El juego de los niños (11 page)

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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

Nona no respondió. Se limitó a desgajar un puñado de algodón para después empaparlo en agua oxigenada. No tardó en aplicarlo a la herida del hombre. Este se dejó cuidar.

—¿Fuma? —y Malco le ofreció un paquete, todo arrugado.

—Gracias —dijo el hombre y sacó un cigarrillo.

La mano le temblaba ligeramente. También el cigarrillo en su boca, cuando Malco le acercó el encendedor.

Nona cambió de algodón.

—Le pondré esparadrapo.

—Como quiera —dijo lacónico el hombre, como si aquella herida no fuera suya, como si ya nada le importara.

Malco, tras encender su cigarrillo, le preguntó:

—¿Qué sucede?

—¿No lo sabe?

—No.

—Sólo niños… —intervino Nona.

—Al llegar a
Th’a
, nos sorprendió no encontrarnos con nadie. Después recordé que, por esta época, se dedican a la siembra…

El hombre lo miró receloso.

—Lo sé porque, de pequeño, estuve en
Th’a
—añadió Malco—. Vine con mi padre, que era abogado. Él se encargó del reparto legal de las tierras de la isla. Se llamaba Mario…

—Don Mario —le interrumpió el hombre—. Lo recuerdo. Estuvo un par de veces en casa de mis padres. Era un hombre sencillo, agradable. Yo, por entonces, poca edad tenía. Pero recuerdo que alguna vez me dio dinero para comprar caramelos… —y, por primera vez, el hombre sonrió, aunque sólo por un fugaz instante, en el tiempo en que abandonara el presente para refugiarse en el pasado.

Después, tras suspirar, dijo:

—Lo siento. Hoy no podré darles la bienvenida. Han llegado en un mal momento, en el peor de los momentos que se puedan imaginar. No debí desconfiar de ustedes. Pero, comprendan…

—Comprender, eso es lo que nosotros también deseamos —dijo Malco, que volvió a recordar al osito Pilgrim.

«¿Qué sabes?».

Y el osito Pilgrim respondió al ratoncito Keaton:

«Lo que no sé».

Nona presionaba ligeramente en la cabeza del hombre, por los bordes de la herida.

—¿Quieren saberlo?

—Sí, por favor.

Hubo un silencio. Nona tiró el algodón a una desvencijada papelera. Malco, con el pie, aplastó los restos del cigarrillo.

El hombre parecía no saber cómo comenzar.

—Estaba en el mar —dijo al fin—, a no mucha distancia del puerto. Ya recogería la red. La pesca no se había dado mal. Lo suficientemente aceptable como para retirarme a descansar. Llevaba seis horas en el mar. Eso cansa, por muy buen pescador que se sea. Además, soy de los que opina que con lo necesario hay de sobra. Para lo que se vive…, siempre me dije. El caso es que, aferrado a los remos, ya de atardecida, con el cielo oscuro, comenzó a llover… Pero no llovía. No era lluvia, no caían gotas de agua. Era polvo, polvo amarillo, o algo así. Pensé en alguna nube de arena, de esas que se forman con las tormentas. La arena, así, puede recorrer distancias lejanas. No es la primera vez que ocurre ese fenómeno. Aunque, esta vez, debió tratarse de algo distinto…

No cabía duda de que al hombre le costaba hilvanar los pormenores de lo que aconteciera.

—Hemos visto esa especie de polen, lo hemos tenido en nuestras manos… —dijo Malco, que volvió a encender otro cigarrillo y se dijo que aquello podía ser un buen principio para una de las novelas que escribía su amigo dedicado a lo enigmático.

—Esa lluvia, por llamarlo de alguna manera, fue intensa durante una media hora —prosiguió— y cubrió al pueblo de una fina capa de polvo. Cuando amarré la lancha al puerto, un amigo se me acercó para comentarme en tono festivo que en
Th’a
éramos tan originales que nevaba en verano y de color amarillo. Algo hablamos, junto con otros, del asunto. Después estuvimos en el bar… El maldito que dijo que aquella lluvia era signo de mal agüero, tenía razón. Porque fue espantoso —y al hombre los ojos comenzaron a llenársele de lágrimas—. Mi mujer, mis hijos… Ellos… ¡No sé dónde están! —gritó, se puso en pie repentinamente desesperado y dio un puñetazo en el butacón.

