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Authors: Juan José Plans

Tags: #Terror

El juego de los niños (15 page)

Cargó uno de los fusiles.

A la puerta de la Comisaría le saltó el cerrojo y no tardó en ceder.

Los niños entraron. Se empujaban entre sí, gritaban salvajemente.

En cuanto supieron dónde se hallaban sus víctimas, se abalanzaron hacia la celda.

Malco y Nona retrocedieron hasta el fondo. Allí estaban más seguros. Las celdas de los laterales los protegían. Al estar cerradas, los niños no podían entrar en ellas. Y los barrotes de la que ocupaban el hombre y la mujer eran capaces de resistir cualquier embestida de aquellas criaturas que rugían furiosamente e intentaban echarlos abajo.

Únicamente los barrotes los separaban de los niños. Ante ellos, a pocos pasos, los pequeños, encolerizados, eran semejantes a seres producto de las más alocadas alucinaciones. Los rostros, deformados por el ansia de matar, parecían máscaras demoníacas.

El griterío era ensordecedor.

—Malco, ¡no lo soporto! ¡Me va a estallar la cabeza!

—¡Cuidado! ¡Algunos pretenden alcanzarnos con sus palos! ¡No te muevas de tu sitio!

Malco levantó el fusil y disparó hacia el ventanuco de la celda. Lo hizo varias veces. El eco de los tiros retumbó en la Comisaría, de forma impresionante, como si de repente estallara una tormenta.

Los niños, de inmediato, dejaron de gritar.

Se quedaron inmóviles. Miraban fijamente a los fusiles.

Dieron unos pasos hacia atrás.

—Han comprendido que nosotros también podemos hacerles daño. Esto los mantendrá alejados de los barrotes. Saben que, así como he disparado al aire, puedo dirigir los tiros hacia ellos.

—Pero, aquí, ¡estaremos prisioneros! ¡Nunca podremos salir! Malco, ¿hasta cuándo podremos resistir?

—Son estos barrotes los que nos salvan la vida…, por ahora —dijo Malco.

Confiaba en que soportarían cualquier carga de los niños.

—Por el momento no se puede pedir más. Tuvimos suerte. Si la Comisaría hubiese estado cerrada, ahora seríamos cadáveres. Tendremos que pensar en algo para salir de aquí… Una embarcación a la semana viene a la isla. Trae el correo, los encargos… En cuanto alcance el puerto, el de la lancha notará que algo anormal ocurre en el pueblo… Dijo el de la fonda que llegaría dentro de tres días…

—Pero, los niños…

Observaban.

Con odio.

—Haré que salgan de la Comisaría —y Malco apuntó a los que estaban más cerca de los barrotes.

Varios de ellos hicieron gestos amenazadores.

Pero ninguno se aproximó a la celda.

—¡Largo! —gritó Malco.

Los niños, sin dejar de mirarlos, apelotonados, dándose empujones, pero sin prisa, salieron de la Comisaría.

Malco apoyó en fusil en una desvencijada silla.

Nona se sentó en un camastro.

Estaban solos.

De nuevo el silencio.

Los niños, a causa de los disparos, también tenían miedo.

Porque aquel hombre no dudaría.

Abriría fuego contra ellos.

Debían pensar.

♦ ♦ ♦

El murmullo del mar.

Nada más.

Malco pensó que en unas horas Nona había envejecido. No había tenido tiempo de darse cuenta. Unas arrugas profundas cruzaban su frente. Estaba demacrada. Él también se sentía más cansado, como si llevaran años en la isla. Y siempre así. Huyendo.

—No puedo más… —murmuró Nona, que acabó tumbada en el camastro.

—Duerme —y Malco se sentó a su lado, en el suelo.

—No podré… —dijo desfallecida.

—Inténtalo.

—¿Y tú?

—Vigilaré.

Malco se dedicó a cargar el fusil.

Nona sintió un agudo dolor en su vientre. Quien estaba en sus entrañas se había movido agitadamente, muy inquieto. Pero cuando Malco le preguntó cómo se encontraba, ella respondió que bien. No quería alarmarlo. Bastante tenía él como para aumentar las preocupaciones. Malco hacía más de lo humanamente posible por salvarla. Y si no se daba por vencido, era porque pretendía eso, sólo eso, salvarla. A toda costa.

Nona no podía conciliar el sueño. Los párpados le pesaban, le dolían. Tanto horror la mantenía sumida en una angustiosa vigilia.

—¿Por qué? —miró suplicante a Malco.

—No lo sé… —suspiró él e introdujo en el fusil la última bala.

—Los niños no se dan cuenta de lo que hacen… —dijo ella.

Aguardaba a que su esposo le diera la razón, sin ninguna duda.

—Quizá…

Malco recordó aquella especie de polen de color amarillo que cayera sobre la parte de la isla de
Th’a
. Podía ser una coincidencia. O no. Tal vez se tratase de la causa de aquel horror. Una nueva arma. Capaz de servirse para sus fines devastadores de las criaturas más inocentes. Las convertían en seres abominables, en implacables asesinos. Un juego para los niños. Con la diferencia de no tener conciencia de que estaban jugando a algo terrible, monstruoso. Cuando alguien reaccionase, ya sería demasiado tarde.

