Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Ramsés se turbó.
—¿Lo habrán destruido nuestros enemigos?
—Entre ellos existen graves disensiones; Bel-Tran ha eliminado a sus cómplices y se divorcia de la señora Silkis.
—Si no esta en posesión del documento, ¿cómo piensa actuar?
—Intenté, por última vez, apelar a la chispa de luz que habría podido quedar en su corazón. Fue una gestión inútil.
—No renuncia, pues.
—Silkis, en su delirio, afirmó que estábamos equivocados.
—¿Qué significan estas palabras?
—Lo ignoro, majestad.
—Abdicaré antes de que comience el ritual y depositaré mis cetros y coronas ante la única puerta del recinto sagrado de Saqqara; en vez de una regeneración, los ritualistas celebrarán la coronación de mi enemigo.
—El servicio de las aguas es formal: la crecida comenzará pasado mañana.
—Por última vez, Pazair, el Nilo inundará la tierra de los faraones; el año próximo, cuando vuelva, alimentará a un tirano.
—La resistencia se organiza, majestad; el reinado de Bel-Tran va a resultar muy difícil.
—Sólo el título de faraón impone la obediencia; pronto recuperará el terreno perdido.
—¿Sin el testamento?
—Se burló de Suti. Voy a retirarme al templo de Ptah; nos veremos ante la puerta del recinto de Saqqara. Has sido un buen visir, Pazair; el país no va a olvidarte.
—He fracasado, majestad.
—Desconocíamos el mal; no teníamos medios para combatirlo.
La noticia corrió de sur a norte: la crecida sería perfecta, ni demasiado débil ni demasiado fuerte. Ninguna provincia carecería de agua, ningún pueblo se vería perjudicado. El faraón gozaba del favor de los dioses, puesto que era capaz de alimentar a su pueblo; su regeneración convertiría a Ramsés en el más grande de los reyes, ante el que toda la tierra se prosternaría. Todo el mundo se agitaba en torno a los medidores del Nilo; unas graduaciones trazadas en la tierra permitían evaluar el ritmo de la crecida de las aguas y el dinamismo de Hapy. Por el aumento del caudal del río, por su coloración oscura, se advirtió que el milagro anual estaba a punto de producirse. El júbilo invadió los corazones, la fiesta comenzó antes de hora.
Los miembros del consejo secreto del visir no ocultaron su tristeza. La reina madre acusaba el peso de los años; Bagey, el antiguo visir, estaba cada vez más encorvado; Suti sufría por sus múltiples heridas; Kem mantenía la cabeza gacha, como si le avergonzara su nariz de madera; las arrugas de Kani, el sumo sacerdote de Karnak, se habían hecho más profundas; la dignidad de Pazair estaba preñada de desesperación. Cada uno de ellos, en su terreno, había realizado el máximo esfuerzo, con una sensación de fracaso. ¿Qué quedaría de los compromisos adquiridos cuando el nuevo faraón dictara su ley?
—No os quedéis en Menfis —aconsejó Pazair—. He fletado un barco hacia el sur; desde Elefantina será fácil llegar a Nubia y ocultarse allí.
—No tengo la intención de abandonar a mi hijo —declaró Tuy.
—Silkis está muriéndose, majestad; Bel-Tran os hará responsable de su muerte y será implacable con vos.
—He tomado una decisión, Pazair, me quedo.
—Yo también —indicó Bagey—; a mi edad, ya no temo nada.
—Siento desengañaros; encarnáis una tradición cuya desaparición exige Bel-Tran.
—Se romperá los dientes en mis viejos huesos; tal vez mi presencia junto a Ramsés y la reina madre lo incite a la moderación.
—En nombre de los sumos sacerdotes —declaró Kani—, veré a Bel-Tran tras su entronización y pondré de relieve nuestro sometimiento a las Leyes y virtudes económicas que forjaron la grandeza de Egipto; así sabrá que los templos no concederán su apoyo a un tirano.
—Vuestra existencia estará en peligro.
—No me importa.
—Debo quedarme para protegerte —dijo Suti.
—Yo también —añadió Kem—; estoy a las órdenes del visir y de nadie más.
Conmovido hasta las lágrimas, el visir Pazair clausuró su último consejo evocando a la diosa Maat, cuya regla sobreviviría tras la extinción de la humanidad.
Tras haber relatado a Pazair su última peregrinación a la tumba de Branir, Neferet se había marchado al hospital para operar a un enfermo, víctima de un traumatismo craneal, y dar las últimas consignas a sus colaboradores. Había afirmado que la comunión con el alma de su maestro no era ilusoria; aunque no lograba traducir el mensaje del más allá, en palabras humanas, estaba convencida de que Branir no los abandonaría.
Sólo ante la capilla de los antepasados, Pazair permitió que su reflexión bogara hacia el pasado. Desde que había asumido la función de visir, no había tenido oportunidad de meditar así, liberado de una realidad sobre la que ya no tenía poder alguno.
