Escasos minutos más tarde, el móvil sonó de nuevo.
—El Audi ha enfilado por la carretera de Burgos. —La voz de Paco apenas resultaba audible a causa del ruido de la moto y el viento—. Y va cagando leches el muy hijo puta.
—Se dirige a la casa de Mochedano —dije, poniéndome en pie—. Nos vemos ahora.
Corté la comunicación. Tenía que llegar allí lo antes posible y, muy a mi pesar, sólo se me ocurría una manera.
—Nos vamos —dije.
—¿A La Moraleja? —preguntó Félix, desperezándose.
—Y yo voy contigo —asentí.
—¿En la burra?
—En la burra. —Me volví hacia Ángel—. Si quieres, puedes ir con Delco —propuse.
—Sí, tío —terció Delco con una beatífica sonrisa de fumeta—; yo te llevo.
Ángel le devolvió la sonrisa y negó casi imperceptiblemente con la cabeza.
—Iré por mi cuenta, gracias —dijo—. ¿Dónde es?
Le di la dirección y salimos del bar. Mientras Ángel desaparecía calle arriba, Félix y Delco pusieron en marcha las motos. Luego, el Gato me entregó un casco y me invitó con un gesto a subir. Me puse el casco —que me venía demasiado grande—, monté a horcajadas detrás de Félix y le dije:
—Tenemos prisa.
Giró la cabeza.
—¿Quieres que le dé caña? —preguntó.
Suspiré.
—Exacto; dale caña.
Dado que Félix tenía puesto el casco, no pude ver su cara, pero estoy segura de que sonrió de oreja a oreja, como el gato de su apodo delante de un canario.
—Vale —dijo.
Y arrancó.
No guardo imágenes muy precisas del trayecto, porque nada más arrancar la moto me abracé a Félix como una lapa, cerré los ojos y no los volví a abrir hasta que llegamos. Todo lo que recuerdo fueron los diferentes grados de aceleración que experimentó mi trémulo cuerpo y una infinita sensación de vértigo. Baste decir que apenas tardamos siete minutos en recorrer los casi veinte kilómetros que nos separaban de La Moraleja.
Félix, prudentemente, aparcó a cierta distancia de la casa del jugador, en la calle paralela; Delco llegó casi al mismo tiempo. Me bajé de la moto con las piernas temblorosas y el corazón todavía agitado. Eran las doce y veinte; la zona estaba desierta, y las ventanas de los chalets que nos rodeaban, oscuras. Nos dirigimos al bosquecillo colindante con la urbanización y echamos a andar hacia la colina. Al poco, el resplandor de la luna me permitió distinguir una figura entre los árboles. Era Paco.
—¿Estás solo? —le pregunté cuando llegamos a su altura.
—Qué va —respondió señalando hacia lo alto del árbol que tenía al lado—: Ahí tienes a esos dos pirados.
Alcé la mirada y comprobé que, en efecto, Makoki y Resti estaban sentados en la rama de un pino; Makoki miraba hacia la mansión de Mochedano con ayuda de unos prismáticos.
—¿Qué hacéis ahí? —susurré.
Resti se descolgó de la rama y saltó al suelo.
—Nasnoches
—me saludó—. Es que desde ahí arriba se ve el salón del Mochedano.
—Ya. ¿Qué ha pasado?
—Poca cosa. Hace unos quince minutos ha llegado un Audi TT y ha aparcado en el jardín de la casa. —Señaló a Paco—. Y este
pringao
venía siguiéndole.
—Este
pringao
está hasta los huevos —dijo Paco—. Llevo todo el día de un lado para otro, joder. ¿Puedo irme ya?
—Sí, Paco, vete. Y gracias por todo.
Me señaló con un dedo.
—El doble —dijo—; no lo olvides.
Luego echó a andar en dirección a la zona urbanizada. Alcé la mirada hacia Makoki, que seguía encaramado a la rama mirando por los prismáticos, y le pregunté:
—¿Qué es tan interesante?
—El Moche, que tiene una bronca de cojones.
—¿Con quién?
—No sé; desde aquí sólo se ve un trozo de salón. Estará cabreado con el del Audi, supongo.
Di un paso atrás y examiné el árbol donde se hallaba Makoki. La rama debía de estar a unos tres metros del suelo; demasiado alta para poder alcanzarla por mis propios medios.
—Echadme una mano para subir ahí —dije.
Nunca, ni siquiera de niña, se me ha dado bien trepar a los árboles, así que hizo falta el esfuerzo conjunto de Félix, Delco y Resti para permitirme acceder a aquella maldita rama.
—Vaya, Carmen, estás mullidita… —comentó Félix mientras me empujaba con las dos manos plantadas en mi trasero.
—Olvida lo que estás tocando o te borro de mi lista de colaboradores —mascullé.
Finalmente, tras muchos esfuerzos, logré sentarme al lado de Makoki. La rama se bamboleaba demasiado alegremente para mi gusto.
—Toma, tía —dijo el motero tendiéndome los prismáticos.
