El juego de Caín (19 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

—Violarme —le corregí.

—Ah, bueno, entonces me quitas un peso de encima. —Agitó una mano, como reprendiéndome—. No voy a consentir que vayas por ahí sin protección, y de todas las personas que conozco, Ángel es la que mejor puede protegerte.

Apoyé un hombro contra la nevera; cada vez estaba más cansada.

—Me pone los pelos de punta, Hermes —musité.

—Ángel te adora, Carmen. No está aquí por dinero; de hecho, se ha negado a cobrar ni un céntimo por cuidar de ti. Porque te aprecia; en serio, te aprecia mucho. Ya, ya sé que no está muy bien de la cabeza, y que es raro de narices, y también sé que tiene la mano muy suelta a la hora de matar, aunque, a fin de cuentas, es su trabajo; pero te es fiel como un perrito y hará lo que tú le digas. —Me acarició una mejilla—. Ya te han agredido una vez —dijo en tono paternal—; no quiero que vuelva a ocurrir. Recuerda lo que decía el gran Publio Siró: «El peligro llega más pronto cuando es despreciado». Así que mejor será que tomemos precauciones.

No tenía ni la más remota idea de quién era Publio Siró, pero aquel día había sido demasiado intenso para enfrentarme a esas horas de la madrugada con las frases de Hermes. De modo que claudiqué. Regresamos al salón, me puse mi maltrecha chaqueta y cogí el bolso.

—Me voy a casa —le dije a Ángel—; pero estoy bien, no hace falta que me acompañes. Por cierto, no te he dado las gracias por salvarme.

—Ha sido un placer, Carmen.

Carraspeé.

—Me ha dicho Hermes que te has ofrecido a ser mi… guardaespaldas.

—No quiero que te hagan daño.

—Pues te lo agradezco, Ángel, pero voy a pedirte algo: no vuelvas a matar a nadie.

—¿Nunca? —preguntó él con inocencia.

—Bueno, sí, mejor nunca; pero por lo menos no mates a nadie que esté relacionado conmigo. ¿De acuerdo?

Ángel me miró fijamente, con su sonrisa de niño ingenuo, sin parpadear. A decir verdad, creo que jamás le había visto mover los párpados; tenía mirada de pez.

—Lo intentaré, Carmen —respondió tras un silencio—. Pero a veces no queda más remedio que matar.

Capítulo 13

Dos días después, las muertes de Bruno y Tony aparecieron en la prensa; tan sólo un pequeño recuadro en la sección de sucesos donde se mencionaba el asesinato de dos conocidos delincuentes, motivado, según todos los indicios, por un ajuste de cuentas. Sentí una punzada de remordimiento cuando leí la reseña y me dije a mí misma que debería haber llamado a la policía, pero acto seguido comprendí que Ángel tenía razón cuando dijo que los maderos harían preguntas de difícil respuesta.

Al principio, creí que la agresión que había sufrido en el aparcamiento no me había afectado demasiado; a fin de cuentas, se supone que soy una chica dura, ¿no? Pero sí que me afectó. De hecho, durante dos noches consecutivas tuve pesadillas protagonizadas por Bruno y Tony, aunque lo que me aterrorizó de esos sueños no fueron aquellos dos chorizos, tan brutales como, en el fondo, patéticos, sino la frialdad asesina de Ángel. No obstante, reconozco que me tranquilizaba saber que el cuarto jinete del Apocalipsis cuidaba de mí. A fin de cuentas, era como tener a la Muerte de mi lado.

El miércoles, a primera hora, telefoneé a Félix (sí, volví a despertarle) y le pedí que destacara a alguno de sus colegas para que vigilase a Martin Müller. Ya no me cabía duda de que el representante de Mochedano estaba implicado de alguna manera y, teniendo en cuenta que había ordenado que me mataran, me pareció prudente tenerle controlado en todo momento.

