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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (25 page)

Vázquez entrecerró los ojos.

—¿Qué sucede con la fecha de nacimiento? —preguntó.

Estaba cansada; tanto, que ni siquiera hice la pausa melodramática que exigía la situación.

—Es la misma que la de su hermano —respondí—. Rubén y Simón nacieron el mismo día; son gemelos.

Se produjo un atónito silencio, esta vez sí, bastante melodramático.

—¿Quiere decir…? —musitó Vázquez, cuyos vigorosos engranajes cerebrales comenzaban, sin duda, a atar cabos a toda velocidad.

—Quiero decir —le interrumpí— que cuando usted contrató a Rubén Mochedano consiguió dos jugadores por el precio de uno. Los hermanos se alternaban para jugar en el equipo; la mayor parte de las veces, según parece, un tiempo uno y otro tiempo el otro. El cambio se producía durante el descanso, cuando supuestamente Rubén iba a rezar a una habitación aparte.

—¿Y cómo entraba el otro hermano en el estadio? —preguntó Emilio con expresión de incredulidad.

—Con Müller —respondí—. Supongo que vestido como uno de los guardaespaldas. Si te fijas, tienen la misma altura y la misma complexión, incluso el mismo peinado. Para completar el disfraz bastarían unas gafas oscuras y un bigote postizo.

Müller masculló algo en alemán y luego dijo con desdén:

—Es absurdo; esta mujer no dice más que disparates.

—No, no es absurdo —repliqué—. De hecho, lo explica todo. Explica por qué Mochedano es un futbolista inconstante que parece jugar de dos formas distintas en cada partido. Explica también sus súbitos cambios de personalidad, el hecho de que unas veces sea tímido y tranquilo, y otras muy violento. Y explica, sobre todo, los motivos del chantaje.

—Un momento —me interrumpió Vázquez—. Usted ha dicho que ese tal Simón trabajaba para el narcotráfico desde su juventud. Entonces, ¿cómo es posible que fuera capaz de jugar al fútbol a nivel profesional?

—Eso todavía no lo sé —reconocí—. Pero la historia no ha terminado. El chantajista se llamaba Alejandro Cardoso, luego hablaremos de él. La primera vez, Cardoso exigió medio millón de euros e insistió en que Rubén no le dijera nada a nadie, en particular a su representante. Y Rubén obedeció. Pero la segunda vez, el precio ascendió a dos millones. Demasiado dinero; tanto, que Rubén se lo contó todo a Müller. Y entonces Müller tomó las riendas del asunto. La entrega del dinero se realizó la pasada tarde tal y como estaba previsto; pero supongo que entre los billetes había oculto un localizador electrónico, porque poco después de que Cardoso regresara a su casa con el dinero, aparecieron los aquí presentes guardaespaldas de Müller, maniataron a Cardoso, le torturaron para hacerle hablar y lo mataron.

—¡Eso es mentira! —restalló Müller.

—¿No le gusta esa versión? —ironicé—. De acuerdo, le contaré otra. Aparecieron sus guardaespaldas, charlaron amigablemente con Cardoso, recuperaron entre bromas el dinero y se despidieron con palmaditas en la espalda. Luego, accidentalmente, Cardoso se rebanó la yugular mientras se afeitaba. ¿Eso está mejor? Porque en el fondo da igual; lo importante es lo que confesó Cardoso. —Tenía la boca seca, pero no me pareció ni el momento ni la situación oportuna para pedir un vaso de agua, así que proseguí—: Alejandro Cardoso no era un delincuente; había nacido en Colombia, en Santa Marta, no muy lejos, por cierto, del pueblo natal de los hermanos Mochedano, y era un simple periodista que también escribía poesía. Sin embargo, ese hombrecillo que jamás había cometido un delito, planeó y llevó a cabo un chantaje de dos millones y medio de euros. Parece increíble, ¿verdad…? Porque es increíble. De hecho, había algo muy raro en el asunto; incluso teniendo en cuenta que era un aficionado, Cardoso actuaba con demasiado descuido, sin tomar apenas precauciones. Era como si estuviese seguro de que nadie le iba a perseguir, como si creyese conocer todo lo que hacía Rubén. Y así era; Cardoso tenía un socio que le informaba de todo, un socio que creía tener controlada la situación: Simón Mochedano.

—¿Simón ayudaba al hombre que chantajeaba a su hermano? —preguntó Vázquez, cada vez más alucinado.

—Mucho más que eso. Simón era quien había organizado el chantaje y Cardoso sólo un hombre de paja.

—Pero… ¿por qué?

—Por muchas razones. De entrada, Rubén lo tenía todo, el dinero, la vida pública, la fama, y Simón nada; ni siquiera una identidad propia. Además, había una mujer de por medio: Raquel Tena.

Por primera vez desde que habíamos entrado en la casa, Mochedano dio muestras de estar prestando atención a lo que sucedía a su alrededor. Cuando mencioné a Raquel, sus ojos abandonaron el infinito en que hasta entonces se habían cobijado y me dirigieron una extraña mirada donde se mezclaban dolor, desconcierto y rabia. Pero siguió sin abrir la boca.