Era presa de un gran nerviosismo.

—Serénese… —le aconsejó Malco.

—Tal vez sea mejor que beba algo —intervino Nona.

El hombre lloró mientras Malco buscaba en la cocina alguna bebida. Había de varias clases. Se decidió por una botella de vino de marca. Aunque suponía, con razón, que el hombre bebería sin saber si se trataba de vino o de ginebra o de otra clase de alcohol.

Nona, al lado del hombre, sin decir ni una sola palabra, intentaba consolarlo de la mejor manera que sabía. Le acarició los cabellos, como muchas veces hiciera con su hijo David, cuando sufría por algo. El gesto, como ocurriera con su pequeño, apaciguó al hombre.

Cuando Malco volvió al vestíbulo, dijo el hombre, con una débil sonrisa:

—Debo parecerles estúpido…

—Todo lo contrario —repuso Malco, profundamente conmovido al verlo en tal estado.

Le sirvió un vaso de vino.

El hombre lo bebió de un trago.

—Gracias…

Nona tiró de la cinta de esparadrapo. Cortó un trozo con una cuchilla. No sabía dónde ponérselo para que no se desprendiera. Acabó pegando un extremo en la frente y el otro tras de la oreja.

—Es suficiente… —dijo el hombre.

Malco iba a hacerle una nueva pregunta. Pero él se anticipó.

—Mi mujer se encontraba en la cocina. Preparaba la cena para ella y para mí. Nuestros hijos ya se habían acostado, como de costumbre. Siempre han ido pronto a la cama. Le pregunté si había visto la lluvia de polvo amarillo y me respondió que sí, sin darle ninguna importancia. Cuando cayó esa especie de polvillo, ella se dedicaba al baño de los niños, a la cena. Se hallaba demasiado ocupada como para preocuparse de otra cosa que no fueran sus hijos. Entonces, le hablé de la pesca. Fue en ese momento cuando oímos un gran alboroto en la habitación de los pequeños…

El hombre debió sentir un escalofrío. Había temblado, por unos instantes, todo su cuerpo. Volvía a vivir lo que sucediera en su casa.

—¿Qué pasa? —pregunté a mi mujer.

—No sé —respondió—. Tal vez se estén pegando.

—¿Por qué?

—Por cualquier tontería. ¡Ya sabes cómo son los niños! Y los nuestros, que por inquietos no quedan…

—Mejor será que vayas a llamarles la atención —le dije.

—Ahora mismo.

El hombre se frotó nervioso las manos.

—Los niños, algunas veces, se peleaban entre ellos —dijo.

Tenía la seguridad de que se trataba de eso. No era ni mucho menos la primera vez.

—Mi mujer era la encargada de imponer de nuevo el orden. Yo lo hice alguna vez. Pero como se me fue la mano… Desde entonces, era ella la que regañaba a nuestros hijos. Nunca quise pegarles. No obstante, hay veces…

El hombre miró el vaso vacío. Malco se lo volvió a llenar. El hombre bebió de nuevo con avidez. El matrimonio aguardaba expectante sus palabras.

—Poco después —prosiguió—, oí gritar a mi mujer. Fue un grito indescriptible. Por un momento llegué a pensar que no era ella. Me parecía imposible que pudiera gritar de aquella manera. Como con un terror salvaje que salía de semejante modo de su garganta… Al instante, se hizo el silencio. Cuando reaccioné, corrí precipitadamente hasta la habitación de los niños. Abrí la puerta y quedé estupefacto, no daba crédito a lo que veían mis ojos. ¡No es verdad!, me dije. Mi mujer estaba tendida en medio de un charco de sangre, con la cabeza destrozada… ¡Muerta! Pero, si aquello me hizo tambalear, eso no era lo peor, se lo juro… ¡Mis hijos! Estaban frente a mí, me miraban fijamente. ¡Qué expresión más siniestra! Una sonrisa fría, diabólica. Y el mayor tenía en sus manos la silla que utilizara como arma para dar muerte a su madre. ¡A su madre! Estaba paralizado. Era todo tan increíble, tan de pesadilla. Pero, los niños, sagaces, como la fiera cuando se va a lanzar sobre su presa, comenzaron a acercarse. Hice un esfuerzo, aunque apenas me salían las palabras, porque era como si tuviera rota la garganta, y les pregunté lleno de pánico:

—¿Qué habéis hecho?

