El juego de los niños (14 page)

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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

—¡Madre!

Por la puerta de las casas no tardó en aparecer una mujer.

—¿Qué pasa?

El niño señaló a Malco. Este dijo:

—Buenas tardes.

—Buenas tardes —respondió la mujer, que se secaba las manos en el delantal, mientras bajaba por unos escalones hechos en la tierra. Cuando estuvo al lado de Malco, le sonrió.

—Deben estar equivocados. Estas casas son nuestras, no se alquilan. En el pueblo les habrán informado mal. Ya pasó hace unos días. Vinieron unos turistas para apalabrar el alquiler de una casa por una temporada. Y no, señor, no alquilamos. Las necesitamos para nosotros, que vivimos aquí durante todo el año. Lo siento.

—¿Anoche no pasó nada?

—Pues no… —dijo la mujer y lo miró interrogante.

—¿Son hijos suyos? —preguntó Malco e indicó a los niños.

—Dos de ellos. El otro es de mi vecina… —la mujer se sintió confundida por aquellas preguntas—. ¿Ocurre algo?

—No, no pasa nada —dijo Malco con una sonrisa; no quería asustar a la mujer—. ¿Y su marido?

—En el mar, pescando. Mire, allí… —y señaló unos botes alejados de la costa—. Si quiere hablar con él, tendrá que esperar a que oscurezca. Pero, ya se lo he dicho: no alquilamos. Ni nosotros ni los demás.

Malco observó el bote. Al menos, aunque estaba a cierta distancia, no le parecía encontrarse en mal estado. Flotaba. Y eso, en aquellas circunstancias, era suficiente.

—No, no vengo a alquilar una casa, señora. Pero, les estoy dispuesto a comprar ese bote, si es de ustedes…

—Sí, es nuestro —dijo la mujer y miró a su vez la embarcación como extrañada de que aquel hombre pudiera estar interesado en ella—. La verdad, no sé qué responderle… Mi marido apenas lo usa desde que tiene el otro… Realmente, no nos hace mucha falta. En cambio, sí el dinero. Pero eso tendrá que apalabrarlo con él. Si no les molesta esperar…

Malco miró a los niños. Volvían a jugar a las bolas.

—No, no nos molesta.

—En ese caso, pueden pasar a mi casa. No es que haya muchas comodidades en ella. Pero, a su mujer, por el estado en que se encuentra, no le vendrá mal descansar. Sillas sí que hay de sobra. Vengan, por favor.

—Gracias —y Malco hizo un gesto para que Nona lo siguiera.

Los niños, cuando ellos entraron en la casa, rieron.

Les divertía los andares de Nona.

♦ ♦ ♦

El viejo, que se había erguido para frotarse los riñones, vio a un grupo de niños acercarse a su casa por uno de los trigales. Iban dando saltos, algunos corrían. Eran seis. Parecían alegres.

—Diablejos…

—¿Qué dices? —le preguntó su mujer.

—Prepara los caramelos.

La mujer dejó de segar. Miró hacia donde lo hacía su esposo. Movió de un lado a otro la cabeza varias veces antes de decir:

—Acabarán con el trigal.

—No es para tanto, mujer.

—Como no lo sudamos…

—Se habrán despistado. Esos son del pueblo. Están bastante lejos de él. Cuando vuelvan, acabarán por recibir una azotaina —entonces el viejo se acordó de lo que le dijera Malco.

—Tonterías… —murmuró.

Su mujer, que se había vuelto, le dio un codazo.

—Por ahí vienen más.

El viejo miró el camino que llevaba hasta la carretera. Otro grupo de niños se aproximaba a la casa. También saltaban, al ritmo de una canción infantil.

—Lo siento —dijo el viejo—, no habrá caramelos para todos…

Cuando los niños se aproximaron a ellos, como si se entretuvieran en rodear la casa, el viejo se sintió inquieto al ver lo que los pequeños llevaban en sus manos. La vieja le preguntó:

—¿Adónde van con todo eso?

