Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Mentmosé —murmuró el nubio.
—¿Cómo se comportó?
—Una simple gira de inspección.
—Llevadme a las reservas.
La mejor agua potable se recogía unos días después del comienzo de la crecida; enriquecida con sales minerales, regulaba la actividad intestinal y favorecía la fecundidad de las mujeres.
Turbia y lodosa, se filtraba y se almacenaba en grandes jarras que la conservaban muy bien durante cuatro o cinco años. La provincia del Óryx, en los años de fuerte calor, a veces la exportaba hacia el sur.
Iua hizo abrir el depósito principal, asegurado con pesados cerrojos de madera. Quedó sin respiración al descubrir el desastre: los tapones de las jarras habían sido arrancados y el agua se había derramado por el suelo.
¿
Cómo podía ser tan bella una mujer?, se preguntó Pazair contemplando a Neferet, engalanada para el banquete que Bel-Tran ofrecía. La médico en jefe del reino llevaba un collar de siete vueltas de cuentas de cornalina, adornadas con oro de Nubia, que le había regalado la reina madre; ocultaba la turquesa, regalo de su maestro Branir, destinada a alejar las fuerzas nocivas.
Su peluca de finas trenzas y rizados mechones ponía de relieve su purísimo rostro, de tez clara y resplandeciente; pulseras de pequeñas cuentas adornaban sus muñecas y sus tobillos; un cinturón de amatista, regalo de Pazair, subrayaba la finura de su talle.
—Ya es hora de vestirse —advirtió la muchacha.
—Tengo que leer el último informe.
—¿Las reservas de agua potable?
—Mentmosé destruyó una decena; las demás ya están protegidas. Los heraldos proclaman la descripción del bandido; o caerá en manos de la policía o se verá obligado a ocultarse.
—¿Cuántos jefes de provincia se han vendido a Bel-Tran?
—Un tercio, tal vez; pero los trabajos de mantenimiento de los diques se realizarán correctamente. He dado órdenes en este sentido, con la prohibición de que se reduzcan los efectivos.
Neferet se sentó, ligera, en sus rodillas para impedirle trabajar.
—Realmente ya es hora de que te pongas un paño de fiesta, una peluca clásica y un collar digno de tu rango.
Kem, como jefe de policía, había recibido una invitación. Muy incómodo en ese tipo de recepciones, el nubio no llevaba más joyas que su puñal de mango de electro, decorado con incrustaciones de lapislázuli y feldespato verde. Refugiado en un ángulo de la gran sala con columnas, donde Bel-Tran y Silkis recibían a sus huéspedes, vigilaba al visir, rodeado de numerosas personalidades. El simio se había colocado sobre el tejado de la casa, desde donde observaba los alrededores.
Guirnaldas de flores adornaban las columnas; la nobleza de Menfis llevaba resplandecientes atavíos; ocas asadas y carne de buey se servia en bandejas de plata, los mejores caldos se escanciaban en copas importadas de Grecia. Algunos invitados se sentaban en almohadones, otros elegían sillas. Un carrusel de servidores cambiaba con frecuencia los platos de alabastro.
El visir y su esposa presidían tras una bien provista mesa de ofrendas; unas siervas les lavaron las manos con agua perfumada y les pusieron al cuello un collar de aciano. Cada invitada recibió una flor de loto y la hincó en su peluca.
Tocadoras de arpa, de laúd y tamboril encantaban a la concurrencia; Bel-Tran había pagado a las mejores profesionales de la ciudad, exigiendo de ellas melodías inéditas que los aficionados apreciarían en su justo valor.
Un cortesano muy viejo, incapaz de moverse, se beneficiaba de una cómoda silla perforada que le permitía participar en la velada. Un servidor cambiaba el recipiente de terracota, colocado bajo el asiento, después de la utilización y lo sustituía por otro lleno de arena perfumada.
El cocinero de Bel-Tran era un virtuoso de las finas hierbas; había combinado los sabores del romero, el comino, la salvia, el eneldo y la canela, que se consideraba «realmente noble». Los gastrónomos se deshacían en felicitaciones mientras en las conversaciones todos hablaban de la generosidad del director de la Doble Casa blanca y de su esposa.
Bel-Tran se levantó y pidió silencio.
—Amigos míos, en esta magnífica velada, que vuestra presencia hace más hermosa todavía, quisiera rendir homenaje al hombre cuya benevolente autoridad todos respetamos, el visir Pazair. El visirato es una institución sagrada; la voluntad del faraón se expresa a través de ella. Pese a su joven edad, nuestro querido Pazair da pruebas de una notable y sorprendente madurez; ha sabido lograr que la población lo amara, tomar rápidas decisiones, y trabaja cada día para preservar la grandeza de nuestro país. En vuestro nombre, y a título de homenaje, séale ofrecido este modesto objeto:
El intendente colocó ante Pazair una copa azul de terracota, recubierta de un vidriado y cuyo fondo estaba decorado por una flor de loto de cuatro pétalos.
