El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (39 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

—No me lo explico.

—Habría debido mataros, reconocedlo. Hay otro punto extraño: ¿qué objetivo perseguía el general al refugiarse en una misión minera?

—Cuando lo detengáis, os lo revelará.

—El oro es la riqueza suprema, el sueño inaccesible. Como a vos, a Asher los dioses le importaban un pimiento; Efraim conocía filones olvidados cuyo emplazamiento le comunicó. Acumulando oro, el general no temía el porvenir.

—Asher no me hizo confidencia alguna.

—¿Y no sentisteis deseos de seguirlo?

—Estaba herido, sin fuerzas.

—Estoy convencido de que acabasteis con el general. Lo odiabais hasta el punto de correr considerables peligros.

—Era un adversario demasiado duro, en mi estado.

—He conocido esta situación. La voluntad puede dictar su ley al cuerpo más agotado.

—Cuando Asher vuelva, se beneficiará de la amnistía.

—Nunca volverá. Los buitres y los roedores han devorado sus carnes, el viento dispersará sus huesos. ¿Dónde habéis ocultado el oro?

—Sólo tengo mi suerte.

—Robar este metal es una falta imperdonable. Nadie ha conseguido conservar el oro arrebatado al vientre de las montañas. Restituidlo antes de que la suerte os abandone.

—Os habéis convertido en un verdadero policía.

—Me gusta el orden. Un país es feliz y próspero cuando los seres y las cosas están en su lugar. El del oro se halla en el interior del templo. Traed vuestro botín de Coptos y mi boca permanecerá cerrada. De lo contrario, consideradme un enemigo.

Neferet se negó a vivir en la mansión de Nebamon, el ex médico en jefe del reino; demasiadas ondas nocivas impregnaban el lugar. Prefirió aguardar a que la administración le otorgara otra morada y se conformó con la modesta vivienda, donde pasaba sólo sus cortas noches.

Al día siguiente de su entronización, los distintos cuerpos sanitarios habían solicitado audiencia, por miedo a sufrir algún disfavor. Neferet calmó las inquietudes y puso freno a las impaciencias; antes de preocuparse por eventuales ascensos, tenía que estudiar las necesidades de la población. Convocó pues a los encargados de la distribución de las aguas, para que ningún pueblo se viera privado del precioso liquido; luego examinó la lista de los hospitales y los dispensarios, advirtiendo que algunas provincias carecían de lo más necesario.

El reparto de los especialistas y los médicos generalistas entre el sur y el norte no era satisfactorio. Finalmente, entre las primeras urgencias, era preciso responder a los países extranjeros que reclamaban médicos egipcios para cuidar a ilustres pacientes.

La joven comenzó a evaluar la magnitud de su tarea. Se añadió a ella la cortés hostilidad de facultativos que, desde la muerte de Nebamon, se encargaban de velar por la salud de Ramsés; el médico general, el cirujano y el dentista alabaron sus cualidades y afirmaron que el monarca estaba satisfecho con sus cuidados.

Caminar por las calles era un descanso. Tan poca gente conocía su rostro, sobre todo en los barrios cercanos a palacio, que podía pasear a su guisa, tras una jornada de agotadoras entrevistas en las que cada interlocutor la ponía a prueba.

Cuando Suti llegó a su altura, ella se extrañó.

—Tengo que hablarte a solas.

—¿Excluyes a Pazair?

—De momento, sí.

—¿Qué temes?

—Mis sospechas son demasiado vagas y horribles… Actuaría precipitadamente y sería un error. Prefiero hablar contigo primero; tú juzgarás.

—¿Pantera?

—¿Cómo lo has adivinado?

—Ocupa un lugar indiscutible en tu vida… y pareces muy enamorado.

—Desengáñate, nuestra unión es sólo sensual. Pero Pantera…

Suti vacilaba. Neferet, que disfrutaba caminando rápidamente, redujo la marcha.

—Recuerda las circunstancias del asesinato de Branir —exigió Suti.

—Le clavaron una aguja de nácar en la nuca, con tanta precisión que la muerte fue instantánea.

—Pantera mató del mismo modo al policía felón, utilizando un puñal. Y, sin embargo, el hombre era un verdadero gigante.

—Simple coincidencia.

—Eso espero, Neferet, lo espero de todo corazón.

—No te atormentes más. El alma de Branir me es tan cercana, está tan viva, que tu acusación habría provocado en mí una inmediata certidumbre. Pantera es inocente.

Neferet y Pazair no se ocultaban nada. Desde que el amor los había unido, reinaba entre ellos una complicidad que ni la cotidianidad ni los conflictos hacían desaparecer. Cuando el juez se acostó, avanzada ya la noche, ella se despertó y quiso comunicarle las inquietudes de Suti.

—Se sentía culpable ante la idea de vivir con la mujer que habría asesinado a Branir.

—¿Desde cuándo lo obsesiona esa locura?

—Una pesadilla imprimió el recuerdo en su memoria.

—Grotesco. Pantera ni siquiera conocía a Branir.