Me los llevé a los ojos y miré hacia la casa. A través de la doble lente distinguí una ventana iluminada desde la que podía verse un sillón de cuero castaño y parte de una mesa, pero ni rastro de presencia humana. Aguardé unos segundos y, de pronto, entró en cuadro la figura de un hombre. Era Rubén Mochedano; agitaba los brazos y recorría la estancia a grandes zancadas mientras hablaba, mejor dicho, discutía con alguien a quien yo no podía ver. A juzgar por su expresión, estaba muy enfadado.
El jugador desapareció y unos instantes después volvió a aparecer, situándose justo en el centro del rectángulo que formaba el ventanal. Gesticulaba, muy alterado, y parecía gritarle a alguien situado fuera de mi campo de visión. De repente, la ira se desvaneció de su rostro, convirtiéndose en una mueca de sorpresa que, sin solución de continuidad, se transformó en alarma. Mochedano dio un paso atrás y alzó las manos en un gesto de defensa. Entreabrió los labios, pero no llegó a decir nada.
Porque entonces, algo invisible impactó contra él, impulsándole hacia atrás. Simultáneamente, un chorro de sangre brotó de su pecho; una fracción de segundo después, otro borbotón escarlata surgió de su cabeza. Dos estampidos consecutivos sonaron ahogados por la distancia.
El cuerpo de Mochedano se derrumbó, desapareciendo de mi vista.
Di un respingo y perdí el equilibrio. Por fortuna, Makoki me sujetó por los hombros, impidiendo que cayese.
—Cuidado, tía, que te escoñas.
—¿Eso han sido tiros? —preguntó Delco.
No respondí. Me agarré al tronco del árbol y encuadré de nuevo la ventana con los prismáticos, pero sólo se veía el sillón y la mesa. Al cabo de unos segundos, una figura apareció por el lado derecho del ventanal, para desaparecer un instante después; no llegué a distinguir quién era. Medio minuto más tarde, la luz del salón se apagó. Tragué saliva y le devolví los prismáticos a Makoki.
—Ayudadme a bajar —dije.
Los moteros, formando una especie de escalera humana, me condujeron sana y salva al suelo. Ángel, con las manos en los bolsillos y una sonrisa de niño en los labios, estaba allí, en la colina, mirándome con perturbadora inocencia.
—Hola, Carmen.
—Hola, Ángel…
Me quedé inmóvil, con los ojos extraviados en la negrura de la noche, atónita, incapaz de creer lo que había visto.
—Bueno, tía, ¿qué pasa? —preguntó Félix.
—¿Eso han sido tiros? —insistió Delco.
—Sí —respondí sin mirarle—. Han sido tiros.
—¿Cómo que tiros? —exclamó Félix.
—Alguien ha disparado contra Mochedano —dije.
—¡No me jodas! Venga, tía, no bromees con esas cosas, que yo soy del Chamartín.
—Pues para lo que hacía últimamente el Moche —terció Makoki—, poco importa que esté muerto.
—Eh, eh, chaval, un poco de respeto, que estamos hablando de un
crack
. —El Gato me miró con el ceño fruncido—. ¿Estás segura, Carmen? Esos petardazos pueden ser cosa de un carburador sucio.
—No lo digo por el ruido, Félix —le interrumpí—; he visto cómo le disparaban. Dos veces, una en el pecho y otra en la cabeza.
—Han sido disparos —intervino Ángel—. Sé cómo suenan. Probablemente una automática de nueve milímetros. Quizá una Browning.
—Qué fuerte… —musitó Delco.
—Pero ¿quién ha disparado? —preguntó Resti.
—No he podido verle —respondí.
Aunque estaba casi segura de saber quién era.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el Gato.
—Llamar a la policía. Vosotros podéis iros, menos tú, Félix. Te necesito aquí, pero cuando venga la policía te ocultas. Yo hablaré con ellos.
—Mejor. No me gusta la pasma.
—Yo también me quedo, Carmen —dijo Delco—. Esto es alucinante.
Me encogí de hombros. De pronto, advertí que las luces de la casita de los criados se encendían. Poco después, dos hombres y una mujer salieron al exterior, cruzaron a toda prisa el jardín y entraron en el edificio principal. Saqué el móvil y marqué el número de la policía, pero corté la comunicación antes de que sonara la señal de llamada. Había olvidado algo. Seleccioné el número de Emilio Santamaría en la agenda y oprimí la tecla verde.
—¿Se puede saber qué cojones has estado haciendo? —bramó la voz del ex policía en el auricular—. Llevo todo el puto día esperando a que me llames, joder.
—Estoy enfrente de la casa de Mochedano —dije.
—¿Y qué coño haces allí?
—Le han disparado.
—¿Qué…? ¿A quién han disparado?
—A Mochedano. Acabo de ver cómo disparaban contra él en el salón de su casa.
Se produjo un estupefacto silencio.
—Un momento, un momento… —La voz de Emilio adoptó un tono más templado y profesional—. ¿Dices que Mochedano está muerto?
—O gravemente herido —respondí.
—Pero… ¿quién le ha disparado?
