El juego de Caín (24 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

—¡La leche puta! —exclamó Félix—. No me jodas, eso es… es una mano…

En efecto, una mano surgía de entre los pliegues de la lona con los cinco dedos extendidos en un remedo de súplica, o quizá de despedida. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda y, al tiempo, una bulliciosa sensación de triunfo. Ahí estaba la prueba que necesitaba.

—Hay un fiambre ahí dentro —musitó Félix, anonadado—. Te cagas en las bragas. ¿Quién es?

—Mochedano.

—Pero si está vivo, joder, tú misma lo has dicho.

Sonreí con un punto de tristeza.

—Está vivo y muerto a la vez, como el gato de Schrödinger.

Félix soltó un bufido.

—Mira, tía, no tengo ni puta idea de quién es el gato de Suarcenaguer ese, pero como esto siga así, se me va a ir la pinza.

De pronto, el Motorola comenzó a sonar. Pensé que se trataba de Hermes; me había olvidado de él por completo y el pobre debía de estar harto de esperar en la oficina sin recibir noticias, pero no era Hermes, sino Emilio Santamaría.

—Acaba de regresar el Opel Astra a la casa —me informó—. Y hace cinco minutos ha llegado Müller.

—Un poco tarde para ir de visita —comenté.

—Sí, es raro… —La voz de Emilio vaciló, como si su escepticismo comenzara a resquebrajarse—. ¿Dónde estás?

—En una casa derruida, a unos veinticinco o treinta kilómetros de La Moraleja. Aquí es donde han venido los criados de Mochedano para deshacerse del cadáver.

El suspiro de Emilio sonó como un soplido en el auricular.

—¿Has visto algún cadáver? —preguntó con cansancio.

—Sí, en el fondo de un pozo seco. Aunque, para ser precisos, sólo he visto una mano, porque el resto del cuerpo está oculto por una lona.

Hubo un largo silencio.

—¿Estás segura? —preguntó.

—Lo he grabado en vídeo.

Otro silencio.

—¿Cuándo vas a volver aquí?

—Ahora. Y cuando llegue, llamaré a la policía, Emilio.

—Escucha: no hagas nada hasta que yo vea esa grabación. No tengo ni puta idea de lo que está pasando, pero te recuerdo que hay muchas cosas en juego, y no sólo el prestigio del Club, sino también intereses económicos muy…

Corté la comunicación; empezaba a estar harta de Emilio Santamaría.

—Volvemos a La Moraleja —le dije a Félix mientras echaba a andar hacia la moto.

—¿Y el muerto? —preguntó, señalando hacia el pozo.

—No creo que se mueva de ahí —respondí.

* * *

Sentado en el tocón de un árbol, en la cima de la colina que utilizábamos como atalaya para vigilar la casa de Mochedano, Emilio Santamaría examinó varias veces la grabación del interior del pozo antes de reconocer lo evidente.

—Sí, parece una mano.

—Es una mano, Emilio —puntualicé—. La mano de la persona a la que esta noche han matado en esa casa.

—¿Y quién es?

—Eso lo hablaremos cuando llegue la policía. —Saqué el móvil del bolso—. Ya has visto la grabación; voy a llamar.

—Un momento —me contuvo, incorporándose—. Vázquez está viniendo hacia aquí.

Consulté el reloj: eran casi las cuatro de la madrugada.

—¿A estas horas?

—Le he llamado por teléfono. Y no le ha gustado nada lo que le he contado. Me ha pedido que te recuerde que le diste tu palabra de no hablar con la policía sin hacerlo antes con él.

—Cuando me comprometí a eso no sabía que iba a haber asesinatos de por medio —repliqué—. Voy a llamar.

Comencé a marcar el uno-uno-dos, pero Emilio me interrumpió poniendo una de sus manazas sobre el teclado.

—Vale, Carmen, te voy a decir lo que va a pasar. Vendrá la policía y yo les diré que estás como una puta cabra y que esta misma noche ya has hecho una denuncia falsa. Lo comprobarán y te llevarán detenida a comisaría.

