Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Cuando estaba en los carros, mi mejor instructor me recomendó que desconfiara de la vanidad. Por lo demás, nunca he cedido a una amenaza.
—¿Te niegas a rendirte?
—¿Quién lo dudaba?
—Cualquier tentativa de huida está condenada al fracaso.
—Atacad, estamos listos.
—No soy yo, sino el visir, quien debe tomar la decisión. Mientras no llegue, recibiréis provisiones con toda normalidad.
—¿Cuándo llegará a Coptos?
—Aprovecha este respiro. En cuanto el visir Pazair desembarque, nos llevará a la victoria y restablecerá el orden.
S
ilkis se agitó, llamó a sus sirvientas, corrió por el jardín y no dejó de moverse hasta que regresó Bel-Tran. Abofeteó a su hija, culpable de haber robado una golosina, y dejó que su hijo persiguiera a un gato, que se refugió en lo alto de una palmera. Luego se encargó del almuerzo, cambió el menú, sermoneó a sus hijos y corrió hacia el porche en cuanto llegó Bel-Tran.
—¡Querido, es maravilloso!
Dándole apenas tiempo para bajar de la silla de manos, tiró con tanta fuerza del velo de lino con el que se cubría los hombros, sensibles al sol, que lo desgarró.
—¡Ten cuidado! Me ha costado una fortuna.
—Una noticia extraordinaria… Ven, de prisa, te he servido añejo en tu copa preferida.
Más mujer-niña que nunca, Silkis hizo arrumacos durante el breve paseo y soltó sus agudas carcajadas.
—Esta mañana he recibido un mensajero de palacio.
De un cofrecillo sacó una misiva marcada con el sello del rey.
—Una invitación de la reina madre… para mí, ¡qué triunfo!
—¿Una invitación?
—A su casa, a su propio palacio. Todo Menfis lo sabrá.
Perplejo, Bel-Tran leyó el documento.
Era de puño y letra de la reina madre. Tuy no había utilizado los servicios de su secretaria, demostrando así el gran interés que tenía en encontrarse con Silkis.
—Varias grandes damas de la corte esperan este honor desde hace años… ¡Y yo lo tengo!
—Sorprendente lo admito.
—¿Sorprendente? ¡En absoluto! Gracias a ti, querido. Tuy es una mujer inteligente y está muy unida a su hijo. Ramsés ha debido de hacerle comprender que su reinado estaba terminando; la reina madre prepara el porvenir. Intentará hacer amistad conmigo para que no suprimas sus prerrogativas y sus privilegios.
—Eso supone que Ramsés le ha revelado la verdad.
—Tal vez se haya limitado a evocar su abdicación. Cansancio, mala salud, incapacidad para modernizar Egipto… Sea cual sea el motivo aducido, Tuy ha advertido la inminencia del cambio y ha tomado conciencia de tu futuro papel. ¿Cómo ablandarte, salvo introduciéndome en su círculo de confidentes? La anciana es muy astuta… ¡Pero se siente vencida! Si le fuéramos hostiles, perdería sus palacios, su casa y su bienestar. A su edad, la decadencia sería insoportable.
—Utilizar su prestigio no será mala idea. Si ella avala el nuevo poder, se implantará muy de prisa y no tendrá oposición. No me atrevía a esperar semejante regalo del destino.
—¿Cómo debo comportarme? —preguntó Silkis muy excitada.
—Con respeto y benevolencia. Accede a sus demandas, hazle comprender que aceptamos su ayuda y su sumisión.
—¿Y… si habla de la suerte de su hijo?
—Ramsés se retirará a un templo de Nubia, donde envejecerá acompañado por sacerdotes recluidos. En cuanto esté en marcha la nueva política y sea imposible dar marcha atrás, nos libraremos de la madre y del hijo; el pasado no debe molestarnos.
—Eres maravilloso, querido.
Kem se sentía incómodo. Si a Pazair no le gustaban demasiado las mundanidades y el protocolo, él los detestaba. Obligado a ponerse lujosas ropas dignas de un jefe de policía, se sentía ridículo. El barbero lo había peinado, puesto una peluca, afeitado y perfumado, un pintor había teñido de negro su nariz de madera. Hacía más de una hora que esperaba en la antecámara y no le gustaba perder el tiempo. Pero ¿cómo evitar una convocación de la reina madre?
Finalmente, un chambelán lo introdujo en el despacho de Tuy, austero lugar decorado con mapas del país y estelas dedicadas a los antepasados. Mucho más pequeña que el nubio, la reina madre le impresionó más que una fiera a punto de saltar.
—He tenido ganas de poner a prueba vuestra paciencia —confesó—. Un jefe de policía no debe perder la calma.
Kem ignoraba si debía permanecer de pie, sentarse, responder o callar.
—¿Qué pensáis del visir Pazair?
—Es un hombre justo, el único justo que conozco. Si deseáis escuchar críticas contra él, recurrid a otro.
Kem tomó conciencia en seguida de la brutalidad de su respuesta y de su imperdonable descortesía.
—Tenéis más carácter que vuestro miserable predecesor, pero practicáis menos el arte de las conveniencias.