Lo mental, aquel mono loco que era preciso mantener encadenado, se había tranquilizado; el pensamiento se liberó, agudo y preciso como el pico de un ibis. El visir recordó los hechos, uno tras otro, desde el instante crucial en que, negándose a avalar el inverosímil traslado del guardián en jefe de la esfinge de Gizeh, había contrariado, sin saberlo, el plan de los conjurados. La encarnizada búsqueda de la verdad había estado sembrada de emboscadas y peligros, pero no se había desalentado. Hoy, a pesar de que había identificado a algunos de los conjurados, entre ellos su jefe, Bel-Tran, y su esposa Silkis, y a pesar de que disponía de algunos elementos del enigma y conocía el objetivo de la maquinación, Pazair se consideraba equivocado. Arrastrado por el torbellino, no había tomado las distancias necesarias.
Bravo
levantó la cabeza y gruñó suavemente; el perro percibía una presencia. En el jardín, los pájaros, despiertos, revolotearon. Alguien se deslizó a lo largo del estanque de los lotos y se dirigió hacia el porche. Pazair sujetó al perro por el collar.
¿Un emisario de Bel-Tran encargado de eliminarlo, un segundo devorador de sombras al que
Matón
no había interceptado? El visir se preparó para la muerte; sería el primero en caer bajo los golpes del nuevo dueño de Egipto, impaciente por eliminar a sus adversarios.
Viento del Norte
no se había manifestado; el visir temió que el agresor lo hubiera degollado. Le suplicaría, sin duda inútilmente, que respetara a
Bravo
.
Apareció a la luz de la luna, con una corta espada en la mano, los desnudos pechos cubiertos de signos extraños y la frente adornada de estrías negras y blancas.
—¡Pantera!
—Debo matar a Bel-Tran.
—Pinturas de guerra…
—Es la costumbre de mi tribu; no escapará a mi magia.
—Mucho me temo que sí, Pantera.
—¿Dónde se oculta?
—En su despacho de la Doble Casa blanca, y bien custodiado; tras la visita de Suti, no quiere correr riesgo alguno. No vayáis, Pantera; seríais detenida u os matarían.
Los labios de la libia hicieron una mueca.
—Todo ha terminado, entonces…
—Convenced a Suti para que abandone Menfis esta misma noche; refugiaos en Nubia, explotad vuestra mina de oro, sed felices. No me sigáis en mi caída.
—Prometí a los demonios de la noche destruir a ese monstruo y cumpliré mi promesa.
—¿Por qué correr semejante riesgo?
—Porque Bel-Tran quiere hacer daño a Neferet; me niego a que destruyan su felicidad.
Pantera corrió por el jardín; Pazair la vio escalar el muro con la agilidad de un felino.
Bravo
volvió a dormirse, Pazair reanudó su meditación.
Extraños detalles volvieron a su memoria; para no extraviarse, fue anotándolos en tablillas de arcilla.
A medida que el trabajo avanzaba, otros aspectos de su investigación, olvidados hasta entonces, fueron saliendo a la luz. Pazair agrupó los indicios, comparó conclusiones provisionales y fue siguiendo extrañas pistas, que la razón le había impedido tomar en serio.
Cuando Neferet regresó, al amanecer,
Bravo
y
Traviesa
la festejaron; Pazair la tomó entre sus brazos.
—Estás agotada.
—La operación ha sido difícil; y luego he ordenado mis cosas. Mi sucesor podrá proseguir el trabajo sin problemas.
—Ahora, descansa.
—No tengo sueño.
Neferet advirtió la multitud de tablillas colocadas en columnas.
—¿Has trabajado durante toda la noche?
—He sido un estúpido.
—¿Por qué te injurias así?
—Estúpido y ciego, porque me negaba a ver la verdad. Una falta imperdonable para un visir; una falta que habría precipitado Egipto en la desgracia. Tenías razón: se ha producido un acontecimiento, el alma de Branir ha hablado.
—Quieres decir que…
—Sé dónde se encuentra el testamento de los dioses.
C
uando la estrella Sothis brilló en el Oriente, compañera del sol al amanecer, se proclamó en todo el país el nacimiento de la crecida. Tras varios días de angustia, de las aguas creadoras surgía el año nuevo; las celebraciones serían excepcionales porque la fiesta estaría acompañada por la regeneración de Ramsés el Grande.
Demonios, miasmas y peligros invisibles habían sido vencidos; gracias a los conjuros de la médico en jefe del reino, Sekhmet la terrorífica no había enviado contra Egipto sus hordas de enfermedades. Todos llenaron recipientes de loza azul con el agua del nuevo año, que llevaba en su seno la luz de los orígenes. Conservarla en una morada aseguraba su prosperidad.
También en palacio cumplieron con la costumbre; un recipiente de plata que contenía el precioso líquido fue depositado a los pies del trono en el que Ramsés el Grande se había sentado con las primeras luces del alba.
El rey no llevaba corona, ni collar, ni brazalete; se había limitado al simple paño blanco del Imperio Antiguo.
Pazair se inclinó ante él.
—El año será feliz, majestad; la crecida es perfecta.
—Y Egipto conocerá la desgracia…
—Espero haber cumplido mi misión.
