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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (20 page)

Así que el alemán se había ocupado personalmente de recoger el dinero para pagar el chantaje. Eso sí que era estar al servicio de su representado.

A las dos y media, Gabriel trajo unos bocadillos y unas latas de cerveza y Coca-Cola. Comimos él, Hermes y yo en la agencia, esperando a que comenzara el juego. Pero el partido se demoraba.

El reloj que hacía tic-tac colgado en la pared de mi derecha —genuina copia de un Omega antiguo— marcó las cuatro.

Y luego las cuatro y media.

Y las cinco.

Las agujas iban cada vez más lentas.

Violeta estaba conectada por ordenador conmigo y con Delco, que permanecía de guardia en el interior del cibercafé.
«Me abuuuuuuuurro
», escribió mi prima en la pantalla del monitor.
«Pues yo ni te cuento, colega
», respondió Delco.
«No veas cómo tengo el culo de estar sentado aquí». «Búscate alguna página porno para pasar el rato
», propuso Violeta.
«¿Y qué te crees que he hecho, tía?
», replicó Delco.

Las seis.

Las seis y media.

Y a las siete menos diez sucedió. De pronto, el sonriente rostro de Violeta apareció en un recuadro de la pantalla al tiempo que su voz sonaba por los altavoces:

—¡Ya lo tenemos, acaba de entrar en su cuenta de Yahoo!

Simultáneamente, mi prima escribió un texto en el monitor: «EL PRIMO ESTÁ EN EL ORDENADOR 13».

Contuve el aliento. Hermes se aproximó y contempló la pantalla por encima de mi hombro. Treinta larguísimos segundos más tarde, Delco escribió:
«Le veo. Está dándole al teclado a toda leche
».

«¿Qué aspecto tiene?
», escribí.

«De pringao
», respondió Delco.

Supuse que ésa sería la descripción más detallada que iba a ofrecerme, así que no pregunté más. Cinco minutos después, Violeta dijo:

—Acaba de mandar el mensaje, Carmen. Te lo estoy reenviando.

«El tío se abre
», escribió Delco.
«Voy a avisar al Gato
».

Félix estaba en el exterior. Él y dos de sus colegas se ocuparían a partir de aquel momento de seguir al chantajista. Ahora sólo era cuestión de esperar.

Un ding-dong brotó del ordenador avisándome de que había llegado un correo electrónico. Era el mensaje del señor Sinimeg.

De:
[email protected]

Enviado el:
lunes, 3 de abril de 2006 18:24

Para:
[email protected]

Asunto:

El procedimiento será el mismo que la vez anterior. Utiliza el carro de los guardeses. Debes estar exactamente a las 20:00 en el número 18 de la calle Santa Engracia. Frente al portal verás un contenedor de basura. En su interior, debajo de unos ladrillos rotos, hay un periódico arrugado. Dentro encontrarás algo para ti. Cógelo y espera instrucciones.

Recuerda que debes venir solo y que te estaremos vigilando constantemente. El dinero, como en la otra ocasión, deberá ir en una bolsa de deporte. Si obedeces nuestras órdenes, ésta será la última vez que tengas noticias nuestras.

Descolgué el teléfono y llamé a Makoki, el motero que estaba al frente del grupo que vigilaba la casa de Mochedano, para decirle que la operación se había puesto en marcha e informarle del lugar a donde el jugador se dirigiría en breve. Acto seguido, telefoneé a los dos moteros que esperaban abajo y les pedí que se desplazaran inmediatamente a la calle Santa Engracia y vigilaran el contenedor que había frente al portal 18.

—Mochedano acaba de leer el mensaje —anunció Violeta por los altavoces.

Hermes y yo nos miramos en silencio y aguardamos. Cinco minutos más tarde, Félix telefoneó. Conecté el «manos libres».

—No te lo vas a creer, tía. —Su voz se mezclaba con el ruido de la calle—. Este capullo vive al lado del ciber.

