El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (39 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

—¿Cediste a las amenazas o a la extorsión de Bel-Tran? —preguntó el faraón.

Bagey permaneció mudo; Pazair respondió en su lugar.

—Bel-Tran le pintó un risueño porvenir, donde por fin ocuparía el primer puesto, y Bagey supo cómo utilizar un personaje tosco, pero conquistador. Bagey se ocultaba en las tinieblas, Bel-Tran se mostraba. Durante toda su existencia, Bagey se ha refugiado tras los reglamentos y la sequedad de la geometría, pues la cobardía habita en su corazón; lo comprobé cuando, en las difíciles circunstancias en que teníamos que afrontar juntos a nuestros enemigos, prefirió huir antes que ayudarme. Bagey desconoce la sensibilidad y el amor a la vida; su rigor era sólo la máscara del fanatismo.

—¿Y te has atrevido a llevar al cuello el corazón del visir, a hacer creer que eras la conciencia del faraón?

La cólera de Ramsés hizo retroceder a Bagey, que seguía mirando a Pazair.

—Bagey y Bel-Tran —prosiguió este último— basaron su estrategia en la mentira. Sus cómplices ignoraban el papel de Bagey e incluso desconfiaban de él. Esta actitud me engañó. Cuando el viejo dentista Qadash se hizo molesto, Bagey dio orden de eliminarlo. Y la misma suerte habrían corrido el transportista Denes y el químico Chechi si la princesa Hattusa no hubiera satisfecho personalmente su venganza. Por lo que a mi desaparición se refiere, tenía que colmar la decepción de ver cómo el puesto de visir se alejaba de Bel-Tran. Tras mi sorprendente nombramiento, esperaba corromperme; despechado, intentó desacreditarme. Cuando se consumó su fracaso, ya sólo le quedaba el crimen.

Ninguna emoción se leía en el rostro de Bagey, indiferente a la lista de sus fechorías.

—Gracias a Bagey, Bel-Tran avanzaba con plena seguridad; ¿quién buscaría el testamento de los dioses en el corazón de cobre, símbolo de la conciencia de los deberes del visir, que el faraón le había autorizado a conservar como reconocimiento a los servicios prestados? Bagey había previsto aquel gesto. Sin dejar nada al azar, tenía así el mejor y el más inaccesible de los escondrijos. Acurrucado en las sombras, nadie lo identificaría antes de que tomara el poder. Hasta el último momento concentraríamos nuestra atención en Bel-Tran, mientras Bagey, que era miembro de mi consejo secreto, informaba a su cómplice de mis decisiones.

Como si la proximidad del trono le resultara intolerable, Bagey se alejó más de él.

—El único punto donde no me equivoqué —precisó Pazair— fue la relación entre la conjura y el asesinato de Branir. ¿Pero cómo suponer que estuvierais mezclado, poco o mucho, con tan abominable crimen? Fui un visir lamentable, con mis prejuicios, mi ceguera y mi confianza en vuestra autenticidad. También aquí vuestros cálculos resultaron acertados… hasta el amanecer de este espléndido día en el que Ramsés el Grande será regenerado. Branir tenía que ser suprimido; como sumo sacerdote de Karnak, habría ocupado una posición predominante y me habría proporcionado medios de investigación de los que carecía. ¿Y quién sabía que Branir iba a ocupar aquella función? Cinco personas. Tres de ellas estaban fuera de cualquier sospecha: el rey, el predecesor de Branir en Karnak y vos mismo. Los otros dos, en cambio, eran excelentes sospechosos: el médico en jefe del reino, Nebamon, que deseaba eliminarme y casarse con Neferet, y el jefe de policía, Mentmosé, su cómplice, que no vaciló en enviarme a presidio sabiéndome inocente. Durante mucho tiempo creí en la culpabilidad de uno de ellos, antes de convencerme de que no habían atentado contra la vida de mi maestro. El arma del crimen, la aguja de nácar, parecía señalar a una mujer; seguí falsas pistas pensando en la esposa del transportista Denes, en la señora Tapeni y en Silkis. Para clavar aquella aguja en el cuello de la víctima, sin que hiciera el menor gesto para defenderse, era necesario pertenecer al estrecho círculo de sus íntimos, carecer por completo de sensibilidad, ser capaz de matar a un sabio aceptando verse condenado, y demostrar una perfecta precisión en el criminal gesto. Ahora bien, la investigación demostró que las tres damas no eran culpables de la fechoría, al igual que no lo era el predecesor de Branir, que no salió de Karnak y no estaba, por lo tanto, en Menfis el día del crimen.