—Os lo agradezco —dijo Pazair—, y permitidme que entregue esta obra maestra al templo de Ptah, el dios de los artesanos. ¿Quién puede olvidar que los templos tienen el deber de reunir las riquezas y redistribuirlas en función de las necesidades de la población? ¿Quién osaría reducir su papel sin atentar a la armonía y destruir el equilibrio creado desde la primera de nuestras dinastías? Si estas viandas son suculentas, si esta tierra es fértil, si nuestra jerarquía se apoya en los deberes del hombre y no en sus derechos, se debe a que Maat, la eterna regla de vida, es nuestra guía. Quien la traiciona, quien atenta contra ella, es un criminal al que no se le concederá la menor indulgencia. Mientras el sentido de la justicia sea nuestro valor primordial, Egipto vivirá en paz y celebrará fiestas.
Las palabras del visir entusiasmaron a una parte de la concurrencia y dejaron fría a la otra. Cuando se reanudaron las discusiones, los clanes se enfrentaron con palabras moderadas, tanto para alabar la intervención del visir como para criticarla. ¿Era una recepción el marco adecuado para este tipo de declaraciones? Durante el breve discurso del visir, el rostro de Bel-Tran se había contraído, y su crispada sonrisa no había engañado a nadie. ¿No se decía que entre el jefe del gobierno y su ministro de Economía había una profunda divergencia de puntos de vista?
Debido a los contradictorios rumores, no era fácil separar lo cierto de lo falso.
Terminada la comida, los invitados tomaron el fresco en el jardín. Kem prestó una mayor atención, ayudado por
Matón
; el visir escuchaba las quejas de unos altos funcionarios que lamentaban, con razón, las lentitudes administrativas. Bel-Tran, de inagotable cháchara, embaucaba a un grupo de atentos cortesanos.
Silkis se aproximó a Neferet.
—Hace mucho tiempo que quería hablar con vos; esta velada me lo permite.
—¿Habéis decidido divorciaros?
—¡Amo tanto a Bel-Tran! Es un marido maravilloso. Si intervengo en vuestro favor, podremos evitar lo peor.
—¿Qué queréis decir con eso?
—Bel-Tran siente verdadera estima por Pazair; ¿por qué no se muestra más razonable vuestro esposo? Entre ambos harían un trabajo excelente.
—El visir no está convencido de ello.
—Se equivoca; convencedlo para que cambie de opinión, Neferet.
Silkis hablaba con la voz ingenua y almibarada de una mujer-niña.
—Pazair no se hace ilusión alguna.
—Queda tan poco tiempo… Pronto será demasiado tarde. ¿No es mala consejera la obstinación del visir?
—Un compromiso lo sería más aún.
—Acceder al puesto de médico en jefe no os fue fácil; ¿por qué estropear vuestra carrera?
—Curar a los enfermos no es una carrera.
—En ese caso, no os negaréis a cuidarme.
—No pienso hacerlo.
—¡Un médico no puede elegir a sus enfermos!
—En las actuales circunstancias, sí.
—¿Qué me reprocháis?
—¿Os atreveréis a afirmar que no sois una criminal?
La señora Silkis se apartó.
—No comprendo… Acusarme, a mí…
—Aliviad vuestra conciencia, confesad; no existe mejor remedio.
—¿Y de qué soy responsable?
—De haber consumido droga, al menos.
Silkis cerró los ojos y ocultó el rostro entre sus manos.
—¡Dejad de proferir horrores!
—El visir tiene la prueba de vuestra culpabilidad.
Presa de un ataque de nervios, Silkis corrió a refugiarse en sus aposentos; Neferet se reunió con Pazair.
—Temo no haber actuado correctamente.
—De acuerdo con la reacción de tu interlocutora, estoy convencido de lo contrario.
Bel-Tran intervino.
—¿Qué ha ocurrido? Vos…
La mirada de Neferet petrificó al director de la Doble Casa blanca. No había odio alguno, ninguna violencia, pero sí una luz que atravesaba el ser. Bel-Tran se sintió desnudo, despojado de sus mentiras, de sus artificios y artimañas; su alma ardía, un espasmo le lastimó el pecho. Al borde del desvanecimiento suspendió el combate y abandonó la gran sala de columnas.
La recepción había terminado.
—¿No serás una hechicera? —preguntó Pazair a su esposa.
—¿Cómo luchar, sin magia, contra la enfermedad? En realidad, Bel-Tran se ha visto a sí mismo; y lo que ha descubierto no parece haberle alegrado.
La suavidad de la noche les encantó; olvidaron por algunos instantes que el transcurso del tiempo les era contrario. Comenzaron a soñar que Egipto no cambiaría nunca, que el perfume del jazmín llenaría siempre sus jardines, que la crecida del Nilo alimentaría, por toda la eternidad, a un pueblo unido por el amor a su rey.
Una grácil forma brotó de un bosquecillo y les cortó el paso.
La mujer lanzó un grito de espanto. De un prodigioso salto,
Matón
había abandonado el tejado y se había colocado entre la pareja y ella, dejándola helada. Con las fauces abiertas, dilatados los orificios nasales, se disponía a atacar.