Aparté el teléfono de su mano.

—Y yo montaré tal escándalo asegurando que hay un cadáver oculto en un pozo que tarde o temprano irán a comprobarlo.

—Quizá, pero ni tú ni yo queremos llegar a eso. Sólo pretendo que esperes a Vázquez y hables con él. Luego haz lo que te salga de los ovarios. ¿Es mucho pedir?

Contuve el aliento y apreté los puños. Emilio tenía razón en algo: si se lo proponía, podía complicarme enormemente las cosas con la policía. Resoplé y guardé el móvil en el bolso.

—De acuerdo —dije entre dientes—. Esperaré a Vázquez.

Con la ira hirviéndome en el estómago, me alejé de Emilio unos pasos y volví la mirada hacia la casa. Las luces seguían encendidas, iluminando la reunión entre dos homicidas; Müller, el hombre que había hecho asesinar a Cardoso y había pagado para que me mataran a mí, y Mochedano, que aquella noche había cometido el peor de los pecados.

—¿Estás bien, Carmen? —preguntó una voz de niño.

Volví la cabeza y vi a Ángel a mi lado, mirándome con inocencia. No le había oído aproximarse, pero es que el pálido asesino parecía no hacer el menor ruido al caminar, como si flotara un centímetro por encima del suelo.

—No, no estoy bien, Ángel —respondí—. Estoy cabreada.

—¿Por qué?

—Porque ahí se está celebrando una bonita reunión de asesinos y de momento no puedo hacer nada, porque ha muerto demasiada gente por mi culpa, porque me gustaría entrar en esa casa y… —Tragué saliva—. No importa, Ángel; ya se me pasará.

Volví la cabeza y vi a Emilio hablando con Félix; un poco más allá, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra un árbol, Delco le daba taciturnas caladas a un canuto. Emilio se apartó del Gato y caminó hasta detenerse en el extremo de la colina más alejado de nosotros; luego sacó el móvil y, tras marcar un número, se puso a hablar en voz baja. Estaba demasiado lejos para oír lo que decía, así que comencé a pasear de un lado a otro, aguardando impaciente la llegada del Gran Hombre.

Finalmente, media hora más tarde, Ignacio Vázquez se presentó en la urbanización y, por cierto, de forma muy poco discreta. Llegó a bordo de su lujoso Mercedes, aparcó en doble fila delante de la casa de Mochedano, salió del vehículo y comenzó a mirar a su alrededor con los brazos en jarras. Sólo le faltó tocar el claxon para anunciar su llegada. Instantáneamente, Emilio corrió a recibir a su amo; yo le seguí andando despacio. Félix y Delco se quedaron en la colina.

Aunque, dada la hora que era, evidentemente Vázquez acababa de salir de la cama, su apariencia era impecable. Traje gris plomo, camisa azul, corbata de seda rosa y unos resplandecientes mocasines; perfecto el afeitado, intachable el peinado y una nube de Loewe pour Homme envolviéndole como el aura de un místico posmoderno. La verdad es que tenía mérito ofrecer ese aspecto a las cuatro y media de la madrugada.

—Buenas noches, señora Hidalgo —me saludó con su habitual frialdad—. Tengo entendido que, durante las últimas horas, se han producido algunos incidentes desagradables en el transcurso de su investigación.

—Si al asesinato lo llamamos
incidente desagradable
, sí.

—Asesinato… —Vázquez pronunció la palabra como si estuviera masticando un huevo podrido—. Quizá lo primero que debería hacer, señora Hidalgo, es contarme su versión de lo que ha sucedido.

Inspiré profundamente; sí, era el momento de contarlo todo, lo que sospechaba, lo que sabía y lo que aún ignoraba. Abrí la boca y, cuando me disponía a iniciar un largo discurso, mi móvil se puso a sonar. Lo saqué del bolso; en la pantallita aparecía un nombre: Ángel. Entonces me di cuenta de que desde hacía un buen rato no veía al pálido jinete.