—Alguien pudo utilizar sus siniestras dotes.

—Mató al policía por amor; tranquiliza a Suti.

—Pareces muy seguro de ti mismo.

—Estoy seguro de ella y de él.

—Yo también.

La visita de la reina madre trastornó el orden de las audiencias. Algunos jefes de provincia, llegados para solicitar equipamientos sanitarios, se inclinaron al paso de Tuy.

La madre de Ramsés besó a Neferet.

—Ahora estáis en vuestro auténtico puesto.

—Añoro mi aldea del Alto Egipto.

—Ni añoranzas, ni remordimientos: son futilidades. Sólo cuenta vuestra misión al servicio del país.

—¿Y vuestra salud?

—Excelente.

—Haremos un examen rutinario.

—Sólo para tranquilizaros.

Pese a la edad y sus precedentes afecciones, la vista de la reina madre era satisfactoria. Neferet le rogó, sin embargo, que siguiera con rigor el tratamiento.

—Vuestra tarea no será fácil, Neferet. Nebamon poseía el arte de diferir las urgencias y enterrar los expedientes; se rodeaba de leales carentes de personalidad. Esa casta blanda, estrecha de espíritu, conservadora, se opondrá a vuestras iniciativas. La inercia es un arma terrible; no os desalentéis.

—¿Cómo está el faraón?

—Reside en el norte e inspecciona algunas guarniciones. Tengo la sensación de que le preocupa la desaparición del general Asher.

—¿Y compartís vos, de nuevo, sus pensamientos?

—¡Lamentablemente, no! De lo contrario, le habría preguntado las razones de esa despreciable amnistía que nuestro pueblo desaprueba. Ramsés está cansado, su poder se desgasta. Los sumos sacerdotes de Heliópolis, Menfis y Tebas no tardarán demasiado en organizar la fiesta de regeneración que todos, con razón, consideran necesaria.

—El país estará en fiestas.

—Ramsés estará otra vez lleno de ese ardor que le permitió vencer a sus enemigos más temibles. No vaciléis en pedirme ayuda; ahora, nuestras relaciones tienen un carácter oficial.

Verse animada de ese modo multiplicó la energía de Neferet.

Tras la marcha de las obreras, la señora Tapeni inspeccionó el taller. Su adiestrada mirada descubría el menor robo; ni un instrumento ni un pedazo de paño tenían que desaparecer de su dominio, so pena de inmediatas sanciones. Sólo el rigor aseguraba una constante calidad en el trabajo.

Entró un hombre.

—Denes… ¿qué quieres?

El transportista cerró la puerta. Macizo, con el rostro huraño, avanzó lentamente.

—Dijiste que no debíamos vemos de nuevo.

—Eso es.

—Cometiste un error. No soy mujer a la que se abandone tras haberla utilizado.

—Tú has cometido otro. No soy un notable al que se pueda extorsionar.

—O te inclinas, o arruinaré tu reputación.

—Mi mujer acaba de sufrir un accidente; sin la clemencia de los dioses, habría muerto.

—El incidente en nada cambia los acuerdos que hice con ella.

—No hay acuerdo alguno.

Con una mano, Denes agarró a Tapeni por la garganta y la pegó a la pared.

—Si sigues molestándome, tú también sufrirás un accidente. Detesto tus métodos; conmigo, están condenados al fracaso. No intentes oponerte a mi esposa y olvida nuestro encuentro. Limítate a hacer tu oficio si deseas llegar a vieja. Adiós.

Liberada, Tapeni respiró ávidamente.

Suti se aseguró de que no lo seguían. Tras el interrogatorio a que Kem le había sometido, temía que lo vigilaran. La advertencia del nubio no debía ser tomada a la ligera; ni siquiera Pazair podría proteger a su amigo si el jefe de policía demostraba su culpabilidad.

Por fortuna, las sospechas que pesaban sobre su amante libia se habían disipado; pero Suti y Pantera tenían que salir de Menfis sin llamar la atención del nubio. Utilizar del mejor modo su fabulosa fortuna sería un delicado empeño que exigía complicidades; de modo que el joven se puso en contacto con algunos personajes dudosos, encubridores declarados, de mayor o menor envergadura, sin desvelar su secreto. Habló de una transacción importante que exigiría un largo transporte.

Patascortas le pareció un compañero válido. El comerciante no hizo preguntas y aceptó proporcionar a Suti unos robustos asnos, carne seca y odres de agua en el lugar que quisiera. Llevar el oro de la gruta hasta la gran ciudad, ocultarlo y negociarlo para adquirir una suntuosa mansión y darse la gran vida era muy arriesgado; pero a Suti le producía un intenso placer jugar con la suerte. En el umbral de la fortuna, no lo abandonaría.

Dentro de tres días, Pantera y él embarcarían hacia Elefantina. Provistos de la tablilla de madera donde Patascortas había inscrito sus instrucciones, obtendrían los animales y el material en un pueblo donde nadie los conocía. Luego sacarían del escondrijo una parte del oro y regresarían a Menfis con la esperanza de cambiarlo en un mercado paralelo que griegos, libios y demás sirios intentaban animar. El valor comercial del metal amarillo era tan considerable, debido a su escasa circulación, que Suti encontraría, sin duda, un comprador.