—¿Dónde?

—En el primero derecha de María de Guzmán, 24.

—¿Cómo sabes el piso?

—Porque le he visto por la ventana, joder. Y sé más cosas, tía. Me he colado en el portal y le he echado un ojo a los buzones. El tío se llama Alejandro Cardoso Gómez.

Exhalé un suspiro.

—No vuelvas a entrar en el portal, Félix —dije—; podría verte y mosquearse. De todas formas, buen trabajo. Y ahora estad atentos, porque el tal Cardoso va a salir en cualquier momento. Lo más probable es que se dirija a la calle Santa Engracia.

Corté la comunicación y contemplé de nuevo a Hermes.

—Alejandro Cardoso… —murmuré—. ¿Quién demonios es Alejandro Cardoso?

Era una pregunta retórica, claro, pero Hermes respondió:

—Un loco. María de Guzmán es la paralela a Maudes; ¿cómo es posible que ese inepto mande mensajes de chantaje desde un cibercafé que está al lado de su casa? Además, empiezo a sospechar que el muy insensato actúa solo, en cuyo caso no sólo sería un loco, sino además un completo idiota. Como decía Chamfort, «las tres cuartas partes de las locuras no son más que necedades».

Hermes tenía razón; Cardoso se comportaba con una despreocupación que rayaba en la inconsciencia. Actuaba como si no tuviera nada que temer. ¿Por qué?

Cinco minutos más tarde, Alejandro Cardoso salió de casa, montó en su automóvil —un Ford Mondeo que se hallaba estacionado en un aparcamiento cercano— y partió rumbo a la calle Santa Engracia. Poco después, a bordo del Opel Astra de sus criados, Rubén Mochedano abandonaba su hogar en La Moraleja con idéntico destino.

* * *

Cardoso llegó a la calle Santa Engracia y aparcó el coche en doble fila a unos doscientos metros del contenedor. Diez minutos más tarde, a las ocho menos cinco, se presentó Mochedano. Estacionó en paralelo al contenedor, bajó del vehículo y comenzó a rebuscar entre los cascotes. Al poco, encontró el periódico arrugado y sacó algo de su interior: un teléfono móvil.

Un minuto más tarde, Cardoso telefoneó a Mochedano. Félix llevaba el interceptor de frecuencias que nos había proporcionado mi cuñado Sebastián, así que pudimos enterarnos de la breve conversación que mantuvieron. En realidad, sólo fue una orden: el chantajista le dijo al jugador que se dirigiera a la plaza del Marqués de Salamanca. Mochedano arrancó el Opel y partió hacia el lugar indicado. Unos segundos después, Cardoso comenzó a seguirle a mucha distancia.

Cuando Mochedano llegó a la plaza, Cardoso le telefoneó para ordenarle que se dirigiera al número 20 de la calle López de Hoyos, y cuando el jugador se presentó en López de Hoyos, el chantajista le mandó a la glorieta de Quevedo, y luego a Serrano, y después… En fin, pronto quedó claro que la táctica de Cardoso consistía en tener dando vueltas por Madrid a Mochedano; probablemente, hasta que se hiciera de noche. Al parecer, a la hora de cobrar, el chantajista sí que tomaba precauciones.

Pero unas precauciones muy aburridas. Después de tres cuartos de hora asistiendo vía telefónica a aquella especie de gincana, comencé a perder la concentración y mi mente se puso a divagar. Entonces se me ocurrió una idea, algo tan absurdo y estúpido que a punto estuve de dejarlo correr; pero me aburría, así que empuñé el ratón del ordenador, entré en Google, tecleé «alejandro cardoso gómez» y pulsé la tecla de búsqueda. Juro por lo más sagrado que no esperaba encontrar nada, pero lo encontré.

—Hermes… —dije con la mirada fija en el monitor.

—¿Sí, jefa?

—Cardoso tiene una página web. Hermes se giró hacia la pantalla y contempló la página electrónica donde acababa de entrar.

