El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (38 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

Se anunciaba otro buen negocio: un nuevo rico deseaba adquirir una colección de escudos nubios pertenecientes a una de las tribus más guerreras. Sentir el peligro, perfectamente protegido en una casa ciudadana, era una sensación deliciosa que bien merecía una considerable inversión. Conchabado con excelentes artesanos, el cojo había encargado escudos falsos, mucho más impresionantes que las armas auténticas. Él mismo los abollaría para que mostraran las huellas de furiosos combates.

Su almacén estaba lleno de parecidas maravillas, que iba sacando poco a poco con inimitable arte. Sólo le interesaban las mayores presas, fascinantes por su tontería y suficiencia.

Cuando corrió el cerrojo, se rió pensando en el día siguiente. Una piel de animal, negra y cubierta de pelo, le cayó en los hombros cuando empujó la puerta. Envuelto en el abominable despojo, el cojo aulló, cayó y pidió socorro.

—No grites tanto —exigió Kem, permitiéndole respirar un poco.

—Ah, eres tú… pero ¿qué te pasa?

—¿Reconoces esta piel?

—No.

—No mientas.

—Soy la franqueza en persona.

—Eres uno de mis mejores informadores —reconoció el nubio—, pero estoy interrogando al mercader. ¿A quién vendiste un babuino macho de gran tamaño?

—El comercio de animales no es mi especialidad.

—Un espécimen de estas cualidades habría debido pertenecer a la policía. Sólo un cretino de tu especie pudo negociar un transporte ilegal.

—Me atribuyes muy negros designios.

—Conozco tu avidez.

—¡No he sido yo!


Matón
está enfadándose.

—No sé nada.


Matón
será más convincente que yo.

El cojo no tenía escapatoria.

—Había oído hablar de ese enorme babuino, capturado en la región de Elefantina. Un buen negocio en perspectiva, pero no para mí. En cambio, podía encargarme del transporte.

—Con un buen beneficio, supongo.

—Sobre todo problemas y gastos.

—No me obligues a compadecerte. Sólo me interesa una información: ¿a quién le entregaste el babuino?

—Es muy delicado…

Sin dejar de mirarlo, el mono policía rascó el suelo con impaciencia.

—¿Me prometes discreción?

—¿Acaso es charlatán
Matón
?

—Nadie debe saber que te he informado. Pregúntaselo a Patascortas.

El personaje merecía su apodo. Gran cabeza, pecho velludo y piernas demasiado cortas, aunque gruesas y sólidas. Desde su infancia, había transportado gran cantidad de cajas y jaulas; convertido en su propio patrón, reinaba sobre un centenar de pequeños productores, cuyas frutas y legumbres comercializaba. Junto a esas actividades oficiales, Patascortas estaba metido en tráficos más o menos lucrativos.

Ver aparecer a Kem y su mono no le gustó en absoluto.

—Estoy en regla.

—La policía no te busca.

—Y todavía menos desde que tú la diriges.

—¿Te atormenta la conciencia?

—Hazme tus preguntas.

—¿Tanta prisa tienes por hablar?

—Tu babuino me obligará a hacerlo. Es mejor que terminemos cuanto antes.

—Quiero hablarte, precisamente, de un babuino.

—Me horrorizan esos monstruos.

—Y, sin embargo, le compraste uno al cojo.

Patascortas, molesto, fingió ordenar unos bultos.

—Un encargo.

—¿Para quién?

—Un tipo extraño.

—¿Su nombre?

—Lo ignoro.

—Descríbemelo.

—No puedo hacerlo.

—Sorprendente.

—Por lo general, soy bastante buen observador. El hombre que me encargó un babuino macho muy robusto era una especie de sombra, sin consistencia y sin rasgos particulares. Llevaba una peluca que le devoraba la frente, casi le cubría los ojos, y una túnica que ocultaba su cuerpo. Sería incapaz de reconocerlo, y menos aún puesto que la transacción fue de muy corta duración. Ni siquiera discutió el precio.

—¿Su voz?

—Extraña. Estoy convencido de que la deformaba. Sin duda, algún hueso de fruta colocado entre la mejilla y los maxilares.

—¿Has vuelto a verlo?

—No.

Allí terminaba la pista. La misión del asesino había terminado, sin duda, con la caída de Pazair y la muerte de Qadash.

Divertida, Sababu colocó unos alfileres en su moño.

—Qué inesperada visita, juez Pazair; aguardad a que acabe de peinarme. ¿Tenéis acaso necesidad de mis servicios a horas tan tempranas?

—De vuestros servicios, no; de hablaros, sí.

El lugar, de ostentosos lujos, estaba empapado en embriagadores perfumes que mareaban. Pazair buscó en vano una ventana.

—¿Sabe vuestra esposa dónde estáis ahora?

—No le oculto nada.

—Mejor así. Es un ser excepcional y un excelente médico.

—Me he enterado de que conserváis por escrito vuestros recuerdos.