—Jugar —respondió el más pequeño.

—¡Habéis matado a vuestra madre! —grité desesperado.

—Es el juego —dijo el mayor.

—Pero ¿por qué? ¡Por qué!

—Matar —contestaron al unísono.

Al hombre le caían gruesas gotas de sudor.

—Fue tal el horror que viví y que me invadió el ánimo que ya no acertaba ni a balbucir algunas palabras… —dijo llevándose las manos a la cabeza—. Quería decirles algo, que aquéllo era horrendo, que no podían haber sido ellos los que mataron a su madre. Pero sólo pude pensarlo. Me era imposible hablar, como si hubiera perdido la voz. Y seguían avanzando hacia mí. Comprendí que estaban dispuestos a matarme también. Retrocedí espantado. Yo… ¡No podía enfrentarme a mis hijos! ¿Qué iba a hacer? ¿Defenderme dándoles muerte? Salí a la calle desesperado, daba gritos, pedía auxilio. Pero ¡Dios mío!, mis gritos se confundieron con otros gritos, decenas de gritos, centenares de gritos también llenos de terror, de desesperación… ¡En todas las casas sucedía exactamente lo mismo! Algunos niños llevaban cuchillos, otros palos… Hasta vi a uno con una escopeta. Pero nadie hizo nada. Y los niños… ¡Los niños jugaban! Jugaban, sí, ¡asesinando a todos los habitantes del pueblo! Los perseguían hasta acorralarlos… No sabía qué hacer. ¡Sólo huir! Me siguieron por las calles… Pude esconderme, librarme de ellos. Encontré refugio en el sótano de esta fonda. Aquí, sobrecogido, casi a punto de enloquecer, pasé unas horas, unas horas eternas. Hasta que me decidí a salir. Busqué por las habitaciones. Y fue cuando los oí entrar a ustedes… Desconfiaba de todo, de cualquiera que no fuera yo. Ustedes, podían ser como ellos… ¿Comprenden?

El hombre hundió la cabeza entre las manos.

Nona miró aterrada a Malco.

Malco percibía los latidos de su corazón en todo el cuerpo.

—Pero, en otras partes de la isla… —dijo Malco.

—¿Qué?

—¿Habrá ocurrido lo mismo?

—No lo sé, señor. Quizá no…

Los sorprendió una llamada telefónica. Malco se aprestó a responder. Tomó el aparato y aplastó el auricular contra su oreja.

—¿Diga? —preguntó.

—Por favor…

—¿Es usted Milka?

—Pronto… Necesitar ayuda…

—Pero ¿dónde está? ¡Dígame dónde está!

—En… Van a tirar la puerta… Esto es…

La comunicación se cortó.

—¡Está en peligro! —gritó Malco y se sintió inútil.

—¿Quién? —preguntó el pescador.

—¡No lo sé! ¡No le ha dado tiempo ni para decir su nombre! Debe ser, por su acento, una chica extranjera que está hospedada aquí… Pero, ahora, ¿dónde se encuentra?

Y de repente Malco recordó algo que acaba de oír. Sí, no sólo le había llegado la voz de una persona. Algo más, algo que tenía que fijar, que distinguir. Gritó:

—¡Un órgano! ¡He oído un órgano!

El pescador se le acercó.

—Él único órgano que hay en la isla está en la iglesia, de eso estoy bien seguro. En la iglesia también instalaron un teléfono. Esa persona, tiene que haber llamado desde ahí…

¿Dónde está? No recuerdo bien… —preguntó Malco, impaciente por obtener respuesta.

Un segundo se le antojaba un tiempo demasiado valioso como para desperdiciarlo.