El resto del día fue un gran vacío. Cuando le dije a Óscar que iba a estar muy ocupada con el caso Mochedano, no falté a la verdad, aunque lo cierto era que, en aquel momento, la mayor parte de mi trabajo consistía en estar en el despacho esperando a que sucediera algo. Cabía la posibilidad de que el chantajista mandara un nuevo mensaje antes del viernes, en cuyo caso yo debía estar localizable y preparada para dirigir el plan que habíamos organizado. Pero no sucedió nada. Hasta el jueves.

A primera hora de la mañana, nada más llegar a la agencia, me llamó Emilio Santamaría para decirme que quería estar presente cuando identificáramos al chantajista. Le contesté que en ese momento no podía hablar con él y que le llamaría más tarde. Era mentira; lo que no quería es que interfiriese en mi trabajo, sobre todo con Ángel rondando a mi alrededor. Volvió a llamar una hora más tarde y Gabriel, siguiendo mis instrucciones, le dijo que no estaba en el despacho. Entonces, Emilio comenzó a llamarme al Motorola, así que lo desconecté. Por eso tengo otro móvil cuyo número sólo conocen en la agencia: para no tener que contestar llamadas inoportunas. Lo malo fue que aquello me impidió responder a una llamada tristemente oportuna.

Para engañarme a mí misma con el espejismo de que estaba haciendo algo, me puse a repasar los informes sobre la actividad de Mochedano. El jugador seguía con su vida normal como si nada sucediese; entrenaba, cumplía con sus obligaciones y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su casa; todo de lo más cotidiano. De hecho, demasiado cotidiano. Entonces caí en la cuenta de que algo no encajaba: después de recibir el nuevo mensaje del chantajista, Mochedano no había ido a ningún banco para sacar el dinero exigido, no había recurrido a la policía, no había hecho nada… salvo hablar con Müller. ¿Por qué? ¿Qué significaba eso?

Salí de la agencia temprano, alrededor de la una y media, ya que antes de comer quería pasarme por Interlandia. El cibercafé se encontraba en la calle Maudes —una vía larga y más bien estrecha llena de tiendas y bares—, casi esquina con Alonso Cano, cerca de una taberna. Supuse que dentro estaría montando guardia alguno de los colegas del Gato, pero no entré para comprobarlo. A decir verdad, sólo quería echar un vistazo a la zona, más por sentirme ocupada que por otra cosa.

Comí en casa y regresé a la agencia a las cuatro. Nada más cruzar el umbral de la puerta, Gabriel me informó de que Emilio Santamaría había telefoneado cinco veces.

—Ha insistido en que le llame lo antes posible —dijo.

Negué con la cabeza.

—Sigo sin estar para él —respondí mientras me dirigía a mi despacho.

—También telefoneó don Mario Gutiérrez, de Investigaciones Privadas Searching Ltd.

—¿Cuándo?

—A las tres menos cuarto. Dijo que volvería a llamar más tarde.

Entré en el despacho y me acomodé frente al escritorio. Le eché una ojeada al correo electrónico; había una docena de
e-mails
, pero ninguno importante. Saqué el Motorola del bolso y lo conecté. Tenía varias llamadas perdidas y siete mensajes de voz; seis de Emilio Santamaría y uno de Mario Gutiérrez grabado a las 14:53 y emitido desde su móvil. Ignorando los mensajes del ex policía, seleccioné el del detective colombiano y lo activé. Tras un pitido, la grabación comenzó a sonar en el auricular. Primero, ruido de tráfico, bocinazos, voces lejanas; un segundo más tarde, la voz de Gutiérrez:

—Buenos días, señora Hidalgo. He llamado a su despacho y me han comunicado que había salido. Disculpe que la importune, pero tengo algo muy urgente que referirle. Por fin he conseguido uno de los documentos de Simón Mochedano. Es una fotocopia de su fe de bautismo y… En fin, señora, no se va a creer lo que he descubierto. Por favor, llámeme lo antes posible.