—¿Con qué derecho me interrogáis? Ya no sois decano del porche.

—Un pequeño juez sin destino. Sois libre de no responder.

—¿Quién os habló de mi manía?

—Suti. Está convencido de que tenéis elementos que pueden poner a Denes en dificultades.

—Suti, un muchacho maravilloso y un amante extraordinario. Por él, acepto tener un detalle.

Voluptuosa, Sababu se levantó y desapareció por unos instantes tras unos cortinajes. Reapareció con un papiro.

—He aquí el documento donde anoto los vicios de mis mejores clientes, sus perversiones y sus inconfesables deseos. Volver a leerlo es muy decepcionante. En conjunto, la nobleza de este país es sana. Hace el amor con naturalidad, sin desviaciones físicas o mentales. No puedo deciros nada. Este pasado sólo merece el olvido.

Rompió el papiro en mil pedazos.

—No habéis intentado impedírmelo. ¿Y si hubiera mentido?

—Confío en vos.

Sababu miró al juez con ojos golosos.

—No puedo ayudaros, ni amaros, y lo deploro. Haced feliz a Neferet, pensad sólo en su dicha y viviréis la más hermosa de las vidas.

Pantera ascendió a lo largo del cuerpo desnudo de Suti, más ágil que un tallo de papiro danzando bajo el viento. Se detenía, lo besaba y reanudaba su inexorable progreso hacia los labios de su amante. Cansado de su pasividad, quebró aquella tierna exploración y la tumbó de lado. Sus piernas se anudaron, se abrazaron con la violencia de un joven Nilo y se lanzaron a un ardiente placer, en el mismo momento. Uno y otro sabían que aquella perfección del deseo y de su consumación los unía, pero ni uno ni otra querían confesárselo.

Pantera era tan ardiente que un solo asalto no le bastaba; no le costó reavivar el ardor de Suti, gracias a intimas caricias.

El joven la trató de «gata libia», evocando así a la diosa del amor, que había penetrado en el desierto del oeste en forma de leona y que había regresado, dulce y seductora, bajo las apariencias del felino doméstico, nunca definitivamente domesticado. El menor gesto de Pantera despertaba la pasión, multicolor y dolorosa; tocaba a Suti como si fuera una lira, haciéndole resonar en armonía con su propia sensualidad.

—Vamos a comer fuera. Un griego acaba de abrir una taberna donde sirve hojas de parra rellenas con carne y un vino blanco de su país.

—¿Cuándo iremos a recuperar el oro?

—En cuanto esté en condiciones de emprender la expedición.

—Me pareces restablecido por completo, o casi…

—Hacer el amor es más fácil, aunque no menos agotador, que caminar varios días por el desierto; todavía debo recuperar fuerzas.

—Estaré a tu lado; sin mí, fracasarías.

—¿A quién venderemos el metal sin que nos denuncie?

—Los libios lo aceptarán.

—Nunca. Intentemos encontrar una solución en Menfis; si no, permaneceremos en Tebas hasta descubrir un modo. La operación es peligrosa.

—¡Y muy excitante! La fortuna se merece.

—Dime, Pantera… ¿qué sentiste al matar al policía felón?

—La angustia de fallar.

—¿Habías suprimido ya a un ser humano?

—Quería salvarte y lo logré. A ti te mataré si intentas abandonarme de nuevo.

Suti gozó, asombrado, con la atmósfera de Menfis. Le desconcertó, le pareció casi extraña tras su larga marcha por el desierto. En pleno barrio del Sicómoro, una abigarrada multitud se apretujaba en las cercanías del templo de la diosa Hator para escuchar a un heraldo que anunciaba las fechas de la próxima fiesta. Unos reclutas se dirigían hacia la zona militar para recibir sus equipos. Algunos comerciantes llevaban asnos y carros hacia los almacenes donde obtendrían sus lotes de cereales y productos frescos. En el puerto del «Buen viaje» maniobraban los barcos. Los marinos dispuestos a desembarcar entonaban los cantos tradicionales de la llegada.

El griego había abierto su taberna en una calleja de la parte sur, no lejos de la primera oficina del juez Pazair. Cuando Pantera y Suti penetraron en ella, les sorprendieron unos gritos de espanto.

Un carro tirado por un caballo desbocado bajaba a toda velocidad por la minúscula arteria. Aterrorizada, una mujer acababa de soltar las riendas. La rueda izquierda chocó con la fachada de una casa, la caja volcó y la pasajera se vio proyectada al suelo. Algunos viandantes detuvieron al corcel.

Suti acudió y se inclinó hacia la víctima. Con la cabeza ensangrentada, la señora Nenofar ya no respiraba.

Le prodigaron los primeros cuidados en el mismo lugar del accidente, luego, la esposa de Denes fue llevada al hospital. Sufría múltiples contusiones, una triple fractura de la pierna izquierda, un hundimiento de la caja torácica y una herida en la nuca. Era milagroso que siguiera viva. Neferet y dos cirujanos la operaron en seguida. Gracias a su robusta constitución, Nenofar escaparía de la muerte, pero se vería obligada a moverse con muletas.