El anciano no respondió.

Tendría que repetirle lo que le contara el hombre que había estado allí y ya no había tiempo para hacerlo.

Presa del pánico, balbució:

—Reza.

♦ ♦ ♦

Nona, sedienta, pidió agua a la mujer.

Volvía a sentir dolores.

Como pinchazos.

—¿De cuánto está? —le preguntó cariñosa la mujer.

—De siete —respondió Nona tras beberse sin respirar toda el agua de un vaso llenado hasta el borde.

—¿El primero?

—¡Oh, no! Ya el tercero —Nona volvió a acordarse de David y de Esther.

Quiso estar con ellos, en su casa. No haber viajado nunca a la isla de
Th’a
. Pero Malco no tenía la culpa de lo que sucedía. Tenía que ser un lugar tranquilo, quizá el más tranquilo del mundo. Pero no en aquella ocasión.

—Está pálida. Le puedo hacer un té…

—Creo que voy a devolver —dijo Nona y se puso en pie.

Malco iba a ayudarla, pero lo hizo la mujer.

—Venga por aquí.

Nona siguió a la mujer por un estrecho pasillo.

Malco se llegó a la puerta, que estaba abierta. Los niños seguían jugando a las bolas. Uno de ellos lo miró un instante. Pero en seguida se centró en el juego. Le tocaba su turno. Aquellos eran niños, sólo niños, pensó Malco. No como los del pueblo. Pero ¿hasta cuándo? La lancha varada estaba cerca. Se acercó a ella. Remar hasta la costa supondría un gran esfuerzo. No obstante, si lograba su objetivo, todo le parecería poco. Los remos eran grandes, de buena madera. Si alcanzaban la costa tendrían que comunicar inmediatamente lo que ocurría en la isla. Malco sonrió irónico. Trabajo le iba a costar convencerlos. Pero irían, aunque a él lo mantuvieran encerrado hasta que regresaran. Se fijó en el fondo de la lancha. Había una grieta. Apretó los puños, mordió entre dientes una maldición. Aquello desbarataba sus planes. Cruelmente, de repente. Cuando había nacido en él una esperanza, se esfumó. Volvió a la casa.

Nona había tomado asiento.

Estaba desencajada.

La mujer preparaba un té.

—La lancha —le dijo—, no sirve.

—¿Qué tiene? —preguntó la mujer, que nunca se había preocupado de aquella embarcación.

—Una grieta —y Malco miró a Nona.

Nona suspiró, con desesperación.

—Mi marido no tardará. Quizá tenga arreglo —dijo la mujer, que no deseaba perder la ocasión de deshacerse de lo que para ella era poco más que un trasto inútil.

Sirvió el té a Nona.

—Se le pasará, mujer. Pero tenga cuidado. Mi primer hijo nació a los siete meses. A usted le puede ocurrir lo mismo. Además, viaja en un jeep y con las carreteras que tenemos…

La mujer preguntó la hora a Malco. Cuando lo supo, hizo un gesto de contrariedad.

—Deben disculparme, pero tengo que ir a la fuente. Es la única forma de tener agua ya que hasta las casas no nos llega. No está lejos, cuestión de un cuarto de hora. No tardaré. Aguarden aquí mismo, considérense en su casa. Mi esposo, ya les digo, puede reparar la avería. Para él, ese trabajo no tiene problemas. Lo lleva haciendo toda su vida.

La mujer cogió unos cubos y se fue.

—¿Por qué no le dices lo que ocurrió en el pueblo? —preguntó Nona.

—Mejor a su marido —respondió Malco—. Ni tan siquiera puedo imaginar cómo se tomará la historia… Así que, si se lo digo a su mujer, madre de dos hijos…

—¿Y la lancha?

—Como sea, que la repare. Es lo único en lo que basar nuestra esperanza. Y, si no puede, soy capaz de darle cuanto llevo encima por otra de las embarcaciones. El caso es salir de este infierno…

Nona se llevó las manos al vientre.