—Saliendo de aquí, por la calle de enfrente, todo recto hasta llegar a una plaza. Allí está la iglesia. No tiene pérdida.

Malco abrió la puerta de la fonda sin preocuparse de coger algo con que defenderse y dijo:

—Nona, quédate aquí, con este hombre.

A su mujer no le dio tiempo de intentar retenerlo. Aunque, nunca lo hubiera conseguido. Una persona estaba en peligro. Sabía que Malco haría todo lo posible por salvarla. Y ella, si pudiera, también lo intentaría. Pero temió por Malco. Además, podrían presentarse los niños en la fonda. Aquel hombre, hundido, daría golpes de ciego. Pero no se angustiaba por la suerte que ella pudiera correr. Sólo por Malco. Por su esposo. Por el padre de sus hijos. De David y de Esther. Y de la criatura que se agitaba en su vientre y que se movía más que nunca.

Tres

M
alco, ahogado por la carrera, llegó a la iglesia.

Una iglesia de centenarias piedras, que el viento hería con las arenas que arrastraba de las playas y con el salitre que robaba al mar, ayudado por las torrenciales lluvias y que les ocasionaba profundas huellas.

Malco tomó aliento.

Empujó la pesada puerta de madera de la fachada.

Sus pasos resonaron en la nave central, sumida en una penumbra que daba un halo misterioso a las pocas imágenes que había en las paredes laterales, donde los confesionarios se perdían en la oscuridad. Los rayos de luz penetraban por pobres vidrieras y se centraban en el altar mayor.

El Cristo crucificado en la talla de madera expiraba eternamente.

Malco, por el pasillo formado entre viejos bancos, se dirigió hacia el altar mayor. Rompió con sus pasos el más grande de los silencios que se pueda concebir.

Ante la dramática talla de Cristo, se detuvo.

—Por los hombres… —dijo y se preguntó si realmente alguien había comprendido el mensaje de quien muriera de ese modo, crucificado.

Hacía años, ya no lo podía precisar, que no entraba en una iglesia.

Aquel rostro lo impresionó.

—Por nosotros…

Pero, unas infantiles risas, contenidas, llegadas de alguna cercana penumbra, lo hicieron mirar a su alrededor. Descubrió unas cabezas, inquietas, que asomaban distraídas en el púlpito. Se aproximó a él, sigiloso. Seguramente no se habían percatado de su entrada en la iglesia. Subió por una estrecha escalera de caracol, de pocos escalones. Ya sin llegar a la pequeña plataforma, supo que se trataba de tres niñas.

La mayor, que acaba de ponerse un vestido, enorme para su edad y estatura, dejó de reír cuando vio a Malco en los últimos peldaños. Las otras dos hicieron lo mismo al saber de la presencia de Malco por medio de un gesto de la mayor. Las tres lo observaron inquietas. No les agradaba que alguien participara en su diversión. En el rostro de las pequeñas se adivinaba algo más que un simple enojo, ese tan propio de los niños cuando los mayores se entrometen en sus asuntos. Estaban contrariadas, de repente demasiado serias, imposible de describir la severidad de aquellos rostros.

—¿A qué jugáis? —preguntó Malco en tono amistoso.

Lo miraron, sólo lo miraron.

Malco se fijó en el vestido de la mayor. Era de mujer. Como los zapatos que tenía puestos. En ellos bailaban los pies de la niña. Se acordó de su hermana. Cuando era de la edad de aquella pequeña, solía aprovechar las ausencias de su madre para ponerse sus vestidos y sus zapatos. También se pintaba los labios, con una barra de un color rojo muy llamativo. Después, bailaba ante un espejo. Y él, divertido, fumaba algún habano que robara a su padre del despacho y la observaba. Pero, tras descubrir la razón de lo que allí ocurría, confirmó que aquello resultaba distinto. El vestido y los zapatos tenían que ser de alguna mujer que se encontrara en la iglesia. Se angustió al pensar en quién hiciera las llamadas telefónicas. Podría tratarse de las prendas de esa chica. Sabía que aquellas niñas no eran tan inocentes como parecían. Quizá esperaran la oportunidad, el menor descuido para arrojarse sobre él.

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