La grabación se interrumpió con un nuevo pitido. Seleccioné el número de Gutiérrez y pulsé el botón de llamada; la señal sonó intermitentemente durante un largo minuto y luego se cortó. Volví a intentarlo, con idénticos resultados, así que llamé a Gabriel y le pedí que telefoneara a Investigaciones Privadas Searching Ltd., el despacho de Gutiérrez. Un par de minutos más tarde, Gabriel me informó de que en la oficina del detective sólo respondía un contestador automático.

Emilio Santamaría telefoneó varias veces más durante la tarde, pero no respondí a ninguna de sus llamadas. Gutiérrez, por el contrario, no volvió a dar señales de vida. Cada media hora, Gabriel llamaba a su oficina, sin obtener más respuesta que el mensaje grabado en el contestador. Yo no tuve mejor suerte con su móvil.

Regresé a casa a las nueve y media. Como tantas otras noches al enfrentarme a la soledad de mi piso, me planteé la posibilidad de comprarme un gato, sólo por recordar qué se siente cuando alguien sale a recibirte. Pero no me gustan los gatos; la pobre Sigourney Weaver casi la palma en
Alien
por culpa de un maldito gato.

Me quité la chaqueta, los zapatos y me tumbé en el sofá. No había hecho nada en todo el día, pero estaba cansada. Cerré los ojos… y entonces el móvil comenzó a sonar. Pensé que era Emilio Santamaría, pero no: la llamada procedía del despacho de Gutiérrez. Me incorporé y cogí el Motorola a toda prisa.

—Dígame.

—¿Doña Carmen Hidalgo? —preguntó una temblorosa voz de mujer con acento colombiano.

—Soy yo.

—Perdone que la importune, señora; soy Gloria Toledano, la secretaria del señor Gutiérrez. He escuchado sus mensajes en el contestador y…

Se le estranguló la voz.

—¿Sucede algo? —pregunté, alarmada.

—Sí, señora, una desgracia. El señor Gutiérrez ha fallecido…

Sus palabras se transformaron en sollozos mientras una serpiente helada me recorría la espalda. Aguardé a que la mujer se calmara un poco y pregunté:

—¿Qué le ha ocurrido?

Oí cómo sorbía por la nariz.

—Un atropello, señora. Aquí mismo, delante de la oficina.

—¿Cómo ha sido? —musité.

—Esta mañana, como solía hacer, el señor Gutiérrez dejó su carro en el parqueadero que está frente a la oficina, y al cruzar… —Tragó saliva—. Al cruzar la calle, una Pick Up Chevrolet le embistió…

Un nuevo sollozo.

—¿Quién conducía el vehículo? —pregunté.

—El malnacido se dio a la fuga, señora. —La voz de la mujer se endureció—. Un testigo del atropello dice que era un hombre. Detuvo el carro, tanteó el cuerpo del pobre señor Gutiérrez y al comprobar que había muerto se fue a toda velocidad.

—¿Ese testigo tomó la matrícula?

—Sí, señora, pero eran placas falsas.

Placas falsas. Experimenté una intensa sensación de irrealidad, como si fuera espectadora de una representación teatral.

—¿A qué hora sucedió? —pregunté.

—A eso de las nueve y diez, señora.

Las tres y diez de la tarde según el horario español. Es decir, poco después de que Gutiérrez dejara un mensaje en mi buzón de voz.

—Disculpe que le pregunte esto ahora, Gloria —dije—, pero es muy importante. El señor Gutiérrez me llamó hoy para hablarme sobre un documento que acababa de encontrar, pero no pudo localizarme. ¿Le comentó algo a usted?

—No, señora. Ayer estaba muy contento, porque había ubicado algo que llevaba tiempo buscando, pero no me dijo qué era. —Hizo una breve pausa—. No sé si estará relacionado, señora, pero hoy, muy temprano, mi patrón tenía que reunirse con un policía amigo suyo en la Dirección Central de la avenida El Dorado. Precisamente de ahí venía cuando sucedió la desgracia…

La secretaria se echó a llorar de nuevo. Dediqué unos minutos a intentar consolarla; luego le expresé mis condolencias, me despedí y corté la comunicación. Durante largo rato permanecí con la mirada perdida y la mente en blanco, como si no pudiera, o no quisiera, asimilar aquella muerte. Entonces, de repente, el móvil sonó de nuevo. Era Emilio Santamaría.

