Óscar Mayoral se encontraba al fondo del establecimiento, en la sección de calzado deportivo, junto a una cuarentona vestida como una veinteañera y un adolescente larguirucho que, a juzgar por el parecido con la mujer, debía de ser su hijo. Al verme, Óscar sonrió y se aproximó a mí.

—Ya pensaba que no venías —dijo—. Iba a llamarte, por si te habías perdido.

—El tráfico —me disculpé, devolviéndole la sonrisa—. La carretera estaba imposible.

—Como siempre a estas horas. Oye, ¿te importa esperar un momento? Atiendo a estos clientes y enseguida estoy contigo.

Madre e hijo acabaron comprando unas zapatillas Nike, tan escandalosamente caras, por cierto, como unos Roberto Cavalli de fiesta. Cuando se marcharon, Óscar regresó a mi lado y nos saludamos más formalmente con sendos besos en las mejillas, lo que sirvió para recordarme que, en efecto, las barbas descuidadas pican.

—Normalmente tengo dos dependientes —dijo Óscar—, pero uno se ha puesto enfermo y esta tarde le tocaba librar al otro, así que he tenido que sustituirle yo. —Consultó su reloj—. Ya casi son las nueve; voy a cerrar la tienda. Si te parece bien, charlamos aquí al lado tomando algo.

Quince minutos más tarde, los dos estábamos sentados a una mesa de un bar próximo a la tienda; él frente a una botella de agua mineral y yo ante un café negro solo sin azúcar. Éramos los únicos clientes del local.

—Bueno —dijo Óscar—, ¿qué quieres saber?

Dudé unos instantes; era tan ignorante en cuestiones de fútbol que ni siquiera sabía qué era lo que ignoraba.

—Te voy a confesar algo —dije—: Jamás he visto un partido de fútbol. De hecho, ni siquiera sé cómo se juega exactamente.

Óscar arqueó las cejas y se pasó una mano por la nuca.

—¿Conoces las reglas? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—No se puede tocar el balón con la mano, eso es todo lo que sé.

—Entonces —repuso él con amable resignación—, habrá que empezar por el principio…

Óscar dedicó los siguientes veinte minutos a describir con todo lujo de detalles el reglamento del fútbol, aunque la verdad es que invirtió la mayor parte del tiempo en explicarme lo que era el fuera de juego. Cuando terminó, dijo:

—¿Está claro?

—Clarísimo.

—¿Pero lo has entendido todo? —insistió.

—Sí.

—¿Lo del fuera de juego también?

—Sí.

—¿Seguro? Si quieres, te lo explico otra vez.

Me eché a reír.

—Lo he entendido perfectamente. No se puede pasar la pelota a un jugador que esté más allá del último defensa contrario.

—Pero sólo si la pasas hacia delante —puntualizó—; si es hacia atrás, sí que vale.

—Te juro que me he enterado a la primera. ¿Tan tonta parezco?

—No, qué va —repuso él sacudiendo la cabeza—. Es que el fuera de juego suele liar a la gente. El resto de las normas son muy sencillas. —Hizo una pausa y agregó—: No sé por dónde seguir, Carmen; el fútbol es un tema muy amplio. ¿Quieres saber algo en concreto?

—Hay una cosa que quería preguntarte —repuse, pensativa—: ¿Podrías saber qué clase de persona es un futbolista sólo viéndole jugar?

Óscar entrecerró los ojos.

—Curiosa pregunta —dijo—; nunca lo había pensado. —Desvió la mirada y, tras unos segundos de reflexión, concluyó—: Sí, supongo que pueden saberse bastantes cosas de una persona viendo cómo juega al fútbol.

—¿Conoces a Rubén Mochedano?

—Personalmente no, pero le he visto jugar.

—¿Y qué opinas de él?

Óscar apoyó los codos en la mesa y me miró con curiosidad.

—Ayer comentaste que trabajabas en un caso relacionado con el mundo del fútbol —dijo—. ¿Estás investigando a Mochedano?

Demoré unos instantes la respuesta.

—Rubén Mochedano tiene que ver con el caso —acepté—, pero no puedo contarte nada, lo siento.

—¿Secreto profesional? —preguntó.

—Secreto profesional —asentí.

—Comprendo. —Óscar se frotó el mentón (puede que a él también le picara la barba)—. Volviendo a tu pregunta, he visto jugar a Mochedano y sé que es un buen futbolista, pero no le he prestado demasiada atención. Al menos, no tanta como para poder responderte. ¿Es importante?

—Supongo que me ayudaría.

Pensativo, Óscar bebió un trago de agua.

—Quizá pueda hacer algo —dijo tras un largo silencio—; pero antes tengo que hablar con un amigo. ¿Puedes esperar hasta mañana?

—Claro.

—Entonces, mañana te contestaré. De seis a siete de la tarde voy a estar en el polideportivo Carlos Ruiz; si te pasas por allí, luego podemos acercarnos a mi casa y te enseñaré algo. ¿Te viene bien?

—Muy bien —asentí.

* * *

Al día siguiente, en la agencia, repasé los primeros informes que, con peculiar e imaginativa ortografía, había redactado el Gato. Según éstos, el día anterior Mochedano había salido de su casa a las ocho y media para dirigirse a la Ciudad Deportiva del Chamartín, donde pasó la mañana entrenando. Luego se reunió con Martin Müller, su representante, y comieron juntos en un restaurante del centro. Por la tarde, Müller y el jugador se dirigieron a Tapsa, la agencia de publicidad del club, y allí estuvieron un par de horas. Finalmente, a eso de las siete de la tarde, Mochedano regresó a su hogar y no volvió a salir. Todo aburridamente normal.