—Hola, Carmen —dijo la aniñada voz en el auricular.

—¿Dónde estás, Ángel? —pregunté.

—En la casa.

—¿En qué casa?

—En la de Rubén Mochedano.

—¡¿Qué?! —Me atraganté y tosí un par de veces—. ¿Dentro de la casa?

—Sí.

—Pero… ¿qué haces ahí?

—Tú dijiste que querías entrar —respondió con absoluto candor, como si irrumpir en las viviendas ajenas fuese lo más natural del mundo—. Pues adelante, ya puedes hacerlo.

La comunicación se interrumpió y, simultáneamente, el portalón de entrada comenzó a abrirse. Durante unos instantes me quedé mirando hacia el edificio, incapaz de reaccionar.

—¿Qué sucede, señora Hidalgo? —preguntó Vázquez.

—Pues… —Me encogí de hombros—. Creo que será mejor que entremos.

Capítulo 19

La entrada principal estaba abierta. La cruzamos, atravesamos el recibidor y abrimos la puerta que estaba al fondo. Daba al salón, una enorme estancia de sesenta o setenta metros cuadrados amueblada con todo lujo bajo la dirección de algún decorador profesional. Pero no fue el fasto de aquel salón lo que me hizo contener el aliento, sino la escena que en él tenía lugar. Hernández y Fernández, los guardaespaldas de Müller, estaban en un rincón, sentados en sendas sillas, amordazados y con las manos atadas a la espalda mediante esposas de plástico. A la derecha del salón, acomodados en un sofá de cuero, se hallaban Müller y Mochedano, tan serios como si asistieran a un funeral (imagen esta, por cierto, muy apropiada para la ocasión). Y en el centro, dominándolo todo, Ángel permanecía en pie con su pistola provista de silenciador en una mano. Sonreía, feliz como un
boy scout
después de realizar su buena acción del día. Al ver entrar a Vázquez, Müller se puso en pie y exclamó indignado:

—¿Está implicado en este atropello, Ignacio? ¿Trabaja este rufián para usted?

Vázquez contempló a Ángel con ojos perplejos y negó con la cabeza.

—No sé quién es —murmuró.

—Trabaja para mí —dije, adelantándome un paso.

Müller me dirigió una mirada capaz de fundir el amianto.

—Usted… —musitó entrecerrando los ojos—. Así que es usted responsable de que este matón haya irrumpido en esta casa para secuestrarnos a punta de pistola.

Todas las miradas, en particular la de Vázquez, convergieron en mí.

—Dicho así, suena mal —comenté—; pero sí, supongo que soy la responsable.

Müller encajó la mandíbula y comenzó a ponerse rojo.

—¡Esto lo va a pagar, señora Hidalgo! —exclamó, furioso—. ¡Voy a denunciarla! ¡Me ocuparé personalmente de que la encarcelen y…!

La sien derecha comenzó a latirme.

—¡Cállese, gilipollas! —grité.

Müller abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Pero cómo se atreve…! —comenzó a decir.

—Ha dicho que te calles —susurró Ángel.

El alemán cerró instantáneamente la boca y adoptó una actitud de dignidad ofendida. Vázquez me contempló con incredulidad.

—Señora Hidalgo, ¿no le parece que me debe una explicación?

Miré a mi alrededor y experimenté una profunda sensación de irrealidad. De pronto, me sentí como un personaje de Agatha Christie —Hércules Poirot o Mrs. Marple—, cuando al final de la novela se reúnen todos los sospechosos y el detective resuelve el misterio. El único problema era que yo aún no había resuelto el misterio; al menos, no del todo.

—Muy bien —acepté—: Hablemos. Pero esto va a ser largo, así que más vale que nos sentemos.

De pronto, Ángel se volvió hacia Emilio y le dijo con voz suave:

—Sería mejor que no intentaras coger el arma que llevas bajo la chaqueta. Tendría que dispararte y Carmen se enfadaría conmigo, así que, por favor, deja la pistola sobre esa mesa.

