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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (41 page)

CAPÍTULO 39

P
azair meditó toda una noche sentado en la posición del escriba ante la estatua del dios Thot, con su forma de babuino coronado por el disco solar. El templo estaba silencioso; en el techo, los astrólogos observaban las estrellas. Todavía bajo los efectos de su entrevista con el faraón, el juez saboreaba las últimas horas de paz antes de su entronización, antes de cruzar el umbral de una nueva existencia que no había deseado. Pensaba en aquel delicioso instante en el que Neferet,
Bravo
,
Viento del Norte
,
Traviesa
y él se disponían a embarcar hacia Tebas, en los tranquilos días de una aldea del Alto Egipto, en la dulzura de su esposa, en el regular fluir de las estaciones, lejos de los asuntos de Estado y de las ambiciones humanas. Pero aquello no era más que un sueño deshilachado e inaccesible.

Dos ritualistas llevaron a Pazair a la Casa de la Vida, donde lo recibió
el Calvo
. El futuro visir se arrodilló en una estera,
el Calvo
puso una regla de madera sobre su cabeza y, luego, le ofreció agua y pan.

—Come y bebe —le ordenó—. Permanece vigilante en cualquier circunstancia, de lo contrario, estos alimentos se te harán amargos. Que por tu acción la pena se transforme en alegría.

Lavado, depilado, perfumado, Pazair se vistió con un paño a la antigua, una toga de lino y una peluca corta. Los ritualistas lo condujeron hacia el palacio real, a cuyo alrededor se apretujaba una multitud curiosa. La víspera, los heraldos habían anunciado el nombramiento de un nuevo visir.

Recogido e indiferente a los clamores, Pazair penetró en la gran sala de audiencia presidida por el faraón, que llevaba la corona roja y la corona blanca, cuyo encaje simbolizaba la unión del Alto y el Bajo Egipto. A un lado y otro del rey se hallaban sus únicos amigos, entre ellos Bagey, el antiguo visir, y Bel-Tran, el nuevo director de la Doble Casa blanca, numerosos cortesanos y dignatarios se hallaban situados entre las columnas; entre ellos, Pazair distinguió en seguida a la médico en jefe del reino. Grave y sonriente, Neferet no apartaba sus ojos de él. Pazair permaneció de pie ante el rey. El portador de la Regla desenrolló ante él el papiro donde estaba inscrito el espíritu de las leyes.

—Yo, Ramsés, faraón de Egipto, nombro a Pazair visir, servidor de la justicia y sostén del país. En verdad, no es un favor lo que te concedo, pues tu función no es dulce ni agradable, sino amarga como la bilis. Actúa de acuerdo con la Regla, sea cual sea el asunto que trates; imparte justicia a todo el mundo, sea cual sea su condición. Obra de modo que te respeten por tu prudencia y tus serenas palabras. Cuando mandes, preocúpate de orientar, no ofendas a nadie y rechaza la violencia. No te refugies en el mutismo, afronta las dificultades y no inclines la cabeza ante los altos funcionarios.

Que tu modo de juzgar sea transparente, sin disimulos, y que todos perciban su razón. El agua y el viento llevarán tus palabras y tus actos al pueblo. Que ningún ser te acuse de haber sido injusto con él y de no haberle escuchado. No actúes nunca según tus preferencias; juzga tanto al que conoces como al que no conoces. No te preocupes de complacer o disgustar, no favorezcas a nadie, pero no cometas excesos de rigor o de intransigencia. Castiga al rebelde, al arrogante y al charlatán, pues siembran la confusión y destruyen. Tú único refugio es la regla de la diosa Maat, que no ha variado desde el tiempo de los dioses y perdurará cuando la humanidad haya dejado de existir. Tu único modo de vivir es la rectitud.

Bagey se inclinó ante el faraón, y se llevó la mano al corazón de cobre que llevaba al cuello, se lo quitó y se lo entregó al monarca.

—Conserva este símbolo —decretó Ramsés—; te has mostrado digno de él durante tantos años que adquieres el derecho de llevártelo contigo al más allá. Ahora vive una apacible y feliz vejez, sin olvidar aconsejar a tu sucesor.

El antiguo y el nuevo visir se dieron un abrazo, luego Ramsés condecoró a Pazair con un resplandeciente corazón de cobre, creado por los talleres reales.

—Eres el dueño de la justicia —precisó el faraón—, vela por la felicidad de Egipto y la de sus habitantes. Eres el cobre que protege el oro, el visir que protege al faraón; actúa de acuerdo con lo que te ordeno, pero no seas abúlico ni servil, y sabe prolongar mi pensamiento. Me darás cuenta, cada día, de tu trabajo.

Los cortesanos saludaron con deferencia al nuevo visir.

Los jefes de las provincias, los gobernadores de los dominios, los escribas, los jueces, los artesanos, y los hombres y las mujeres de Egipto cantaron las alabanzas del nuevo visir.

Por todas partes se organizaron banquetes en su honor, en los que se comieron los mejores manjares y se bebieron, a cargo del Estado, las más refinadas cervezas.