—Cuando los guardaespaldas le comunicaron a su jefe lo que les había revelado Cardoso —proseguí—, Müller se dirigió al chalet de Arturo Soria donde se ocultaba Simón y supongo que tuvo una animada charla con él. Luego, después de que Müller se marchara, Simón se dirigió como un rayo aquí, a la casa de su hermano, y mantuvo una violenta disputa con él. Finalmente, uno de los hermanos disparó contra el otro y lo mató. Luego, los criados se llevaron el cuerpo para deshacerse de él, y poco después Mochedano telefoneó a Müller para contarle lo que había pasado.

Crucé los brazos y me recliné en el sillón donde estaba sentada, dando a entender que ya había concluido mi exposición. La verdad es que la mitad de lo que había dicho no eran más que suposiciones, pero, a mi modo de ver, unas suposiciones condenadamente buenas. Vázquez se ajustó las gafas y, tras reflexionar unos instantes, dijo:

—Es la historia más increíble que he oído en mi vida. Tan increíble, que empiezo a temer que sea cierta.

—¡Por favor! —exclamó Müller, dando un indignado palmetazo sobre el brazo del sofá—. ¡Todo es mentira! ¡No son más que conjeturas sin la menor prueba que las sostenga!

—Se equivoca —repliqué—; hay una prueba y no precisamente pequeña. En realidad, la historia que acabo de contar tiene una pequeña prolongación. Después de matar a su hermano, Mochedano debió de asustarse mucho; no creo que fuera un crimen premeditado, sino pasional, así que no tenía preparado ningún plan para después. Entonces, de repente, aparece la policía, que yo misma había llamado, y Mochedano, aunque logra salir del aprieto y la policía se va, pierde los nervios. No quiere que el cadáver de su hermano esté ni un minuto más en la casa, de modo que le ordena a sus sirvientes que se deshagan del cuerpo. Los criados envuelven el cadáver en una lona y lo llevan a una casa abandonada, donde lo arrojan al interior de un pozo. Lo que ignoraban es que uno de mis colaboradores y yo les habíamos seguido. Así pues, sé perfectamente dónde está el cadáver. —Saqué el Motorola y se lo mostré al alemán—. ¿Quiere pruebas? Para conseguirlas no tengo más que marcar el número de la policía.

Müller encajó la mandíbula al tiempo que su rostro se ensombrecía. Vázquez alzó las manos, como separando a dos boxeadores trabados, y me dijo:

—Un momento, señora Hidalgo, no nos precipitemos. —Luego, volviéndose hacia Müller, prosiguió—: Martin, escúcheme: en toda negociación llega un momento en el que hay que poner las cartas sobre la mesa, y creo que ese momento ya ha llegado. Si la señora Hidalgo está en lo cierto, lo más conveniente es que nos sinceremos. Como comprenderá, lo único que pretendo es ayudarles, a Rubén y a usted, pero para ello necesito saber la verdad.

¿Negociación?, pensé; ¿quién había hablado de negociar nada? Müller mantuvo unos segundos los ojos fijos en Vázquez; luego, como si estuviera evaluando una jugada de póquer, me miró a mí, miró de soslayo a Mochedano, respiró profundamente y se reclinó contra el respaldo del sofá.

—De acuerdo —dijo, al tiempo que cruzaba la pierna izquierda sobre la derecha—. En líneas generales, lo que ha contado esta mujer es cierto.

Capítulo 20

A partir de ese momento, Müller cambió la actitud de dignidad ofendida que había mantenido hasta entonces por otra de distante, aunque entregada, colaboración. Tanto es así que, atendiendo a una sugerencia de Vázquez, no mostró el menor reparo en completar los huecos de mi recién confirmada teoría.

Según nos contó, todo había comenzado diez años atrás, cuando, después de convertirse en el representante de Mochedano, se trasladó con él a Buenos Aires. Allí, el futbolista, por aquel entonces un adolescente de dieciséis años, inició su carrera profesional jugando en las categorías inferiores del River Plate; y todo iba bien, paso a paso, la lenta pero segura ascensión de una joven promesa del fútbol, hasta que un año más tarde Rubén enfermó. Síndrome de Guillain-Barré, una afección neurológica que al principio se manifestó como una simple sensación de debilidad en las piernas, pero que poco después le obligaba a caminar con bastón. La enfermedad tenía cura, pero la rehabilitación podía demorarse más de un año; toda una eternidad para un jugador de fútbol, un bache que podía retrasar, o incluso arruinar, su incipiente carrera deportiva. Entonces sucedió un milagro; o lo que en aquel momento pareció un milagro, la solución inesperada.

De repente, Simón apareció en Buenos Aires. Tras el atentado cometido meses atrás, se había convertido en uno de los hombres más perseguidos del mundo. Le acosaba la policía, los norteamericanos e incluso los propios narcos, de modo que tenía que irse de su país, pues ni siquiera su familia podía protegerle. Sólo le quedaba recurrir a su hermano. Pero Rubén estaba enfermo y su carrera a punto de irse al garete. Entonces llegó lo inesperado: Simón también jugaba al fútbol desde muy pequeño; de hecho, frecuentemente había intercambiado los papeles con Rubén cuando éste jugaba en el Unión Magdalena.