A media mañana, Violeta me llamó por teléfono.

—Tenemos un problema, querida —dijo—. Se trata de ese aparatito que Sebastián puso frente a la casa de Mochedano para interceptar las llamadas de móvil.

—¿No funciona?

—Sí que funciona, y demasiado bien: incluso capta las llamadas de los vecinos, lo que no deja de ser una lata. El problema es otro. Te acabo de mandar un correo electrónico con un archivo de sonido. Es una de las llamadas de móvil que hemos interceptado en la casa de nuestro querido futbolista. Escúchala.

Entré en Outlook, abrí el
e-mail
de Violeta y pinché en el archivo adjunto. Al instante apareció en el monitor la ventana de Windows Media y en los altavoces comenzó a sonar una desagradable sucesión de pitidos, chirridos y chasquidos.

—¿Qué es esto? —pregunté, bajando el volumen—. ¿Interferencias?

—Qué va, cielo; es una conversación telefónica encriptada.

—¿Cómo que encriptada?

—Sencillo, prima: le añades a tu móvil un pequeño chip y tus llamadas saldrán convertidas en ese ruido tan desagradable que estás escuchando; un ruido que sólo cobrará sentido si el teléfono que recibe la llamada tiene incorporado otro chip similar. Lo usan muchos famosos para evitar el espionaje de los periodistas.

—¿Y tú no puedes desencriptarlo? —pregunté.

—Bueno, teniendo en cuenta el algoritmo de cifrado que se ha empleado, sí que podría. El único problema es que, dada la potencia de computación de que dispongo, tardaría unos veinte años.

—No sé yo si el cliente va a tener tanta paciencia. ¿No puedes averiguar nada de esa llamada?

—Oh, sí, querida; he conseguido los números telefónicos del emisor y del receptor.

—Pero… —dije, porque siempre hay un pero.

—Pero son teléfonos de prepago. No hay contratos, ni nombres de los propietarios, ni nada de nada. En fin, un asco.

Aquella misma mañana me puse en contacto con Paco Buendía, ex policía y colaborador habitual de la agencia, para que investigara a Martin Müller, así como a Gabriel Bianchi y Marcelo Alcántara, fisioterapeuta y masajista, respectivamente, de Mochedano. Pasé el resto del día echándole una mano a Hermes con el trabajo atrasado y, a las seis en punto de la tarde, abandoné el despacho en dirección al polideportivo Carlos Ruiz. No había mucho tráfico, así que apenas tardé media hora en llegar.

El polideportivo se encontraba cerca de la estación de Pozuelo, en medio de un pequeño pinar situado frente a una zona urbanizada. Había un campo de fútbol de hierba artificial —en el que ahora se medían dos equipos de correosos adolescentes— y varias canchas de baloncesto, fútbol sala y tenis. Al fondo, detrás de las pistas cubiertas, distinguí un campo de fútbol más pequeño donde un grupo de niños de once o doce años, vestidos con uniformes negros y rojos, jugaban un partido. Junto a ellos estaba Óscar Mayoral, que, al verme, me saludó agitando una mano.

—¿Quiénes son esos niños? —pregunté cuando llegué a su altura.

—Mi equipo de fútbol —respondió—: Los Tigres de Pozuelo.

—¿Los entrenas?

—Sí, y son buenos; vamos los segundos en la liga a dos puntos del primero.

—¿En la liga juvenil?

Óscar se echó a reír.

—No, ni siquiera en la infantil —dijo—. Son alevines: hasta doce años como máximo. Jugamos en la liga de Pozuelo.

—El campo es muy pequeño, ¿no?

—Porque es fútbol siete; o sea, que sólo hay siete jugadores por equipo. Los campos son más o menos la mitad de uno normal.

—¿Qué están haciendo ahora? —pregunté mientras observaba las evoluciones de los niños.

—Juegan un partidillo de entrenamiento. Y, por cierto, se supone que yo soy el arbitro, así que discúlpame…

Me acodé en la baranda que rodeaba el terreno de juego y me quedé mirando el partido. Al fijarme bien, advertí que varios de los chavales —eran quince en total— tenían rasgos sudamericanos. También había un par de árabes y un negrito tan alto y fuerte que parecía el hermano mayor de todos los demás.

—Se llama Achidi y su familia procede de Camerún —me dijo Óscar; y agregó con un deje de orgullo—: Es muy bueno; si persevera, puede llegar lejos.

A Óscar se le daban bien los crios; los trataba de tú a tú, sin el menor rastro de condescendencia, bromeaba con ellos, los animaba y sabía imponer su autoridad sin mostrarse autoritario. A mí, quizá por tener una excesivamente nutrida tribu de sobrinos y primos pequeños, nunca me han interesado demasiado los niños; sin embargo, contemplar la bulliciosa camaradería que existía entre aquel hombretón y aquel puñado de muchachos… no sé, supongo que me enterneció de alguna manera.

Cuando acabó el partido, Óscar reunió a los jugadores en torno al banquillo y, señalándome con un ademán, les dijo:

—Os presento a una amiga. Se llama Carmen y es detective privado.

Quince asombradas miradas convergieron en mí.

—¡Qué guay! —exclamó uno de los niños—. ¿Tienes pistola?

Sonreí, un poco envarada quizá.

—No, no uso armas —dije.

Al instante, la expectación que había despertado se desvaneció como el vaho del aliento en una ventana. Al parecer, un detective privado femenino y desarmado carecía para ellos del menor interés. Y no les faltaba razón, supongo. Óscar habló unos minutos con los chavales, dándoles algunas instrucciones para el partido de liga que jugarían al día siguiente, se despidió de ellos, saludó a los padres que habían ido a buscar a sus hijos y se reunió conmigo.

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