Emilio apartó lentamente la mano que estaba a punto de introducir bajo su americana y le dirigió una interrogadora mirada a Vázquez; éste asintió con un apenas perceptible cabeceo y el ex policía, muy lentamente, sacó su pistola y la dejó sobre el velador que tenía al lado. Luego, en medio de un ambiente tan tenso como los muelles de la cama de un luchador de sumo, nos acomodamos en torno a la mesa central.

—¿Le importaría decirle a su empleado que guarde el arma? —me pidió Vázquez con abierto tono de censura.

Asentí. Ángel ocultó la pistola bajo el abrigo, pero sin dejar de empuñarla.

—Dígale que libere a mis hombres —exigió Müller. Ángel esbozó una tímida sonrisa de disculpa y movió la cabeza de un lado a otro.

—Eso no —dijo.

Se produjo un largo silencio. Müller me contemplaba con una expresión de cólera contenida instalada en el rostro; a su lado, Mochedano permanecía inmóvil, con la mirada perdida, aparentemente ajeno a la tragicomedia que se estaba desarrollando a su alrededor. Vázquez, sentado a mi izquierda, me miraba inexpresivo y, un poco más allá, Emilio no le quitaba la vista de encima a Ángel. Hernández y Fernández, al estar atados y amordazados, se limitaban a ser meros figurantes de la función.

—Estoy esperando, señora Hidalgo —dijo Vázquez.

Respiré profundamente; ¿por dónde empezar? No por el principio, desde luego, porque eso aún lo desconocía, pero sí por
mi
principio.

—Hace un mes —dije—, usted me encargó investigar un sospechoso movimiento de dinero en la cuenta bancaria de Rubén Mochedano. En concreto, quinientos mil euros que, como descubrí más tarde, estaban destinados a pagar un chantaje. Para indagar sobre el pasado del jugador, entré en contacto con Mario Gutiérrez, un detective colombiano, y le pedí que investigara a la familia Mochedano. Días después, Gutiérrez me informó de que Rubén Mochedano tenía un hermano, llamado Simón, que desde muy joven trabajaba para el narcotráfico. También me contó que hace diez años, cuando apenas era un adolescente, Simón Mochedano puso una bomba en un edificio gubernamental, provocando una carnicería en la que murieron, entre otros muchos, dos agentes norteamericanos de la DEA. Así que Simón se convirtió en uno de los hombres más perseguidos de Colombia; aunque, según la versión oficial, fue abatido por fuerzas del ejército un año después. Pero Gutiérrez no se creía esa historia, porque el supuesto cadáver nunca apareció y porque, al investigar a Simón, descubrió que todos sus documentos oficiales se habían esfumado. Era como si alguien intentara borrar cualquier rastro de su existencia. —Me pasé la lengua por los labios y proseguí—: Viajé a Colombia y me entrevisté con los familiares del jugador. Fueron muy amables, hasta que mencioné a Simón; entonces casi nos matan a Gutiérrez y a mí. Eso me convenció de que Simón seguía estando vivo y de que su familia, en particular su hermano Rubén, le ayudaban a ocultarse.

—¿Y ésa era la causa de la extorsión? —preguntó Vázquez—. ¿El chantajista amenazaba con revelar que el hermano estaba vivo y que Rubén le protegía?

—Eso pensé al principio, pero algo no encajaba. El chantajista amenazaba con destruir la carrera deportiva de Rubén, y la simple revelación de que su hermano vivía no era suficiente. Tenía que haber algo más. —Hice una pausa—. Hace pocos días, Gutiérrez me dejó un mensaje anunciándome que había conseguido una copia de la fe de bautismo de Simón Mochedano y que había encontrado en ella algo sorprendente. Poco después, antes de que yo pudiera hablar con él, mataron a Gutiérrez y le robaron el documento. Supongo que fueron los familiares de Mochedano, pero no lo sé a ciencia cierta. En cualquier caso, la pregunta es: ¿qué puede haber de comprometedor en una fe de bautismo? Y sólo he encontrado una respuesta: la fecha de nacimiento.

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