¿Había suerte más envidiable que la del visir…? Los servidores se apresuraban a satisfacer sus menores deseos: navegaba en un barco de cedro, los manjares de su mesa eran suculentos, degustaba raros caldos mientras los músicos tocaban encantadoras melodías, su viñatero le proporcionaba las moradas uvas, su intendente aves asadas y perfumadas con hierbas, y pescados de exquisita carne. El visir se sentaba en sillas de ébano y dormía en una cama de madera dorada, de confortable colchón; en la sala de las unciones, un masajista le libraba de su fatiga.

Pero todo aquello era sólo lenificante apariencia. «Más amarga que la bilis» sería su tarea, como afirmaba el ritual de entronización.

Neferet, médico en jefe del reino, Kani, sumo sacerdote de Karnak, Kem, jefe de policía… ¿No habían elegido los dioses favorecer a los seres justos permitiéndoles ofrecer su vida a Egipto? El cielo hubiera debido estar límpido y el corazón alegre, pero Pazair permanecía sombrío y atormentado.

¿No estaría la tierra amada por los dioses cubierta de tinieblas en menos de un año?

Neferet posó su brazo en el hombro de Pazair y lo estrechó contra sí. El visir no le había ocultado nada de su entrevista con Ramsés; unidos en el secreto, compartían su carga. Su mirada se perdió en el cielo de lapislázuli, donde brillaban las estrellas y el alma de su maestro Branir.

Pazair había aceptado la mansión, el jardín y las tierras que el faraón ofrecía a su visir. Policías elegidos por Kem fueron situados a la entrada de la vasta propiedad, rodeada de muros, y otros la vigilaban permanentemente desde las casas vecinas. Nadie se acercaba a la mansión sin mostrar un salvoconducto o una convocatoria con todas las de la ley. Situada no lejos del palacio real, la residencia formaba un islote de verdor donde crecían quinientos árboles, entre ellos setenta sicomoros, treinta perseas, ciento setenta palmas datileras, cien palmeras, diez higueras, nueve sauces y diez tamariscos.

Algunas especies raras, importadas de Nubia y Asia, sólo figuraban en un ejemplar. Una tornasolada viña proporcionaba un caldo reservado al visir.

La mona verde de Neferet, maravillada, imaginaba mil y una escaladas y otros tantos festines. Unos veinte jardineros se ocupaban de la propiedad; la parte cultivada se dividía en cuadrados, separados por canales de riego. Una procesión de aguadores regaba las lechugas, puerros, cebollas y pepinos que crecían en terrazas.

En el centro del huerto había un pozo de cinco metros de profundidad. Al abrigo del viento, un quiosco, al que se accedía por una rampa de suave pendiente, permitía disfrutar del sol de invierno; al otro lado, a la sombra de los árboles más grandes y en el camino de la brisa del norte, otro quiosco servía de refugio en los períodos cálidos junto a un estanque rectangular propicio al baño.

Pazair no se había separado de su estera de juez de provincias; sin embargo, el abundante mobiliario colmaba los más exigentes deseos. La calidad de la mosquitera le satisfizo, mientras que la de los innumerables cepillos y escobas tranquilizó a su esposa, deseosa de mantener limpia la gran mansión.

—El cuarto de baño es una maravilla.

—El barbero te espera; estará a tu servicio todas las mañanas.

—Al igual que la peluquera al tuyo.

—¿Conseguiremos escapar alguna vez?

Él la tomó en sus brazos.

—Menos de un año, Neferet. Nos queda menos de un año para salvar a Ramsés.

Denes estaba fuera de sí. Ciertamente, gozaba otra vez del apoyo incondicional de su esposa, que guardaría cama largo tiempo y quedaría tullida para toda la vida. Había evitado el divorcio, conservaba su fortuna y había terminado con las amenazas de la señora Tapeni. Pero el horizonte se había oscurecido bruscamente con el inesperado nombramiento de Pazair. El plan de los conjurados se dislocaba; su triunfo, sin embargo, seguía siendo seguro, puesto que poseían el testamento de los dioses.

El químico Chechi, nervioso, predicaba la mayor prudencia; tras haber perdido el puesto de médico en jefe y fracasado en la conquista del visirato, los conjurados debían agazaparse en las sombras y utilizar su arma infalible: el tiempo.

Los sumos sacerdotes de los principales templos acababan de anunciar la fecha de la fiesta de regeneración del rey, el primer día del nuevo año, en el mes de julio, cuando la aparición de la estrella Sothis, en el signo de Cáncer, anunciara la crecida del Nilo. La víspera de su abdicación, Ramsés conocería el nombre de su sucesor y le transmitiría el poder a la vista de todo el mundo.

—¿Se confió el rey a Pazair? —preguntó Denes.

—Claro que no —supuso Chechi—. El faraón está condenado al silencio; una confidencia y está perdido. Pazair no es más virtuoso que cualquier otro. Formaría inmediatamente una camarilla contra el monarca.

—¿Por qué eligió a Pazair?