—¿No te encuentras mejor?

—Aún no. Es cuestión de tiempo. No tiene importancia.

Malco se aproximó a la puerta.

Vio bajar a un niño por un sendero. Podía tratarse de uno más de los de la cala. Pero también podía ser del pueblo. Se acercó a los otros tres. Los pequeños lo miraron, interrogantes. Malco supo entonces que no era de allí, que aquel niño venía de otra parte. Y ya no tuvo ninguna duda de que era del pueblo cuando le vio sacar de un bolsillo un puñado de bolas amarillas. Los otros tres niños las cogieron curiosos.

—¡Nos vamos! —gritó Malco.

Nona, sorprendida, preguntó:

—¿Por qué?

—¡Rápido!

Nona se puso en pie. Malco, tomándola por una mano, casi violentamente, la sacó de la casa. Se detuvo un instante al ver que llegaban más niños. Iban por la playa, por las rocas. El sol, que ya se ocultaba, prolongaba las sombras de los pequeños. Nona comprendió. Los niños que antes jugaban a las bolas, les observaban fríamente. Y allí había un cuarto niño, uno nuevo. Nona vio el polen amarillo en sus manos y en las de los otros niños.

—¡Malco! —gritó angustiada.

—¡Calla!

Y, de un empujón, la sentó en el jeep.

Pisó el acelerador a fondo.

El vehículo rugió y subió por la cuesta.

—¿Dónde vamos?

—Al pueblo.

—¡No, Malco!

—Es posible que allí no queden niños, que se hayan desperdigado por la isla. Se hace de noche. Tendremos más posibilidades.

—Pero… —y profirió un grito.

Ante ellos, en el camino, un grupo de unos cuantos niños parecía querer impedirles el paso. Malco pisó el acelerador. Los pequeños, cuando comprendieron que el hombre estaba dispuesto a pasar como fuera, incluso por encima de ellos, se apartaron rápidos. Salvo uno, que únicamente supo alzar los brazos.

—¡No! —y Nona cerró los ojos.

Malco, en el último instante, forzó un viraje y esquivó al niño.

—Gracias, Malco…

Él no respondió.

No sabía por qué lo había hecho.

Ni lo entendía.

Se limitó a encender los faros del jeep.

—¿Quieres llegar hasta la lancha? —le preguntó Nona.

—Sí, y lo conseguiremos. En este jeep. ¡Ocurra lo que ocurra! Esta vez no me detendré, Nona, te lo juro. Como sea, lograré ponerte a salvo.

Nona guardó silencio.

Malco estaba decidido.

Como el osito Pilgrim, cuando dijo:

«Allá voy».

Se lanzó a volar.

Y lo consiguió.

Pero ellos no eran el osito Pilgrim.

Quizá Malco no se daba cuenta de eso.

Dos

A
llí estaban, en la explanada del puerto, bien armados. Les aguardaban. Sabían que volverían, que lo intentarían de nuevo, otra vez. La definitiva. No habría más ocasiones. El juego estaba a punto de concluir. Al menos, para Malco, para Nona. Los niños formaban una media luna. Ante ellos, la calle. Por donde necesariamente acabarían apareciendo los que tan ciegamente habían huido. Detrás de ellos, un malecón. Y, al final de éste, la lancha. Flotaba en aguas mansas, iluminada por la luna. Esperaban sin prisa. Para ellos no existía el tiempo. Algún pequeño lloraba. Pero todos guardaban silencio cuando oyeron acercarse un vehículo. Tensos, empuñaron las armas. Los rayos de luna resbalaron por los filos de los cuchillos, de las hachas. Unos faros les cegaron por unos instantes. Pero siguieron quietos, sin moverse. Los niños, las niñas. En las miradas de todos se podía leer un reto. No les permitirían dejar la isla. No podían. No querían que todo un plan, un perfecto plan concebido tras muchos años, tras siglos, quizá desde el principio de la humanidad, se viniera abajo por una imprudencia. Ellos tenían que sorprender, nadie sorprenderlos a ellos.

