El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (37 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

—¿Queda otra solución? —preguntó la reina madre—. O abdicamos todos ante Bel-Tran, y el Egipto de la diosa Maat ha muerto, o rechazamos la tiranía y preservamos la esperanza, aunque sea al precio de nuestras vidas.

Ayudado por Bagey, que había vencido las reticencias de una esposa hostil a ese aumento de trabajo, Pazair redactó decretos relativos a la explotación de los dominios después de la crecida y a la puesta en condiciones de estanques de riego fuera de servicio. Elaboró un programa de grandes obras civiles y religiosas, por un período de tres años. Esos documentos demostrarían que el visir pensaba seguir actuando y que ningún trastorno amenazaba el reinado de Ramsés.

La fiesta de regeneración sería grandiosa; unos tras otros, los jefes de provincias, acompañados por las estatuas de las divinidades locales, llegaban a Menfis. Alojados en palacio, con las consideraciones debidas a su rango, hablaron con el visir, cuya autoridad y cortesía apreciaron. En Saqqara, en el interior del recinto de Zóser, los ritualistas preparaban el gran patio donde Ramsés, llevando la doble corona, reuniría en su ser simbólico el norte y el sur; en aquel espacio mágico, el soberano comulgaría con cada potencia divina para recoger su fuerza y ser capaz de gobernar.

El nombramiento de Suti, cuya leyenda se había extendido muy de prisa, había provocado el entusiasmo en los cuarteles de Menfis. El nuevo general reunió inmediatamente a sus tropas, anunciándoles que se había evitado la guerra en Asia y que se les concedía una prima excepcional. La fama del joven jefe alcanzó su apogeo durante el banquete ofrecido a la tropa. ¿Quién, si no Ramsés, garantizaría una paz duradera, que tanto deseaban los soldados egipcios?

La policía sentía cada vez mayor admiración por Kem, cuya indefectible fidelidad al visir era conocida por todos; el nubio no necesitó discursos para mantener la cohesión de sus subordinados en torno a Pazair.

En todos los templos de Egipto, por recomendación del sumo sacerdote Kani, que actuaba de acuerdo con el rey y el visir, se prepararon para lo peor. Sin embargo, los especialistas de la energía sagrada en nada cambiaron el desarrollo de los días y las noches; los ritos del alba, del mediodía y del ocaso se llevaron a cabo con regularidad, como había ocurrido desde la primera dinastía.

La reina madre concedió numerosas audiencias y dialogó con los cortesanos más influyentes, miembros de la alta administración, agregados a la casa real, escribas encargados de la educación de las élites, nobles damas, responsables de la etiqueta. Que Bel-Tran, considerado un agitador, y Silkis, una desequilibrada, desearan pertenecer al círculo íntimo de la monarquía parecía una locura de la que mejor era reírse.

Bel-Tran no se reía.

La vasta ofensiva que Pazair dirigía estaba dando frutos. Comenzaba a tener dificultades para hacerse obedecer por su propia administración y tenía que encolerizarse, cada vez más a menudo, con subordinados negligentes. Los rumores aumentaban; tras la regeneración de Ramsés, el visir nombraría un nuevo director de la Doble Casa blanca, y Bel-Tran, demasiado ambicioso, demasiado impaciente e incapaz de librarse de sus molestas vestiduras de advenedizo, sería devuelto a su explotación de papiro del delta. Algunos transmitían informaciones confidenciales, según las cuales, la reina madre habría denunciado al visir un tráfico con el
Libro de los muertos
. El ascenso de Bel-Tran había sido rápido; ¿no sería más rápida su caída? A esas dificultades se añadía la prolongada ausencia de la señora Silkis, recluida en su mansión; se afirmaba que sufría una enfermedad incurable que le impedía aparecer en los banquetes que, antaño, tanto le gustaban.

Bel-Tran maldecía, pero preparaba su venganza; fuera cual fuese la oposición, la barrería. Convertirse en faraón era detentar el poder sagrado ante el que se inclinaba el pueblo. La rebelión contra el rey, el crimen más grave que pudiera cometerse, merecía el castigo supremo. Los vacilantes se unirían al nuevo monarca, los partidarios de Pazair lo abandonarían; traidor desde hacía mucho tiempo a su palabra y sus juramentos, Bel-Tran ya no creía en las promesas. Cuando hablaba la fuerza, le respondían la debilidad y la huida.

Pazair tenía el poder de un jefe, pero se había equivocado poniéndolo al servicio de una ley caduca. Hombre del pasado, afecto a valores antañones, incapaz de comprender las exigencias del porvenir, tenía que desaparecer. Puesto que el devorador de sombras no había conseguido suprimirlo, Bel-Tran lo eliminaría a su modo, haciendo que lo condenaran por incuria y alta traición. ¿No se había opuesto el visir a las necesarias reformas y a la transformación del Estado? Tenía que esperar quince días para su triunfo, quince días para que cayera un visir inflexible y obstinado… Bel-Tran, cada vez más nervioso, ya no regresaba a casa. La rápida degradación física de Silkis lo horrorizaba; los papeles del divorcio ya estaban en regla y no quería ver de nuevo a aquella mujer ajada.