—¿Olvidáis al devorador de sombras? —preguntó Bagey.

—El interrogatorio de Kem disipó mis dudas; no fue el asesino de Branir. Sólo quedáis vos, Bagey.

El acusado no lo negó.

—Conocíais bien su modesta morada y sus costumbres; con el pretexto de felicitarlo, lo visitasteis a una hora en la que nadie os vería. Hombre de las tinieblas, sabéis pasar inadvertido. Os dio la espalda y hundisteis en su nuca una aguja de nácar que habíais robado a Silkis, durante una de vuestras entrevistas secretas con Bel-Tran. Jamás se cometió, en esta tierra, mayor cobardía. Luego, vuestros éxitos se sucedieron: desaparecido Branir, yo en presidio sin que vuestra responsabilidad se viera comprometida, un jefe de policía incapaz de identificaros, Neferet esclava del médico en jefe Nebamon, Suti reducido a la impotencia, Bel-Tran pronto sería visir y Ramsés obligado a abdicar en vuestro favor. Pero no supisteis evaluar el poder del alma de Branir y olvidasteis la presencia del más allá; aniquilarme no bastaba, era necesario impedir también que Neferet percibiera la verdad. Bel-Tran y vos, que despreciáis a las mujeres, os equivocasteis desdeñando su acción; sin ella, yo habría fracasado y ahora seríais dueños de Egipto.

—Dejadme salir del país con mi familia —pidió Bagey con voz ronca—; mi mujer y mis hijos no son culpables.

—Serás juzgado —decretó el faraón.

—Os he servido con fidelidad, sin ser recompensado en mi justo valor. Bel-Tran, en cambio, lo advirtió; ¿quién era Branir, quién es ese miserable Pazair comparado conmigo y con mi saber?

—Eres un falso sabio, Bagey, la peor especie de criminal; el monstruo que alimentaste en ti mismo te ha devorado.

Aquel día de fiesta, los despachos de la Doble Casa blanca estaban desiertos. Temiendo una nueva intervención de Suti, Bel-Tran no había prescindido de la guardia, exigiendo incluso que redoblara su atención. El jolgorio le divertía; el pueblo ignoraba todavía que estaba gritando el nombre de un monarca destronado. ¿Quién se extrañaría de que un desacreditado Ramsés cediera el puesto a Bagey, estimado por todos? Confiarían en un viejo visir, sin ambiciones aparentes.

Bel-Tran consultó su reloj de agua; a aquellas horas, Ramsés ya habría abdicado; Bagey se habría instalado en el trono, empuñando el cetro de mando. Un escriba tomaría nota de su primera decisión: destituir a Pazair, encarcelarlo por alta traición y nombrar visir a Bel-Tran. Dentro de algunos minutos, una delegación vendría a buscarlo y lo llevaría a palacio, donde asistiría a la ceremonia de entronización del nuevo monarca.

Bagey se embriagaría muy pronto de un poder que era incapaz de asumir; Bel-Tran sabría halagarlo, tanto como fuera necesario, y actuaría a su guisa. En cuanto el Estado estuviera en sus manos, el financiero se libraría del viejo funcionario si la enfermedad no se encargaba, por él, de esa tarea.

Desde la ventana del primer piso, Bel-Tran vio a Kem a la cabeza de un escuadrón de policías. ¿Por qué seguía el nubio ocupando el cargo? Bagey se había olvidado de sustituirlo. Bel-Tran no cometería ese tipo de errores; se rodearía, rápidamente, de subordinados afectos a su causa.

El porte marcial de Kem intrigó al financiero; el nubio no parecía un vencido, obligado a ejecutar una orden desagradable.

Bagey, sin embargo, le había asegurado que no existía el menor riesgo de fracaso; nadie encontraría el escondrijo del testamento de los dioses.

La guardia de la Doble Casa blanca bajó las armas y dejó pasar a Kem. Bel-Tran sintió pánico; se había producido un incidente. Salió de su despacho y se dirigió hasta el fondo del edificio, donde había una salida de emergencia en caso de incendio.

Bel-Tran corrió el cerrojo y se introdujo en una galería que daba a un jardín. Deslizándose entre amates de flores, flanqueó el muro.

Cuando se disponía a derribar al guarda de la puerta que daba acceso al recinto de la Doble Casa blanca, una masa cayó sobre sus hombros y lo derribó. El rostro de Bel-Tran se hundió en la tierra blanda, acabada de regar por un jardinero; el puño del babuino policía clavó al fugitivo en el suelo.