Nona preguntó:

—¿Es el fin?

Malco no tenía respuesta.

—Espero que no —dijo; y encendió un cigarrillo.

Si se trataba de una nueva arma, podía ser el fin. Pero no para sus inventores, para los encargados de fabricarla, para los que la utilizaran. Quizá se tratase de un experimento. Un puñado de gente en una pequeña isla. Un lugar adecuado. Después, podrían aniquilar cuanto se les antojara. ¿Alguien podría ser tan imbécil como para dar comienzo a la escalada hacia una total devastación de la humanidad?, se preguntó. Porque, contra aquella arma, ¿qué se podría hacer? Es posible, de todas formas, que aun surgieran otras armas aun más alucinantes. Totalmente insospechadas, pertenecientes al reino de la locura. Lo que no supo comprender Malco era para qué tanto horror.

—Nuestros hijos… —murmuró Nona, con las entrañas agitadas de nuevo.

—Están bien —dijo él y le apretó una mano.

—Pero, mañana… —y Nona prefirió callar lo que pasaba por su mente.

Un niño asomó su cabeza por el ventanuco de la celda.

—Como ratas… —susurró Malco al observarlo.

El pequeño tenía algo en la mano, algo que brilló a la luz de la luna, algo que les arrojaría con toda su precisión.

Malco apuntó hacia el ventanuco. Nona contuvo la respiración.

—Lo haré, muchacho, lo haré… —dijo apretando los dientes.

El niño comprendió que Malco estaba dispuesto a disparar sobre él, a volarle la cabeza. Se retiró al instante.

Nona suspiró.

—Te has vuelto como ellos… —y había en su tono un amargo reproche.

—No quiero que nos maten —se limitó a responder Malco.

Encendió uno de los pocos cigarrillos que le quedaban.

—¿Hubieses disparado?

—¿Crees que no?

Nona cerró los ojos.

No quería mirarlo.

Malco pensó en otra posibilidad. Quizá los niños, siempre víctimas inocentes de los odios de los mayores, se habían cansado. Y, unidos, dispuestos a eliminar, a borrar de la faz de la Tierra a cuantos no fueran ellos. Tal vez era la única forma de dar comienzo a un nuevo mundo. Un mundo sin guerras, sin violencia, sin odios, sin crueldades. Ellos libraban su batalla. Y de la batalla habían hecho un juego. Allí, en aquella isla, ensayaban. Después, ya no se trataría de un simple experimento. Entonces es cuando también entrarían en juego sus hijos, David y Esther. Malco, ante tal posibilidad, se sintió empapado en un sudor frío. O también era posible, sencillamente, que la Naturaleza se hubiera cansado de soportar al hombre. Lo eliminaba. Era el fin de la especie humana. Se servía de los niños para ello. Con toda crueldad, de igual modo a como los hombres se habían portado con la Naturaleza.

Malco aplastó la colilla del cigarrillo.

Fuera lo que fuera, acabó por comprender que aquello significaba el fin de la estúpida humanidad. Ella se lo había buscado. Nadie lloraría su muerte. Era merecida.

Y, con el fusil en sus manos, lo apretó con rabia y maldijo a los hombres.

Tres

N
ona profirió un grito.

Se incorporó descompuesta. Se llevó las manos al vientre, blanco su rostro, y se retorció en el camastro. Gimió, se mordió los labios. Después, poco a poco, volvió a su estado de normalidad. Se tumbó, colocó la cabeza sobre una grasienta almohada.

Malco se había puesto en pie.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

Nona estaba sin respiración. Sus manos, como garras, apretaban el vientre.

—¡Malco! —exclamó, horrorizada por lo que él no podía ni tan siquiera sospechar.

Malco intentó una sonrisa.

—¿Parto? —preguntó temblándole la voz.

—Por favor, Malco… ¡Por favor! No puedo más… —y volvió a retorcerse, con vómitos—. ¡No lo puedo resistir! Ayúdame… ¡Malco, abrázame!

—Tranquila… —dijo nervioso—. Haré lo que pueda, no te preocupes… Tenía que suceder, tenía que adelantarse… ¡Maldita sea! Yo, yo te ayudaré… No va a pasarte nada… ¿Comprendes? ¡A ti no te pasará nada!

—No, Malco, no es eso… ¡No es eso! —gritó empavorecida.

—¿Qué…?

—¡Nuestro hijo!

—¡No te comprendo! —exclamó Malco, desesperado.

—Lo sé… —y Nona sufrió otro agudo dolor.

—¡Por Dios! —gritó Malco, que la había sujetado por las muñecas para que dejara de serpentear por el camastro.

—¡Me está matando!

—Eso… es… imposible… —balbució Malco, aterrado.

—Él… ¡es como los otros niños! ¡Desgarra mis entrañas! ¡Me odia, Malco, nos odia!

Malco, estupefacto, no acababa de dar crédito a lo que ella decía. Pero, el vientre de Nona, era como un mar agitado.