El director de la Doble Casa blanca se quedaba en su despacho cuando los funcionarios se marchaban, y pensaba en sus proyectos y en las múltiples decisiones que debería tomar en poco tiempo. Golpearía con fuerza y rapidez.

Cuatro lámparas de aceite, que no producían humo alguno, le ofrecían una satisfactoria iluminación. Insomne, el financiero pasó la noche revisando los elementos de su estrategia económica; aunque en buena parte desmanteladas, sus redes de influencia, que serían apoyadas por los banqueros y comerciantes griegos, impondrían sus opiniones a la población, tanto más fácilmente cuanto su arma fundamental, cuya naturaleza Pazair ignoraría hasta el último momento, fuera utilizada con absoluta eficacia.

Un ruido sobresaltó a Bel-Tran. A horas tan avanzadas, el edificio estaba desierto; intrigado, se levantó.

—¿Quién está ahí?

Sólo le respondió el silencio. Tranquilizado, recordó que la ronda nocturna garantizaba la seguridad de los locales. Se sentó en la posición del escriba y desenrolló un papiro contable, esbozo del nuevo sistema fiscal.

Un poderoso antebrazo le apretó la garganta. Medio ahogado, Bel-Tran gesticuló intentando liberarse.

—Quédate tranquilo o te hundo un puñal en los lomos.

La voz de su agresor no le era desconocida.

—¿Qué queréis?

—Hacerte una pregunta; si respondes, salvarás la vida.

—¿Quién sois?

—Saberlo no te sería de gran utilidad.

—No cederé a las amenazas.

—No tienes valor suficiente para resistir.

—Sé quien sois… ¡Suti!

—General Suti.

—No me haréis ningún daño.

—Desengañaos.

—¡El visir os condenará!

—Pazair ignora lo que estoy haciendo; torturar a un individuo de tu especie no me molesta. Si éste es el precio de la verdad, estoy dispuesto a pagarlo.

Bel-Tran advirtió que su interlocutor no bromeaba.

—¿Cuál es vuestra pregunta?

—¿Dónde está el testamento de los dioses?

—No lo sé…

—Basta ya, Bel-Tran; no es hora de mentiras

—Soltadme; hablaré.

Suti soltó la presa. Bel-Tran se acarició el cuello y lanzó una mirada al puñal que Suti blandía.

—Aunque me hundierais esta hoja en el vientre, no sabríais nada más.

—Probémoslo.

La hoja hirió la carne de Bel-Tran; la sonrisa del financiero sorprendió a Suti.

—¿Os complace morir?

—Matarme sería estúpido; ignoro el lugar donde se oculta el testamento de los dioses.

—Mientes.

—Utilizad vuestra arma y cometeréis un crimen inútil.

Suti vaciló, pues la seguridad de Bel-Tran lo turbaba. El director de la Doble Casa blanca debería haber temblado de miedo y derrumbarse ante la idea de fracasar, tan cerca ya de su objetivo, por aquella brutal intervención.

—Salid de aquí, general Suti; vuestra acción era inútil.

CAPÍTULO 44

S
uti vació una copa de cerveza fresca que no calmó su sed.

—Es increíble —le dijo a Pazair, que había escuchado su relato con la mayor atención—. Increíble… pero Bel-Tran no mentía, estoy seguro. Ignora el escondrijo del testamento de los dioses.

Neferet sirvió de nuevo a Suti; la pequeña mona verde saltó al hombro del joven general, metió un dedo en la copa, brincó hasta el tronco del sicómoro más cercano y se ocultó entre el follaje.

—Temo que te haya engañado; Bel-Tran es un temible charlatán, maestro en el arte del fingimiento.

—Esta vez decía la verdad, aunque no tenga sentido alguno. Créeme: yo estaba dispuesto a atravesarlo, pero esta revelación me quitó las ganas de hacerlo. Me siento perdido… oriéntanos tú, visir.

El portero de la mansión avisó a Neferet que una mujer insistía en hablar con ella; autorizada a entrar en el jardín, la camarera de Silkis se prosternó ante la médico en jefe del reino.

—Mi dueña está agonizando; os reclama.

Silkis no volvería a ver a sus hijos; al leer el acta de divorcio que le había comunicado un escriba, a espaldas de Bel-Tran, había caído en una crisis histérica que la había dejado sin fuerzas.

A su alrededor, todo era suciedad: pese a la intervención de un médico, la hemorragia intestinal no había podido ser detenida.

Silkis se miró en un espejo y tuvo miedo; ¿quién era aquella bruja de ojos hinchados, rostro deforme y estropeada dentadura? Pisotear el espejo no había abolido el horror; Silkis sentía la degradación de su cuerpo, rápida e ineluctable.

Cuando le fallaron las piernas, la esposa de Bel-Tran fue incapaz de levantarse. En la gran mansión abandonada sólo quedaban el jardinero y la camarera; la levantaron y la pusieron en la cama. Deliraba, aullaba, caía en una letargia y, luego, deliraba de nuevo.