—Lo ignoro, no he podido verle. Voy a llamar a la policía.
—No, espera —ordenó Emilio—. Yo salgo ahora mismo para allí. No hagas nada hasta que…
Corté la comunicación sin permitirle completar la frase y marqué el número de la policía.
Apenas tardaron diez minutos en llegar; un zeta con dos agentes uniformados y un coche patrulla sin distintivos, a bordo del cual iban otro par de polis, éstos de paisano. El jefe de todos era un joven subinspector llamado Rivera; le conté lo que había pasado y él se me quedó mirando con las cejas arqueadas y una expresión de incredulidad en el rostro.
—¿Se refiere a Rubén Mochedano, el jugador de fútbol? —preguntó.
—Sí, ésa es su casa.
—¿Y usted ha visto cómo le disparaban en una de las habitaciones?
Asentí. Rivera miró hacia el edificio.
—Desde aquí no puede verse el interior de la vivienda —señaló.
—Estaba en ese bosquecillo, subida a un árbol. Lo vi a través de unos prismáticos.
El policía me contempló como si estuviera loca, borracha, drogada o las tres cosas a la vez.
—¿Le importaría decirme qué hacía subida a un árbol, de noche y espiando una vivienda ajena?
Suspiré con cansancio. Ésa era la primera de una larga lista de preguntas difíciles de contestar.
—Soy detective privado —le informé—. Estoy trabajando en una investigación relacionada con el señor Mochedano.
Al instante, las facciones del policía se endurecieron.
—Permítame su documentación, señora —dijo en tono helado.
A muchos polis no les gustan los sabuesos de alquiler y, por lo visto, Rivera era uno de ellos. Tras entregarle el carné de identidad y la licencia, él los examinó durante un largísimo minuto, como si estuviera convencido de que ambos documentos eran falsos y buscara el menor detalle que avalara sus sospechas. Finalmente, me los devolvió a regañadientes y dijo:
—De acuerdo, señora, vamos a comprobar su denuncia. Espero que no sea una broma.
Nos aproximamos al portalón de entrada Rivera, su compañero, uno de los agentes uniformados y yo. Rivera se detuvo junto a la verja y oprimió el botón del intercomunicador; al cabo de un minuto, una voz de mujer con acento colombiano dijo por el altavoz:
—¿Qué desean?
Rivera mostró su placa a la cámara de vídeo que espiaba nuestros movimientos.
—Soy el subinspector Rivera —dijo—, de la Policía Judicial. ¿Le importaría abrirnos?
—Pero es muy tarde —protestó la mujer—. ¿No podrían volver por la mañana?
—Sólo la entretendré un momento, señora; se trata de una comprobación rutinaria.
Hubo un largo silencio. De pronto, el portalón comenzó a abrirse, deslizándose con un zumbido eléctrico sobre sus raíles.
—Adelante, pasen —dijo la mujer.
Cruzamos la verja y atravesamos el jardín siguiendo el sendero que conducía a la casa. Mientras caminábamos, advertí que a mi derecha, enfrente del garaje, estaba aparcado un Audi TT de color plata, con los cristales tintados. La criada, una mujer de mediana edad, bajita y un poco rechoncha, pero todavía guapa, nos aguardaba en la entrada principal.
—Buenas noches, señores —dijo con mansa deferencia—. Pasen, por favor.
Cruzamos la puerta y nos adentramos en un recibidor el doble de grande que mi salón. La mujer se detuvo en medio de la estancia y se quedó mirando expectante a Rivera.
—Disculpe que la molestemos a estas horas —dijo el policía—, pero, según un denunciante, se han producido disparos en esta casa.
—¿Disparos, señor? —preguntó la mujer con extrañeza.
—Hace media hora más o menos —asintió Rivera.
La criada hizo un gesto de perplejidad.
—No, señor —dijo—, aquí no hemos oído nada. Todo está tranquilo.
Rivera la miró a ella, me miró a mí y volvió a mirarla a ella.
—¿Está el señor Mochedano? —preguntó.
—Sí, señor… —respondió la mujer con un leve titubeo.
—¿Le importaría decirle que salga un momento?
La criada asintió y abandonó el recibidor por una puerta situada al fondo. Rivera se quedó mirándome con una ceja levantada; cambié el peso del cuerpo de un pie a otro y fingí interesarme en el cuadro abstracto que colgaba de una de las paredes. Un par de minutos más tarde, la criada regresó al recibidor.
Y, junto a ella, Rubén Mochedano.
Totalmente vivo, totalmente intacto, sin más agujeros en el cuerpo que los naturales y ni una gota de sangre en sus ropas. Abrí la boca, estupefacta, y exhalé una bocanada de aire. Rivera me dedicó la clase de mirada que los lobos reservan para los cervatillos.
Mochedano se detuvo en el centro del recibidor y nos contempló con un deje de desconcierto; al reconocerme, frunció levemente el ceño y entreabrió los labios, como si fuera a decirme algo; pero cambió de idea y se volvió hacia Rivera.
—¿Querían hablar conmigo? —preguntó.