—Carajo… —musitó.

Ahí estaba, resumida, su vida y milagros. Alejandro Cardoso Gómez, nacido el 13 de marzo de 1970 en Santa Marta, Colombia, y nacionalizado español en 2001. Periodista y corresponsal deportivo de varios diarios hispanoamericanos. Había publicado dos libros. De poesía.

—¿Un poeta? —exclamó Hermes con las cejas arqueadas—. Esto es de locos.

La página web también incluía una foto, el retrato en blanco y negro de un hombre delgado, con grandes entradas y una nariz demasiado larga sobre la que cabalgaban unas gafas de lentes redondas estilo Harry Potter. En efecto, tenía pinta de pringado.

—Quizá sea otra persona con el mismo nombre —sugerí.

Pero no lo era. Cuando Félix llamó para informarnos sobre la nueva etapa de la gincana, le describí al personaje de la fotografía y el Gato me confirmó que se trataba de Cardoso. Y es que cuando crees que ya nada puede sorprenderte, de repente surge algo que te deja con la boca abierta. Estábamos persiguiendo a un chantajista poeta.

Finalmente, después de tener durante más de una hora a Mochedano dando vueltas y más vueltas por en medio del tráfico y las obras de Madrid, Cardoso rompió la pauta. Hasta entonces, había seguido al jugador desde lejos, pero a las nueve menos cuarto, cuando se encontraban por la zona oeste de la ciudad, llamó a Mochedano para ordenarle que se dirigiera a la carretera de El Pardo, mientras que él ponía rumbo a la M-40, la autovía de circunvalación.

Diez minutos más tarde, Cardoso telefoneó a Mochedano y le ordenó que diera la vuelta y regresara a la ciudad en dirección a Moncloa. Poco después, el chantajista poeta abandonó la autovía por una desviación que conducía a la M-30 y detuvo el coche en el arcén, justo debajo de un ramal elevado. Busqué en Internet un plano de la zona: la carretera que pasaba por encima de donde había aparcado Cardoso era precisamente la de El Pardo, por donde en aquel momento circulaba Mochedano. Sonreí; ya sabía cómo se iba a producir el intercambio del dinero: dejándolo caer.

Cardoso apagó las luces del coche y telefoneó al jugador. Le ordenó que se detuviera una vez superado el paso elevado y que, después de guardar el móvil junto con el dinero, tirara la bolsa por el costado derecho del puente.

Apenas tres minutos más tarde, Mochedano estacionó en el lugar indicado, bajó del vehículo con una bolsa de deporte negra y la arrojó por encima del guardacarril. Acto seguido, se puso de nuevo al volante y partió en dirección a Madrid. Diez metros más abajo, Cardoso recogió la bolsa, montó en su Mondeo, arrancó y enfiló la M-30 adelante. El reloj marcaba las nueve y veinte.

—Ya está —comentó Hermes, reclinándose en el asiento—. Se acabó.

—Aún no. Veamos adonde van.

A sus casas; fueron a sus respectivas casas. Mochedano se dirigió a La Moraleja y Cardoso, por increíble que parezca, condujo tranquilamente hasta María de Guzmán, estacionó en el aparcamiento y se encaminó a su piso cargando con la bolsa y los dos millones de euros que contenía.

—¿Qué hacemos ahora? —me preguntó Félix por el manos libres.

—Quedaos ahí vigilando —respondí—. ¿Tienes la cámara de vídeo a mano?

—No, la he empeñado… Es coña; le he hecho al Cardoso unas tomas tela de guays.

—Pues sigue rodando y graba a cualquiera que entre o salga de la casa. ¿De acuerdo?

—¡Señor, sí, señor!