Silkis estaba pudriéndose en su interior.

En un momento de lucidez ordenó a su sirvienta que llamara a Neferet; y ésta había acudido. Hermosa, radiante, apacible, la miraba.

—¿Deseáis que os lleven al hospital?

—Es inútil, voy a morir… No queráis decirme lo contrario.

—Tendría que auscultaros.

—Vuestra experiencia os permite emitir un juicio… Estoy horrible, ¿no es cierto?

Silkis se arañó el rostro con las uñas.

—Os odio, Neferet; os odio porque poseéis lo que me hace soñar y no tendré nunca.

—¿No os ha colmado Bel-Tran?

—Me abandona porque soy fea y estoy enferma… Un divorcio con todas las de la ley. ¡Os odio, a vos y a Pazair!

—¿Somos acaso responsables de vuestra desgracia?

Silkis inclinó la cabeza hacia un lado; un sudor malsano humedecía sus cabellos.

—He estado a punto de ganar, Neferet, a punto de aplastaros, a vos y a vuestro visir. Supe ser la más hipócrita de las mujeres, inspiraros confianza, ganarme vuestra amistad… sólo con la intención de perjudicaros y venceros. Habríais sido mi esclava, obligada a obedecerme sin cesar.

—¿Dónde oculta vuestro marido el testamento de los dioses?

—Lo ignoro.

—Bel-Tran os ha pervertido.

—¡No lo creáis! Estábamos plenamente de acuerdo desde que comenzó la conjura; ni una sola vez me opuse a sus decisiones. El asesinato de los veteranos, los crímenes del devorador de sombras, la eliminación de Pazair… Todo lo quise, lo aprobé y me felicité por ello. Yo daba las órdenes, yo redacté el mensaje que llevó a Pazair a casa de Branir… Pazair en la cárcel, acusado del asesinato de su maestro, ¡qué victoria!

—¿Por qué tanto odio?

—Para dar a Bel-Tran el primer lugar, para que me elevara a su altura. Estaba decidida a mentir, a hacer cualquier trampa y a engañar a todo el mundo para lograrlo. Y ahora me abandona… porque mi cuerpo me ha traicionado.

—¿Os pertenecía la aguja que mató a Branir?

—No maté a Branir. Bel-Tran hace mal en dejarme, pero vos sois la verdadera culpable. Si hubierais aceptado cuidarme, habría conservado a mi marido en vez de pudrirme aquí, sola y abandonada.

—¿Quién asesinó a Branir?

Una maligna sonrisa iluminó aquel rostro deforme.

—Pazair y vos estáis equivocados. Cuando lo comprendáis, será muy tarde, demasiado tarde. Desde los infiernos, donde los demonios abrasarán mi alma, contemplaré vuestra decadencia, hermosa Neferet.

Silkis vomitó; Neferet llamó a la camarera.

—Lavadla y desinfectad la estancia con una fumigación; os enviaré un médico del hospital.

Silkis se incorporó con ojos enloquecidos.

—¡Vuelve, Bel-Tran, vuelve! Los pisotearemos con nuestras sandalias…

Jadeante, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos en cruz, cayó inanimada.

Con el mes de julio se afirmaba el reinado de Isis, la soberana de las estrellas, la gran hechicera cuyo seno generoso e inagotable dispensaba cualquier forma de vida. Mujeres y niñas, evocando sus bondades, preparaban sus más hermosos vestidos para la gran fiesta organizada el primer día de la crecida. En la isla de Filae, territorio sagrado de la diosa en el extremo sur de Egipto, las sacerdotisas repetían los fragmentos de música que se tocaban cuando ascendían las aguas.

En Saqqara, los ritualistas ya estaban listos. En cada capilla del patio donde se realizaría la regeneración se había instalado la estatua de una divinidad. El faraón subiría una escalera y besaría el cuerpo de piedra, animado por una fuerza sobrenatural; ésta penetraría en él y lo rejuvenecería. Moldeado por las potencias divinas, la obra maestra concebida por el Principio y realizada por el templo, el faraón, vinculo entre lo invisible y lo visible, se llenaría de la energía necesaria para el mantenimiento de la unión de las Dos Tierras. Aseguraría así la coherencia de su pueblo y lo conduciría a la plenitud, aquí y en el más allá.

Cuando Ramsés el Grande llegó a Menfis, tres días antes de la fiesta de regeneración, fue recibido por la corte al completo. La reina madre le deseó que superara con éxito la prueba ritual, los dignatarios le aseguraron su confianza. El rey afirmó que la paz con Asia sería duradera y que, después de la fiesta, seguiría reinando con la eterna ley de Maat.

En cuanto la breve ceremonia hubo terminado, Ramsés se encerró con su visir.

—¿Hay algo nuevo?

—Un hecho turbador, majestad: pese a una intervención bastante dura de Suti, Bel-Tran afirma que ignora dónde se encuentra el testamento de los dioses.

—Pura mentira.

—Supongamos que no.

—¿Qué conclusiones sacar de ello?

—Que ni vos ni nadie podríais presentar el testamento a los sacerdotes, a la corte y al pueblo.

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