—¡Impedídselo, os lo suplico!
—¡Señora Tapeni! —Pazair posó la mano diestra en el hombro de
Matón
, que se reunió con Kem—. ¡Qué extraña manera de abordarme…! Os arriesgáis mucho.
La hermosa morenita tembló durante unos segundos.
—Debo registraros —dijo el nubio.
—¡Atrás!
—Si os negáis, ordenaré a
Matón
que lo haga en mi lugar.
Tapeni cedió. Pazair estimó que el sacerdote que le había dado el nombre, «ratón», había advertido su verdadera naturaleza: vivacidad, nerviosismo, astucia.
Kem esperaba encontrar una aguja de nácar que demostrara su voluntad de agredir al visir y su culpabilidad en el asesinato de Branir; pero la tejedora no llevaba encima arma ni herramienta alguna.
—¿Deseabais hablarme?
—Pronto no interrogaréis a nadie.
—¿En qué se basa esta profecía?
La hermosa morena se mordió los labios.
—Una vez más, señora Tapeni, habéis hablado demasiado o no habéis hablado suficientemente.
—En este país, nadie aprueba vuestro rigor; el rey se verá obligado a destituiros.
—Su majestad debe juzgar, en efecto; ¿ha concluido la entrevista?
—He oído decir que Suti se escapó de la fortaleza donde purgaba su pena de exilio.
—Estáis bien informada.
—¡No esperéis que vuelva!
—Volveré a verlo vivo… Y vos también.
—Nadie escapa a las soledades de Nubia; morirá allí de sed.
—La ley del desierto ya le fue favorable; Suti sobrevivirá y arreglará sus cuentas.
—¡Es contrario a la justicia!
—Lo deploro, pero ¿cómo controlarlo?
—Tenéis que garantizar mi seguridad.
—Como la de todos los habitantes de este país.
—Haced que busquen a Suti y lo detengan.
—¿En el desierto de Nubia? Imposible. Tengamos paciencia y esperemos a que se manifieste. Buenas noches, señora Tapeni.
Oculto tras el enorme tronco de un sicómoro, el devorador de sombras vio pasar al visir, su esposa, Kem y su maldito babuino, con el oído al acecho.
Tras su reciente fracaso, el asesino había sentido deseos de intentar un golpe de fuerza durante la recepción. Pero el nubio velaba en el interior y el simio en el exterior. ¿No habría estropeado varios años de éxito por un simple acceso de vanidad, para demostrar que nadie, ni siquiera un visir, podía escapar de él?
Debía conservar su sangre fila. Tras haber roto la nuca de Patascortas, mediocre chantajista que había cometido el error de sospechar de él, el devorador de sombras había sentido que sus manos temblaban por primera vez.
Matón
no le impresionaba más que antes, pero le horrorizaba no poder conseguir eliminar a Pazair. ¿Una fuerza extraña protegía al visir? No, se trataba sólo de un policía nubio y un babuino de aguda inteligencia.
El devorador de sombras ganaría el combate más encarnizado de su carrera.
S
uti se palpó los labios, las mejillas, la frente, pero no reconoció las líneas de su rostro. Era sólo una masa abotargada y dolorida; sus párpados hinchados le impedían ver. Tendido en unas parihuelas que llevaban seis fuertes nubios, no consiguió mover las piernas.
—¿Estás ahí?
—Claro —respondió Pantera.
—Mátame entonces.
—Sobrevivirás; unos días más y el veneno desaparecerá. Puesto que puedes hablar, tu sangre circula de nuevo. El viejo guerrero no comprende cómo ha podido resistir tu organismo.
—Mis piernas… ¡Estoy paralizado!
—No, atado. Tus convulsiones molestaban a los porteadores; pesadillas sin duda. ¿Soñabas con la señora Tapeni?
—Estaba sumido en un océano de luz donde nadie me molestaba.
—Merecerías que te abandonara al borde de la pista.
—¿Cuánto tiempo he permanecido inconsciente?
—El sol se ha levantado ya tres veces.
—¿Hemos avanzado?
—Nos dirigimos hacia el oro.
—¿No hay soldados egipcios?
—Nadie a la vista, pero nos acercamos a la frontera; los nubios están poniéndose nerviosos.
—Vuelvo a tomar el mando.
—¿En tu estado?
—Desátame.
—¿Sabes que estás horrible?
Pantera ayudó a Suti a ponerse en pie.
—¡Qué bueno es sentir la tierra! Un bastón, pronto.
Apoyándose en una tosca muleta, Suti se puso a la cabeza del clan. Su altivez fascinó a Pantera.
El grupo pasó al oeste de Elefantina y del puesto fronterizo de la primera provincia del sur. Algunos guerreros aislados se les habían unido en su lento ascenso hacia el norte. Suti tenía confianza en aquellos combatientes valerosos y experimentados; si daban con los policías del desierto, no vacilarían en enfrentarse a ellos.