Rápidamente estuvo en condiciones de hablar, y Kem recibió la autorización de interrogarla, en compañía de Pazair.

—El juez me acompaña como testigo —precisó el jefe de policía—. Prefiero que un magistrado asista a nuestra entrevista.

—¿Por qué tantas precauciones?

—Porque no acabo de percibir las causas del accidente.

—Un caballo que se desbocó… No logré controlarlo.

—¿Soléis conducir sola un vehículo como aquél? —preguntó Pazair.

—Claro que no.

—¿Y qué ocurrió en ese caso?

—Subí en primer lugar, un criado tenía que ocuparse de las riendas. De pronto, una piedra dio a la yegua, que relinchó, se encabritó y salió a todo galope.

—¿No estáis describiendo un atentado?

Nenofar, cuya cabeza estaba vendada, dejó vagar su mirada.

—Inverosímil.

—Sospecho de vuestro marido.

—¡Es odioso!

—¿Me equivoco? Detrás de su aparente honorabilidad se oculta un ser vanidoso y vil que sólo piensa en su interés.

Nenofar parecía afectada. Pazair amplió la brecha.

—Otras sospechas pesan sobre vos.

—¿Sobre mí?

—El asesino de Branir utilizó una aguja de nácar. Vos misma manejáis el instrumento con notable destreza.

Nenofar se incorporó huraña.

—Es horrible… ¿Cómo os atrevéis a proferir semejante acusación?

—Durante el proceso, que la amnistía impidió, habríais sido acusada de tráfico de telas, vestidos y sábanas. ¿Una fechoría no produce otra?

—¿Por qué os encarnizáis así?

—Porque vuestro marido es el cabecilla de una conjura criminal. ¿No sois vos acaso su mejor cómplice?

Una triste mueca crispó los labios de Nenofar.

—Estáis mal informado, juez Pazair. Antes de este accidente, tenía la intención de divorciarme.

—¿Habéis cambiado de idea?

—A través de mí, apuntaban a Denes. No lo abandonaré en plena tormenta.

—Perdonad mi brutalidad. Os deseo un rápido restablecimiento.

Ambos hombres se sentaron en un banco de piedra. La tranquilidad del babuino demostraba que nadie los observaba.

—¿Vuestra opinión, Kem?

—Caso flagrante de estupidez crónica e incurable. Es incapaz de comprender que su marido ha intentado librarse de ella, porque al separarse de él lo habría hundido en la miseria. La fortuna es de Nenofar. Denes ignoraba que hacía una jugada ganadora, fuera cual fuese el resultado de su empresa; o Nenofar moría en el accidente o volvía a ser su aliada. Es difícil encontrar una burguesa más idiota.

—Abrupta sentencia —estimó Pazair—, pero convincente. Hay algo que me parece demostrado: ella no es la asesina de Branir.

CAPÍTULO 37

E
n mitad de un invierno más frío que de costumbre, Ramsés el Grande celebró las fiestas de la resurrección de Osiris. Tras la fertilidad del Nilo, visible para todos, venía la fecundidad del espíritu vencedor del óbito; en cada santuario se encendieron lámparas para que brillara la eterna luz de la resurrección.

El rey acudió a Saqqara. Se recogió una jornada entera ante la pirámide escalonada y, luego, ante la estatua de su ilustre predecesor, el faraón Zóser.

La única puerta abierta en el recinto sólo la cruzaban el alma del faraón difunto o el rey reinante, durante su fiesta de regeneración, ante las divinidades del cielo y de la tierra.

Ramsés imploró a sus antepasados, convertidos en estrellas en el firmamento, que le inspiraran la conducta que debía seguir para librarse del oscuro barranco al que sus enemigos invisibles le habían lanzado. La majestad del lugar, consagrado al silencio luminoso de la boda transfigurada, lo serenó; se llenó la mirada con los juegos de claridad que animaban la gigantesca escalera con peldaños de piedra, centro de la inmensa necrópolis.

Al ocaso, la respuesta nació en su corazón.

Kem no era hombre de despacho, de modo que interrogó a Suti caminando a lo largo del Nilo.

—Extraña aventura la vuestra. Salir vivo del desierto no es una hazaña desdeñable.

—La suerte me protege mejor que cualquier divinidad.

—Es una amiga veleidosa a la que no hay que tentar demasiado.

—La prudencia me aburre.

—Efraim era un pillo redomado. Su desaparición no debió de entristeceros mucho.

—Huyó en compañía del general Asher.

—Pese al despliegue de fuerzas de seguridad, siguen sin encontrarlos.

—Comprobé su habilidad para desplazarse cuando evitaron a la policía del desierto.

—Sois un mago, Suti.

—¿Cumplido o reproche?

—Escapar de las garras de Asher es una hazaña sobrenatural. ¿Por qué os soltó?

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