—¿Se puede saber dónde cojones te habías metido? —bramó su voz en el auricular.

—Tenía cosas que hacer —respondí en tono neutro.

—Yo también tengo cosas que hacer, coño, pero contesto las llamadas. —Masculló algo ininteligible y prosiguió—: Bueno, vamos a ver; mañana quiero reunirme contigo a primera hora para que me cuentes cómo vas a cazar al hijoputa ese…

—No —le interrumpí.

—¿No? ¿Cómo que no?

—Según indicaciones expresas de tu jefe, mi trabajo acabará cuando localice e identifique al chantajista. En el momento en que eso suceda, te llamaré; pero lo que ocurra antes es asunto mío. Buenas noches, Emilio; estaremos en contacto.

—Pero…

No le di tiempo a protestar; corté la comunicación y apagué el móvil. Luego apoyé los codos en las rodillas y oculté la cara entre las manos.

Mario Gutiérrez no había sido víctima de un accidente, sino de un asesinato. Le habían matado por investigar lo que yo le pedí que investigara, y el conductor que lo atropello no se bajó del coche para comprobar el estado del herido, sino para apoderarse del documento que el detective había conseguido para mí.

Todo era culpa mía.

Capítulo 14

Lamenté más de lo que cabía esperar la muerte de Mario Gutiérrez, y no sólo porque me sintiera culpable de ella, sino porque apreciaba a ese hombrecillo inteligente y amable; aunque, a decir verdad, lo ignoraba todo sobre él. No sabía si estaba casado, si tenía hijos, dónde vivía, cuál era su edad, no sabía nada. Nuestras vidas se habían cruzado brevemente y luego la suya se truncó. Por mi culpa.

Pero no fui yo quien le mató, sino un conductor que se dio a la fuga en un Chevrolet con la matrícula falsa. ¿Quién era ese hombre? Probablemente, jamás lo sabría, pero estaba convencida de que se trataba de alguien relacionado con la familia Mochedano. Quizá alguno de los hijos de don Antonio, o puede que un sicario contratado por ellos; en el fondo daba igual, porque nunca se conocería su identidad. Entonces sentí rabia, una ira sorda y obstinada que nació poco a poco en mi interior y allí se quedó como un desagradable ruido de fondo. Y, finalmente, llegó el día D.

El viernes, desde primera hora de la mañana, todo estaba preparado para iniciar el último acto de la función. En Interlandia vigilaban cuatro colegas de Félix; uno dentro del local y tres en la calle. A Félix le había entregado el día anterior una de las cámaras de vídeo de la agencia, para que grabase al chantajista. Si es que aparecía. Otros cuatro moteros montaban guardia frente a la casa de Rubén Mochedano, uno seguía a Müller y, en un bar cercano a la agencia, había otros dos más a la espera de cubrir posibles contingencias. Violeta, desde su casa, controlaba los ordenadores del cibercafé. Todos estábamos conectados mediante móviles, salvo mi prima, que lo hacía por Internet.

Y todo eso sería inútil si el chantajista cambiaba sus hábitos y decidía enviar el mensaje desde otro lugar.

No sucedió nada hasta después del mediodía. A las doce y media, Paco, el motero que seguía a Müller, me llamó para informarme de que el representante del jugador, escoltado por sus gorilas, había acudido a una sucursal del Deutsche Bank. Tres cuartos de hora más tarde volvió a telefonear y me comunicó que, después de permanecer veinte minutos en el interior del banco, Müller y sus guardaespaldas —uno de los cuales cargaba ahora con una pesada bolsa de viaje— habían partido rumbo a la casa de Mochedano. Müller permaneció allí media hora y luego regresó a su piso del Paseo de la Castellana.

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