Tras hacerle unas pruebas, Müller descubrió que, aunque todavía por pulir, Simón prometía ser un excelente futbolista, casi tan bueno como su hermano. A fin de cuentas, ambos eran genéticamente idénticos. Y así fue como comenzó todo; simulando una inusualmente rápida recuperación, Simón suplantó a Rubén y retomó su exitosa carrera deportiva. Diecinueve meses después, cuando se recuperó, Rubén volvió a jugar, pero sus piernas aún estaban demasiado débiles para resistir un encuentro entero, así que ambos hermanos empezaron a compartir los partidos: un tiempo para Rubén y otro tiempo para Simón.

—Entonces —concluyó Müller—, comprendimos que esa forma de jugar resultaba muy conveniente, pues el hermano que salía en el segundo tiempo estaba más fresco que el resto de los jugadores, lo cual le daba una ventaja competitiva. —Se encogió levemente de hombros—. De modo que lo hemos seguido haciendo hasta ahora.

Vázquez, inexpresivo, se quitó las gafas, las limpió con ayuda de un pañuelo inmaculadamente blanco y volvió a ponérselas.

—¿Qué puede decirme acerca del chantaje? —preguntó.

—Las conjeturas de esta mujer se aproximan bastante a la realidad. La primera vez que el chantajista se puso en contacto con Rubén, éste habló con su hermano antes que conmigo, y Simón le recomendó que obedeciese las instrucciones; es decir, que no me dijera nada y pagase. Pero luego, cuando Cardoso exigió mucho más dinero, Rubén sí que recurrió a mí. Y en cuanto me contó lo que había pasado sospeché de Simón.

—¿Por qué? —dije.

Müller me dedicó una gélida mirada antes de responder.

—Porque con el primer mensaje, el chantajista mandó una grabación de vídeo donde se veía cómo los dos hermanos hacían el cambio en el descanso de un partido. Yo no pude verla, porque Rubén rompió el ordenador después de recibir el correo electrónico. —El fantasma de una sonrisa se perfiló en sus labios—. De una patada, en pleno ataque de furia; dadas las circunstancias, resulta comprensible. El caso es que, según me contó Rubén, la grabación se había efectuado en el cuarto donde está el altar, un lugar que mis hombres revisaban cada vez que lo utilizábamos. Así que la cámara debía de haberla introducido uno de nosotros, y el único candidato era Simón. En cualquier caso, sólo se trataba de una conjetura, así que no le comuniqué mis sospechas a Rubén. Le dije que yo me ocuparía del asunto, pero le pedí que no le contara a su hermano que había hablado conmigo. Lo único que debía decirle es que el chantajista exigía más dinero.

—Y luego —intervino Vázquez—, sus hombres localizaron a Cardoso, ¿no?

—Sí. Como ha dicho ella, había un localizador oculto en un fajo de billetes.

Vázquez asintió, pensativo, y luego, tras una breve vacilación, preguntó:

—¿Y le… mataron?

Müller hizo un gesto displicente, como si aquel asunto careciera por completo de importancia.

—Yo no les pedí que lo hicieran —repuso—. Digamos que se propasaron un poco.

De modo que torturar y asesinar era propasarse un poco; curiosos criterios morales los de aquel individuo. Vázquez torció levemente el gesto, pero no comentó nada. En vez de ello, preguntó:

—Ese hombre, Cardoso, ¿confesó que su cómplice era Simón?

Müller asintió.

—Por lo visto, se habían conocido en Colombia cuando Simón era adolescente, aunque no volvieron a verse desde entonces. Pero un día, hará tres meses, Simón entró en contacto con él y le propuso participar en el chantaje.

—Entonces, cuando vio confirmadas sus sospechas, fue a hablar con Simón.

—Quería solucionar el asunto sin que Rubén se enterase de lo que había pasado, pues no deseaba que los hermanos se enemistaran. Pero cuando Simón supo que había sido descubierto y que no iba a conseguir el dinero, se puso furioso. Exigió la mitad de lo que había ganado su hermano y me amenazó con acudir a la prensa si no se lo dábamos. Dijo que quería dejarlo todo e irse. —Müller hizo un gesto de impotencia—. Estaba fuera de sí, no había modo de razonar con él, así que le dije que hablaríamos al día siguiente y me fui.

—Y en cuanto usted desapareció —intervine—, él se vino directo a casa de Rubén. Dígame una cosa: ¿Simón pensaba irse solo?

—¿Cómo…?

—Usted acaba de decir que Simón quería dejarlo todo e irse; pero ¿iba a irse solo… o con Raquel Tena?

De repente, abandonando por primera vez la pasividad y el silencio que hasta entonces había usado como escudo, Mochedano se volvió hacia mí y me espetó entre dientes:

—Raquel me quiere a mí. ¡A mí!

Era un asesino, pero no pude evitar sentir un ápice de compasión.

—Raquel y tú habíais discutido, llevabais semanas sin veros —dije suavemente—. Porque ella prefería a tu hermano y estaba dispuesta a irse con él.

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