—No te reprocho nada.
—Ruego a vuestra majestad que revista las insignias del poder.
—Vana petición, visir; ese poder ya no existe.
—Está intacto y seguirá estándolo.
—¿Estás burlándote de mí cuando Bel-Tran va a penetrar en esta sala del trono y apoderarse de Egipto?
—No vendrá.
—¿Has perdido la razón?
—Bel-Tran no es el jefe de los conjurados. Iba a la cabeza de quienes violaron la gran pirámide, pero el instigador de la conjura no participó en aquella expedición. Kem me había sugerido esta hipótesis, al interrogarse sobre el número de los conspiradores, pero mis oídos permanecieron sordos; a medida que descubríamos la magnitud de su plan, Bel-Tran fue imponiéndose como su portavoz, mientras el manipulador permanecía en la sombra. No sólo creo conocer su nombre sino también el escondrijo del testamento de los dioses.
—¿Lo encontraremos a tiempo?
—Estoy convencido de ello.
Ramsés se levantó, se adornó el pecho con el gran collar de oro y las muñecas con los brazaletes de plata, se puso la corona azul, tomó en su mano derecha el cetro de mando y se sentó en el trono.
El chambelán solicitó autorización para intervenir; Bagey solicitaba audiencia. El soberano disimuló su impaciencia.
—¿Te molesta su presencia, visir?
—No, majestad.
El antiguo visir avanzó, con el rostro sombrío y rígido porte, llevando como única joya el símbolo de su antigua función, un corazón de cobre colgando de una cadena que llevaba al cuello.
—Nuestra derrota no se ha consumado todavía —reveló el rey—; Pazair cree que…
Ramsés calló; Bagey no se había inclinado todavía ante él.
—Éste es el hombre del que os he hablado, majestad —dijo Pazair.
El monarca quedó estupefacto.
—¡Tú, Bagey, mi antiguo visir!
—Entregadme el cetro de mando; ya no sois apto para gobernar.
—¿Qué demonio se ha apoderado de tu espíritu? Traicionarme así, tú…
Bagey sonrió.
—Bel-Tran supo convencerme de lo acertado de sus opiniones: el mundo al que aspira, y que moldearemos juntos, me conviene. Mi coronación no sorprenderá a nadie y tranquilizará al país. Cuando el pueblo advierta las transformaciones que Bel-Tran y yo habremos impuesto, será demasiado tarde. Quienes no nos sigan se quedarán por el camino, donde se secarán sus cadáveres.
—Ya no eres el hombre que conocí, el magistrado íntegro e incorruptible, el geómetra preocupado por la verdad…
—Los tiempos cambian, los hombres también.
Pazair intervino.
—Antes de conocer a Bel-Tran os limitabais a servir al faraón y aplicar la ley, con una severidad próxima al rigor excesivo. El financiero os mostró otros horizontes; supo comprar vuestra conciencia, porque estaba en venta.
Bagey permaneció helado.
—Era preciso asegurar el porvenir de vuestros hijos —prosiguió Pazair—; ostensiblemente, demostrabais vuestra poca afición a los bienes materiales, pero os habéis convertido en cómplice de un hombre cuya avidez es el rasgo característico que lo domina. También vos sois ambicioso, puesto que deseáis el poder supremo.
—Basta ya de discursos —interrumpió secamente Bagey. Y tendiendo la mano hacia el faraón añadió—: El cetro de mando, majestad, y la corona.
—Debemos comparecer ante los sumos sacerdotes y la corte.
—Lo celebro; renunciaréis al trono en mi favor.
Con mano firme y rápida, Pazair tomó el corazón de cobre, tiró de él, rompió la cadena de la que colgaba y entregó la joya al rey.
—Majestad, abrid este mórbido corazón.
Ramsés rompió el emblema con su cetro. En su interior se hallaba el testamento de los dioses.
Bagey, petrificado, no se había movido.
—¡Cobarde entre los cobardes! —exclamó el rey.
Bagey retrocedió; sus fríos ojos contemplaron a Pazair.
—Sólo esta noche he descubierto la verdad —confesó el visir con voz tranquila—. Como tenía plena confianza en vos, era incapaz de suponer vuestra alianza con un ser como Bel-Tran, y menos aún vuestro papel de oculto dirigente. Apostasteis por mi credulidad y habéis estado a punto de triunfar. Y, sin embargo, debería haber sospechado de vos desde hace tiempo. ¿Quién podía ordenar el traslado del guardián en jefe de la esfinge, haciendo caer la responsabilidad sobre el general Asher, cuya traición conocía? ¿Quién podía tirar de los hilos de la administración y organizar semejante conjura, salvo el propio visir? ¿Quién podía manipular al antiguo jefe de policía, Mentmosé, tan preocupado por conservar su puesto que ejecutaba las órdenes sin comprenderlas? ¿Quién permitió a Bel-Tran ascender por la jerarquía sin contrarrestar su acción? Si yo mismo no me hubiera convertido en visir, no habría percibido la magnitud de esta función y el campo de acción que implica.