—Porque el pequeño juez es astuto y ambicioso. Supo seducir a Ramsés mostrando una probidad ilusoria.

—Tienes razón. El rey comete un enorme error.

—Desconfiemos del intrigante; acaba de demostrar sus capacidades.

—El ejercicio del poder lo embriagará. Si hubiera sido menos estúpido, se habría unido a nosotros.

—Demasiado tarde. Juega su propio juego.

—No le ofrezcamos de nuevo la ocasión de incriminarnos.

—Rindámosle homenaje y cubrámosle de regalos; creerá en nuestra sumisión.

Suti, paciente, aguardó a que finalizara la explosión de cólera. Pantera, furiosa, había roto la vajilla y los taburetes, desgarrado ropa e, incluso, pisoteado una peluca de mucho valor. La pequeña casa se había convertido en un caos, pero la rubia libia no se tranquilizaba.

—Me niego —dijo.

—Sé paciente.

—Teníamos que partir mañana.

—Pazair no debía ser nombrado visir —repuso Suti.

—Me importa un bledo.

—A mí no.

—¿Y qué estás esperando? ¡Te has olvidado ya! Partamos como estaba convenido.

—No hay prisa alguna.

—Quiero recuperar nuestro oro.

—No huirá.

—Ayer sólo hablabas de nuestro viaje.

—Debo ver a Pazair y conocer sus intenciones.

—¡Pazair, de nuevo Pazair! ¿Cuándo nos libraremos de él?

—Cállate.

—No soy tu esclava.

—Tapeni me conminó a despedirte.

—¿Te has atrevido a ver de nuevo a esa arpía?

—Me buscó en una taberna. Tapeni se considera mi esposa legítima.

—Estúpido.

—La protección del visir me será útil.

El primer huésped de Pazair fue su predecesor. Bagey, a pesar de sus doloridas piernas, caminaba sin bastón. Con la espalda curvada, la voz ronca, se sentó en el quiosco de invierno.

—Vuestro ascenso es merecido, Pazair. No podía soñar en un mejor visir.

—Sois mi modelo.

—Mi último año de trabajo fue penoso y decepcionante; mi marcha era indispensable. Afortunadamente, el rey me escuchó. Vuestra juventud no os resultará un problema por mucho tiempo; la función hace madurar al hombre.

—¿Qué me aconsejáis?

—Sed indiferente a las habladurías, despedid a los cortesanos, estudiad en profundidad cada expediente y no prescindáis del más extremado rigor. Os presentaré a mis más próximos colaboradores y podréis probar su competencia.

El sol atravesó las nubes e inundó el quiosco. Pazair se dio cuenta de que a Bagey le molestaba y le protegió con una sombrilla.

—¿Os gusta esta mansión? —preguntó el antiguo visir.

—Todavía no he tenido tiempo de explorarla.

—Es demasiado grande para mí; este huerto es un nido de problemas. Prefiero mi apartamento en la ciudad.

—Sin vuestra ayuda, fracasaré; ¿aceptáis permanecer a mi lado e ilustrarme?

—Es mi deber. Pero dadme tiempo para encargarme de mi hijo.

—¿Dificultades?

—Su patrón no está contento con él. Temo que lo despida y mi mujer está preocupada.

—Si puedo intervenir…

—Me niego de antemano; conceder privilegios sería una falta grave. ¿Y si comenzáramos a trabajar?

Pazair y Suti se dieron un abrazo. El aventurero miró a su alrededor.

—Tu propiedad me gusta. Quiero una como ésta, y daré en ella inolvidables fiestas.

—¿Deseas ser visir?

—El trabajo me aterra. ¿Por qué has aceptado tan abrumadora tarea?

—Caí en una trampa.

—Mi fortuna es inmensa; evádete e hincaremos el diente a la vida.

—Imposible.

—¿Me niegas tu confianza?

—El faraón me ha confiado una misión.

—No acabes en la toga de un alto funcionario, lento e imbuido de su importancia.

—¿Me reprochas que sea visir?

—¿Condenas tú mi modo de hacer fortuna?

—Trabaja a mi lado, Suti.

—Dejar pasar mi oportunidad sería un crimen.

—Si cometes un delito, no te defenderé.

—Estas palabras señalan nuestra ruptura.

—Eres mi amigo y seguirás siéndolo.

—Un amigo no amenaza.

—Quiero evitarte un error fatal; Kem no cederá y se mostrará implacable.

—Duelo equilibrado.

—No lo desafíes, Suti.

—No me dictes mi conducta.

—Quédate, te lo ruego. Si conocieras la importancia de mi tarea, no vacilarías ni un instante.

—¡Defender la ley, qué utopía! Si la hubiera respetado, Asher seguiría vivo.

—No testimonié contra ti.

—Estás tenso e inquieto. ¿Qué me ocultas?

—Desmantelamos una conjura; pero era sólo una etapa. Sigamos juntos.

—Prefiero el oro.

—Devuélvelo al templo.

—¿Me traicionarás?

Pazair no respondió.

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