—He dicho la verdad, majestad.
—Hermosa hazaña en un jefe de policía.
—No me importan mi rango ni mi título; los acepté sólo para ayudar a Pazair.
—El visir tiene suerte, y me gustan los hombres que tienen suerte. Vais a ayudarle pues.
—¿De qué modo?
—Quiero saberlo todo sobre la señora Silkis.
En cuanto se anunció el barco del visir, la policía fluvial liberó el acceso al muelle principal del puerto de Menfis. Pesados navíos mercantes maniobraban con la gracia de una libélula y todos encontraban lugar sin chocar con los otros.
El devorador de sombras había pasado la noche en lo alto de un silo, junto al edificio de las aduanas y un almacén de papiro.
Cometido su crimen, escaparía por allí. En la capitanía del puerto le había bastado con aguzar el oído para obtener informes precisos sobre el viaje de Pazair, que regresaba de Pi-Ramsés.
Las medidas de seguridad impuestas por Kem excluían la improvisación.
El plan del devorador de sombras descansaba en una hipótesis verosímil: para evitar la muchedumbre, ávida de dirigirse al visir, Pazair no tomaría la arteria principal, que iba del puerto al palacio. Rodeado por una escuadra de policías, tomaría la calleja que pasaba al pie del silo, que era lo bastante ancha para permitir el paso de un carro.
Un carro que acababa de detenerse, justo debajo del devorador de sombras.
Esta vez, el bastón arrojadizo no fallaría el blanco. Era un modelo sencillo, perteneciente a un lote saldado en el mercado a causa de su deterioro. El vendedor no se había fijado en el asesino, mezclado con un grupo de ruidosos compradores. Como ellos, había ofrecido a cambio unas cebollas frescas.
Perpetrado el crimen se pondría de nuevo en contacto con Bel-Tran. La posición del director de la Doble Casa blanca se deterioraba cada vez más; muchos predecían su próxima destitución. Suprimiendo a Pazair, el devorador de sombras le devolvería la seguridad en la victoria. No cabía duda de que Bel-Tran pensaría en eliminarlo, y no en recompensarlo; de modo que tomaría precauciones. Su entrevista se celebraría en un lugar desierto, su interlocutor iría solo. Si se ponían de acuerdo en un mutuo silencio, Bel-Tran se marcharía vivo y triunfante; de lo contrario, se vería obligado a hacerle callar para siempre. Sus exigencias no asustarían al financiero: más oro, la inmunidad, un cargo oficial con otro nombre y una gran mansión en el delta.
El devorador de sombras no habría existido nunca. Y Bel-Tran necesitaría de nuevo, algún día, sus servicios… Un reinado edificado sobre el crimen se consolidaba gracias al crimen.
En el muelle se encontraban Kem y su simio.
La última preocupación del devorador de sombras se disipó: el viento soplaba en la buena dirección. El babuino no advertiría su presencia y no tendría oportunidad alguna de interponerse en la trayectoria del bastón arrojadizo, que no describiría una curva, sino que caería del cielo a la velocidad del relámpago. Había una única dificultad: la estrechez del ángulo de tiro. Pero la fría rabia y el deseo de lograrlo harían que el gesto del asesino fuera perfecto.
El barco del visir atracó. Pazair y Neferet desembarcaron y fueron protegidos, inmediatamente, por Kem y sus hombres.
Tras haber saludado a la pareja con una inclinación de cabeza,
Matón
se puso a la cabeza del cortejo.
Eludió la gran arteria y se metió en la calleja. El fuerte viento molestaba al babuino, cuya nariz venteaba en vano. Dentro de unos segundos, el visir se detendría ante su carro. Antes de que lograra subir a él, el bastón arrojadizo le destrozaría la sien.
Con el brazo doblado, el devorador de sombras se concentró. Kem y el simio se colocaron a ambos lados del carro. El nubio tendió el brazo a Neferet para ayudarla a subir. Tras ella iba Pazair. El devorador de sombras se levantó, vio el perfil de Pazair y, cuando estaba a punto de lanzar el arma, tuvo que retenerla en el último momento.
Un hombre se había interpuesto, ocultando al visir. Bel-Tran acababa de salvar al ser cuya desaparición deseaba.
—Debo hablaros sin tardanza —declaró el director de la Doble Casa blanca, cuyas precipitadas palabras y nerviosos gestos irritaron al babuino.
—¿Tan urgente es? —se extrañó Pazair.
—En vuestro despacho me han dicho que habíais anulado vuestras citas de varios días.
—¿Debo daros cuenta de cómo empleo mi tiempo?
—La situación es grave: apelo a la diosa Maat.
Bel-Tran no había pronunciado estas palabras a la ligera, en presencia de varios testigos, entre ellos el jefe de policía. La declaración era tan solemne que el visir tenía que acceder a la petición, siempre que estuviera fundada.
—Ella os responderá con su Regla; venid a mi despacho dentro de dos horas.
El viento se calmó;
Matón
levantó la mirada al cielo.