Corté la comunicación y me quedé pensativa. Era el momento de llamar a Emilio Santamaría… pero no quería hacerlo, aún no. En el instante en que Emilio entrase en escena, yo haría mutis por el foro y jamás sabría qué estaba pasando, nunca me enteraría de por qué había muerto Mario Gutiérrez. Y eso no era justo. Tenía que averiguar la verdad, no por obstinación, ni por curiosidad, sino por Gutiérrez, para que su muerte no resultara en vano y yo pudiera expiar un poco mi culpa. Me giré hacia Hermes y le pregunté:

—¿Cómo contactas con Ángel?

—Tengo su número de móvil.

—Dime cuál es, por favor.

Hermes me dictó el número y lo marqué en el Motorola. Casi instantáneamente, la tenue voz de Ángel respondió:

—Hola, Carmen.

—Hola, Ángel. ¿Dónde estás?

—Cerca; recuerda que cuido de ti. ¿Necesitas algo?

—Que me hagas un favor, Ángel. ¿Puedes reunirte conmigo frente al número 24 de la calle María de Guzmán?

—Sí.

—Yo salgo para allí ahora mismo. ¿Te llevo?

—No, Carmen, gracias. Iré por mi cuenta.

Corté la comunicación y guardé el móvil en un bolsillo.

—¿Vas a ir a la casa de ese chantajista de pacotilla? —preguntó Hermes.

—Sí —repuse al tiempo que me ponía la chaqueta—. Necesito que te quedes aquí para seguir controlando las llamadas, Hermes. Si hubiera alguna novedad, telefonéame al móvil. ¿Vale?

—Vale; pero ¿para qué vas allí?

—Para charlar con Alejandro Cardoso —respondí mientras me dirigía a la puerta.

Capítulo 15

Eran las once menos veinte cuando llegué a María de Guzmán. No transitaba demasiada gente por la calle, aunque al ser viernes había bastante actividad en los bares y restaurantes de los alrededores. Dejé el Citroen en el aparcamiento y caminé hasta al número 24, una casa de cinco alturas tan normal y corriente como cualquier otra. Me detuve en la acera situada frente al edificio; las ventanas del primero derecha estaban oscuras, pero al fondo se distinguía el parpadeo de un televisor encendido. ¿Después de hacerse con dos millones de euros Cardoso lo celebraba viendo la tele? Qué tipo más raro.

Miré a izquierda y derecha; no se veía rastro de Félix y sus moteros, aunque en realidad eso era lo que se esperaba de ellos, que no se les viese. Pero estaban allí. Escuché un silbidito a mi izquierda y vi la cabeza del Gato asomando por la esquina. Me aproximé a él; Delco estaba a su lado, apoyado contra la pared, fumando un indolente cigarrillo.

—¿Qué haces aquí, tía? —preguntó Félix.

—He venido a echar un vistazo. ¿Sólo estáis vosotros dos?

—No; Lucas y Chupa vigilan desde la otra esquina.

—¿Cardoso sigue en casa?

—Si no, no estaríamos aquí, colega.

—Ya; una pregunta tonta, perdona. ¿Tienes la cámara a mano?

—Sí.

—Pues enséñame a Cardoso, anda.

Félix sacó del bolsillo de la cazadora una pequeña Sony digital, la conectó y comenzó a manipular los controles. Entonces advertí que el cigarrillo de Delco no olía a tabaco; mejor dicho, no olía
sólo
a tabaco.

—¿Te estás fumando un porro? —pregunté.

—Sí, tía —respondió Delco con una plácida sonrisa. Luego, tendiéndome el medio consumido pitillo, agregó—: ¿Quieres?

Negué con la cabeza. En ese momento, Félix encontró lo que buscaba y me mostró la diminuta pantalla de la cámara. En ella se veían imágenes de Alejandro Cardoso saliendo del portal y echando a andar calle arriba. Era, en efecto, el mismo individuo de la página web, un tipo menudo y algo desgarbado vestido con vaqueros, deportivas y una trenca gris (¡una trenca!). Parecía más un profesor universitario que un delincuente. De hecho, parecía cualquier cosa menos un delincuente.

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