—Me mata… Con sus piececitos, con sus manecitas… ¡No quiero morir así! ¡No quiero! Acaba con él… No aguanto más —y rugió, salió por su boca una pasta sanguinolenta.

—¡Está dentro de ti!

—¡Dispara, Malco! ¡Por mí, por él!

—¡No puedo! ¡Nona, no puedo! —gritó fuera de sí.

—Me… asesina —y ríos de sangre afloraron por su boca.

—Nona, no… ¡Resiste! No puede ser… Él no…

Nona quedó con los ojos en blanco.

Una mano le cayó fuera del camastro.

—¡No! —rugió Malco y se arrodilló a su lado.

La abrazó y rompió a llorar.

Un reguero de sangre se escapaba por entre las piernas de Nona.

Pero algo aún se agitaba en su vientre.

—Maldito seas… —y Malco, enloquecido, cogió el fusil.

Y disparó. La bala se perdió entre los barrotes.

No había tenido valor.

Nona estaba muerta.

Y también su asesino.

♦ ♦ ♦

La silueta de la isla de
Th’a
comenzaba a ser recortada por la débil luz del amanecer. Una tenue claridad iluminaba la celda.

Malco, desde hacía horas, junto al cadáver de Nona, estaba ausente.

De todo.

Porque todo carecía ya de significado, todo de valor.

Sonreía, sin sonreír.

Lloraba, sin llorar.

Un ruido le hizo mover ligeramente la cabeza.

Un niño había entrado a la Comisaría. El pequeño se arrodilló junto a uno de los cadáveres de quienes seguramente, al hacer su correspondiente turno, también habían sido sorprendidos por los pequeños. El niño sonreía feliz ante aquel cuerpo que ya empezaba a descomponerse. Estaba dispuesto a clavar en él un afilado cuchillo cuando descubrió algo que le llamó poderosamente la atención. Bajo el cuerpo del agente se hallaba una pistola. El pequeño la tomó complacido y después miró a Malco. Apuntándole, se acercó a la celda.

Malco se llegó hasta los barrotes.

—¿Por qué? —preguntó, los ojos enrojecidos.

El niño sonrió aún más.

—¿Qué os pasa? ¿Qué sentís? ¡Qué sentís!

El pequeño apuntó. Pero el niño no llegó a disparar.

Malco lo hizo primero. El niño se desplomó mientras su camisa se teñía de rojo.

Malco abrió la puerta de la celda.

Se volvió para dar un beso a su mujer.

—Espérame…

Y salió a la calle.

Malco, con pasos lentos, se dirigió al puerto.

Allí estaban. Como por la noche. Aguardaban.

Malco no se detuvo.

Caminó hacia ellos.

—Vamos a jugar… —murmuró.

Y disparó.

Una y otra vez.

Hasta no quedar ni una bala en la recámara.

Y corrió.

No tardó en oír, tras él, el ensordecedor griterío infantil. Los niños, sin preocuparse de los que cayeron heridos de muerte, se lanzaron en persecución. Malco, por el malecón, se alejó de ellos. Saltó a la lancha. Intentó poner el motor en marcha. Pero el viejo trasto se negó a funcionar. Unos niños, que se habían distanciado del grupo, saltaron a la embarcación. Se arrojaban sobre él. Malco cogió el fusil por el cañón y la emprendió a culatazos. Cuando se deshizo de ellos, de nuevo intentó que el motor se pusiera en marcha. Pero se negaba. Sacó un peine del bolsillo, lo introdujo en la recámara y apuntó al grupo que se aproximaba corriendo. Apuntó. El disparo retumbó en la dársena. Como los que lo siguieron.

♦ ♦ ♦

No lejos de la isla, en una lancha, unos patrulleros se sintieron sorprendidos por los disparos.

—¿En
Th’a
?

Uno de ellos tomó sus prismáticos y los dirigió sobre los ojos hacia la isla.

—¡Rápido! —gritó.

—¿Qué sucede?

—En el puerto. ¡Un hombre dispara contra unos niños! ¡Vamos! ¡Aunque reviente el motor!

La lancha de los patrulleros enfiló hacia
Th’a
a toda velocidad.

Uno de ellos se llegó hasta la proa.

Quitó el seguro de su fusil.

♦ ♦ ♦

Malco, cuando se le acabaron las balas, tomó un remo. Los niños se sabían vencedores y comenzaron a saltar sobre la lancha. Malco sentía agudos dolores por todo el cuerpo. Pero su remo rompía cabezas.

—¡No se mueva! —oyó.

Malco miró hacia el mar. La lancha de los patrulleros entraba al malecón. En la proa el agente le hacía señas con el fusil.

—¡Son ellos! —gritó Malco.

Los segundos de distracción fueron aprovechados por los niños. Se abalanzaron sobre él e intentaron quitarle el remo. Otros se ensañaban con cuchillos, con sus barras de hierro, con sus cadenas. Malco se removía como una fiera acorralada.

—¡Quieto o disparo! —volvió a oír.

El patrullero apuntó. Casi al instante se oyó un disparo.

Malco notó como si le hubiera entrado fuego en el corazón.

Cayó sobre los niños que lo rodeaban. Un chorro de sangre manaba de su pecho.

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