El devorador de sombras se tendió en el tejado del silo. Boca abajo, inició la retirada. Cuando oyó que el carro del visir se ponía en marcha, se mordió los labios hasta hacerse sangre.
El visir felicitó al joven Bak, que se había convertido en su secretario particular. El adolescente, escrupuloso y trabajador, no toleraba inexactitud alguna en la redacción de los documentos oficiales; Pazair le confiaba, pues, el cuidado de examinar decretos y comunicados, para seguir siendo irreprochable ante los responsables y la población.
—Me das plena satisfacción, Bak, pero sería conveniente que cambiaras de administración.
El adolescente palideció.
—¿Qué falta he cometido?
—Ninguna.
—¡Sed sincero, os lo suplico!
—Te repito que ninguna.
—¿Y por qué trasladarme pues?
—Por tu bien.
—Mi bien… ¡Pero estoy contento a vuestro lado! ¿He molestado a alguien?
—Tu discreción te ha valido la estima de los escribas.
—Decidme la verdad.
—Bueno, sería prudente que te alejaras de mí.
—¡Me niego!
—Mi porvenir está muy comprometido, Bak, y también el de mis íntimos.
—¿Por Bel-Tran, no es cierto? Quiere acabar con vos.
—Es inútil arrastrarte en mi caída; en otra administración estarás a salvo.
—Semejante cobardía me repugna; suceda lo que suceda, quiero quedarme con vos.
—Eres muy joven; ¿por qué comprometer tu carrera?
—Mi carrera me importa muy poco; habéis confiado en mí, yo confío en vos.
—¿Eres consciente de tu imprudencia?
—¿Actuaríais vos de otro modo, en mi lugar?
—Verifica este texto sobre una plantación de árboles en el barrio norte de Menfis; que nadie discuta los emplazamientos elegidos.
Loco de contento, Bak volvió al trabajo. Sin embargo, su cara se ensombreció cuando introdujo a Bel-Tran en el despacho del visir.
Sentado en la posición del escriba, Pazair redactaba una carta para los jefes de provincia, con respecto a la próxima crecida; les pedía que comprobaran el buen estado de los diques y los embalses de contención, para que el país pudiera obtener los beneficios de la crecida de las fecundantes aguas.
Bel-Tran, vestido con una túnica nueva de pliegues muy amplios, permaneció de pie.
—Os escucho —dijo el visir sin levantar la cabeza—; ¿tendréis la bondad de no perderos en ociosos discursos?
—¿Conocéis la extensión de vuestro poder?
—Me preocupan más mis deberes.
—Estáis ocupando un puesto esencial, Pazair; en caso de faltas graves cometidas a la cabeza del Estado, vos debéis restablecer la justicia.
—Detesto las insinuaciones.
—Seré muy claro: sólo vos podéis juzgar a los miembros de la familia real y al propio rey si éste traiciona a su país.
—¡Y vos os atrevéis a hablar de traición!
—Ramsés es culpable.
—¿Quién lo acusa?
—Yo, para que nuestros valores morales sean respetados. Al enviar a nuestros amigos de Asia un oro de mala calidad, Ramsés ha comprometido la paz; que se le instruya proceso ante vuestro tribunal.
—¡Vos mandasteis ese metal defectuoso!
—El faraón no permite que nadie se ocupe de la política asiática; ¿quién va a creer que uno de sus ministros ha actuado sin sus instrucciones?
—Como suponéis, yo debo establecer la verdad. Ramsés no es culpable y lo demostraré.
—Proporcionaré pruebas contra él; como visir, estaréis obligado a tenerlas en cuenta e iniciar el procedimiento.
—La instrucción será muy larga.
Bel-Tran se indignó.
—¿No comprendéis que estoy ofreciéndoos la última oportunidad? Al convertiros en acusador del rey, podréis salvaros. Las personalidades más influyentes se unen a mi causa; Ramsés es un hombre solo, abandonado por todos.
—Le quedará su visir.
—Vuestro sucesor os condenará por alta traición.
—Pongamos nuestra confianza en Maat.
—Habréis merecido vuestra triste suerte, Pazair.
—Nuestros actos serán pesados en la balanza del más allá, tanto los míos como los vuestros.
Cuando Bel-Tran se hubo marchado, Bak puso una extraña misiva en manos de Pazair.
—He supuesto que esta carta os parecería urgente.
Pazair consultó el documento.
—Has hecho bien enseñándomela antes de mi marcha.
La pequeña aldea tebana debería haber estado dormitando bajo el cálido sol de mayo, a la sombra de las palmeras. Pero sólo los bueyes y los asnos se tomaban un descanso, pues la población se había reunido en la polvorienta plaza, donde actuaba el tribunal local.
El alcalde por fin podía vengarse del viejo pastor Pepi, un verdadero salvaje que vivía apartado, solo con los ibis y los cocodrilos, y se ocultaba en la espesura de papiro en cuanto se aproximaba algún agente del fisco. Como no pagaba impuestos desde hacía muchos años, el alcalde había decidido que su modesta parcela de tierra, unos cuantos arpendes a orillas del río, se convirtieran en propiedad del pueblo.