Se arriesgaba a la cárcel, si no a la muerte. Pero cuando poseyera la más hermosa propiedad de Egipto, organizaría magníficas recepciones cuyos invitados de honor serían Pazair y Neferet. Quemaría sus riquezas como si fueran paja para que una alegre hoguera se elevara hacia el cielo, donde ausentes dioses se reirían con él.

La voz del visir era ronca, sus rasgos descompuestos.

—Juez Pazair, os he convocado para hablar de vuestra conducta.

—¿He cometido alguna falta?

—¿No es manifiesta vuestra oposición a la amnistía? No perdéis ocasión para demostrarlo.

—Callar sería una impostura.

—¿Sois consciente de vuestra imprudencia?

—¿No habéis mostrado vos vuestra hostilidad al rey?

—Yo soy un viejo visir, vos un joven magistrado.

—¿Cómo puede ofender a su majestad la opinión de un pequeño juez de barrio?

—Fuisteis decano del porche. Guardaos vuestros pensamientos.

—¿Depende de ese silencio mi próximo nombramiento?

—Sois lo bastante inteligente para responder vos mismo a esa pregunta. ¿Es digno de ejercer un juez que discute la ley?

—Si es así, renuncio a esta función.

—Es la razón de vuestra vida.

—La herida será incurable, lo admito, pero es preferible a la hipocresía.

—¿No sois demasiado riguroso?

—Viniendo de vos, esta observación es un cumplido.

—Detesto la grandilocuencia, pero creo que el país os necesita.

—Permaneciendo fiel a mi ideal, espero estar en armonía con el Egipto de las pirámides, de la cima tebana y de los imperecederos soles. Éste ignora la amnistía. Si me equivoco, la justicia seguirá sin mí su camino.

—Buenos días, Suti.

El joven dejó la copa llena de cerveza fresca.

—¡Tapeni!

—Me ha costado mucho tiempo encontrarte. Esta taberna es bastante sórdida, pero parece gustarte.

—¿Cómo estás?

—Bastante mal desde que te fuiste.

—Una hermosa mujer nunca sufre la soledad.

—¿Has perdido la memoria? Eres mi marido.

—Cuando abandoné tu casa, se consumó nuestro divorcio.

—Te equivocas, querido. Considero tu fuga como una simple ausencia.

—Nuestra boda se celebró en el marco de una investigación; la amnistía la ha disuelto.

—Me tomo en serio nuestra unión.

—Deja de bromear, Tapeni.

—Tú eres el esposo en quien siempre he soñado.

—Te lo ruego…

—Te conmino a que repudies a tu puta libia y regreses al domicilio conyugal.

—¡Es insensato!

—No quiero perderlo todo. Obedece o lo lamentarás.

Suti se encogió de hombros y bebió un largo trago.

Bravo
correteaba ante Pazair y Neferet. El perro contemplaba las aguas del canal, pero evitaba acercarse a ellas. La pequeña mona verde se agarraba al hombro de su dueña.

—Mi decisión ha dejado consternado a Bagey, pero la mantendré.

—¿Ejercerás en provincias?

—En ninguna parte. Ya no soy juez, Neferet, porque me opongo a una decisión inicua.

—Deberíamos habernos marchado a Tebas.

—Tus colegas te habrían traído de nuevo aquí.

—Mi posición es más inestable de lo que parece. Que una mujer sea médico en jefe del reino molesta a ciertos cortesanos influyentes. A la menor falta, exigirán mi renuncia.

—Voy a realizar un viejo sueño: ser jardinero. En nuestra futura casa, mi trabajo no será desdeñable.

—Pazair…

—Vivir juntos es una felicidad inigualable. Trabaja por la salud de Egipto, yo cuidaré flores y árboles.

Los ojos de Pazair no le engañaban. Se trataba, efectivamente, de una convocatoria del juez principal de Heliópolis, la ciudad santa situada al norte de Menfis. La población, desprovista de importancia económica, sólo comprendía templos, construidos alrededor de un inmenso obelisco, rayo de sol petrificado.

—Me ofrecen un puesto de magistrado encargado de los asuntos religiosos —supuso—. Como en Heliópolis nunca ocurre nada, no tendré demasiado trabajo. Por lo general, el visir nombra magistrados ancianos o enfermos.

—Bagey ha hablado en tu favor —consideró Neferet—. Al menos, conservarás tu título.

—Apartarme de los asuntos civiles… Es muy astuto.

—No rechaces esta convocatoria.

—Si me imponen la menor servidumbre, si intentan hacerme admitir la amnistía, mi visita será de corta duración.

En Heliópolis residían los redactores de los textos sagrados, de los ritos y de los relatos mitológicos destinados a transmitir la sabiduría de los antiguos. En el interior de los santuarios, rodeados de altos muros, un restringido número de oficiantes celebraba el culto a la energía en su forma luminosa.

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