Malco detuvo el coche al ver a los niños. Eran más que en la ocasión anterior. Comprendió. Ellos también estaban decididos. Como él, quizá más. Los faros iluminaban los rostros de los pequeños, de todas las edades. Hasta los había recién nacidos. Las niñas los tenían en brazos. Miradas infantiles. Malco no sabía si realmente eran inocentes. Si obedecían impulsados por algo superior. Pero, tenía que hacerlo. Él, un escritor dedicado a los niños, se veía obligado a realizar lo que jamás se atreviera a pensar. Seguramente el osito Pilgrim nunca se lo perdonaría. Ni Nona. Ni David, ni Esther. No existía otra solución. Y bien que la había buscado. Era la única salida. Y pisó el acelerador.

—¡No, Malco, no lo hagas! —gritó Nona.

El jeep embestiría a los niños. Los focos, cada vez más rápidamente cercanos a los niños, hacían resaltar la tensión a la que se hallaban sometidos los rostros de los pequeños. Ellos tampoco querían morir. Pero tenían que seguir allí sin moverse. Formaban una barrera, un muro infranqueable. Malco no veía niños, no quería verlos. Pero Nona, sí. Era como si ante ella, repetidos muchas veces, estuvieran David y Esther. No lo pudo soportar. Se abalanzó sobre el volante, intentó arrebatárselo a Malco, cambiar la dirección. Le empujó con una increíble fuerza. Malco perdió el volante, pisó el freno. El jeep iba sin rumbo, patinaban las ruedas y se llevó por delante unos cuantos bidones de gasolina situados a la puerta de un almacén. Se detuvo cuando estaba a punto de volcar, reventó uno de los neumáticos y comenzó a arder.

—¡Salta! —gritó Malco, enfurecido, y tras comprobar que los niños se les acercaban corriendo.

—Malco, yo… —dijo ella, angustiada, y pidió disculpas.

—¡Pronto!

—¿Adónde?

—¡A la Comisaría!

Ellos también corrieron, seguidos a corta distancia por los niños, que no cesaban de gritar.

La Comisaría estaba cerca. Por suerte, la puerta se hallaba entreabierta.

Nada más hubieron entrado, Malco intentó cerrarla. Tuvo que forcejear, auxiliado por Nona, ya que los niños comenzaban a empujarla desde el exterior. Tras unos esfuerzos, logró correr el cerrojo,

Había luz.

Nona profirió un gemido al ver dos cuerpos tendidos en el suelo. Eran dos agentes, cubiertos sus cuerpos de salvajes heridas.

—¡Descuelga esas armas!

—Estos hombres…

—¡Los fusiles!

De la calle les llegaba el gran alboroto de los niños. Seguían empujando la puerta, intentaban derribarla. Nona descolgó los dos fusiles automáticos que había en un atril.

—¡La puerta! —gritó, al ver como comenzaba a ceder.

Malco buscó en los cajones de una mesa, desesperadamente. No estaba lo que buscaba. Se fue a otra. Tampoco allí encontró lo que deseaba.

—¿Qué haces? —le preguntó Nona.

—¡Las llaves! —dijo Malco y señaló hacia unas celdas.

Malco reparó en un armario colgado de la pared. Estaba cerrado. Pero, a través del cristal, se veía un manojo de llaves. Malco cogió uno de los fusiles y, con la culata, rompió el cristal. Sacó las llaves. Miró las celdas. Había tres. Señaló la de en medio.

—¡Entremos en aquella, es la más segura! —y se llevó un paquete de municiones.

Nona retrocedió algo.

—¿Dispararás contra los niños?

—¡No sé!

—¡Malco! —exclamó aterrada.

—¿Quieres que nos maten? —y la tomó por un brazo, la llevó casi en volandas y la introdujo en la celda. Cerró las puertas de los calabozos laterales. Después cerró también, desde dentro, la pesada cancela de la mazmorra en la que se refugiaron.

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