Ante las miradas de los sumos sacerdotes de Heliópolis, Menfis y Karnak, el faraón, tras haber unido el norte y el sur, entró en el patio de la regeneración. Solo frente a las divinidades, compartió el secreto de su encarnación y, luego, regresó al mundo de los hombres.

Portador de la doble corona, Ramsés estrechó en su mano derecha el estuche de cuero que contenía el testamento de los dioses, legado de faraón en faraón.

Desde la «ventana de aparición» de su palacio de Menfis, el rey mostró a su pueblo el documento que lo convertía en el soberano legítimo.

Unos ibis emprendieron el vuelo desde los cuatro puntos cardinales, encargándose de propalar la noticia; desde Creta a Asia, desde el Líbano a Nubia, vasallos, aliados y enemigos sabrían que el reinado de Ramsés el Grande proseguía.

El decimoquinto día de la crecida, el alborozo era muy grande.

Desde la terraza de su palacio, Ramsés contemplaba la ciudad, iluminada por innumerables lámparas. En las cálidas noches de estío, Egipto sólo pensaba en la alegría y el placer de vivir.

—Qué magnífica visión, Pazair.

—¿Por qué el mal se apoderó de Bagey?

—Porque estaba en él desde su nacimiento; cometí el error de nombrarlo visir, pero los dioses me han permitido repararlo al elegirte. Nadie modifica su naturaleza profunda; nosotros, encargados del destino de un pueblo, herederos de una sabiduría, debemos saber discernirla. Ahora es preciso hacer justicia; en ella y sólo en ella se apoyan la grandeza y la felicidad de un país.

CAPÍTULO 46

D
istingamos la verdad de la mentira —declaró Pazair—; y protejamos a los débiles para salvarlos de los poderosos.

Se abría la audiencia del tribunal del visir.

Tres acusados, Bagey, Bel-Tran y Silkis, tenían que responder de sus crímenes ante Pazair y un jurado compuesto por Kani, sumo sacerdote de Karnak, Kem, jefe de policía, un maestro de obras, una tejedora y una sacerdotisa de Hator. Debido a su estado de salud, la señora Silkis había sido autorizada a permanecer en casa.

El visir leyó la acusación, en la que no se omitía detalle alguno. Cuando Kem había comunicado a Silkis el texto que se refería a ella, la mujer se había encerrado en el mutismo, Bagey no manifestó emoción alguna y se desinteresó de las acusaciones que le formulaban; Bel-Tran protestó, gesticuló, injurió a sus jueces y alegó que había actuado correctamente.

Tras una breve deliberación, el jurado dictó su veredicto, que fue aprobado por Pazair.

—Bagey, Bel-Tran y Silkis, reconocidos culpables de conjura contra la persona del rey, perjurio, asesinato y complicidad con asesinato, traición y rebelión contra Maat, son condenados a muerte, en esta tierra y en el más allá. En adelante, Bagey se llamará «el cobarde»; Bel-Tran, «el ávido», y Silkis, «la hipócrita». Llevarán estos nombres por toda la eternidad. Como son enemigos de la luz, su efigie y su nombre serán dibujados con tinta fresca sobre una hoja de papiro que se atará a una figurilla de cera hecha a su imagen y semejanza, que será atravesada con una lanza, pisoteada y arrojada luego al fuego. De ese modo, cualquier rastro de los tres criminales desaparecerá, tanto de este mundo como del otro.

Cuando Kem llevó a Silkis el veneno para que ella misma ejecutara la sentencia, la camarera le informó de que había muerto poco tiempo después de haber sabido su nombre y el de sus cómplices. La hipócrita había fallecido en una última crisis de histeria; su cadáver fue quemado.

Bel-Tran había sido encarcelado en el cuartel que estaba al mando del general Suti; ocupaba una celda de muros blanqueados, en la que daba vueltas sin cesar, con los ojos clavados en la redoma de veneno que el jefe de policía había depositado en medio de la estancia. El ávido no quería darse muerte, pues eso lo aterrorizaba; cuando la puerta se abrió, pensó en arrojarse sobre el recién llegado, derribarlo y emprender la fuga. Pero la aparición lo dejó inmóvil.

Pantera, con el cuerpo cubierto de pinturas de guerra, lo amenazaba con una corta espada; en su mano izquierda llevaba una bolsa de cuero. La mirada de la joven era terrorífica; Bel-Tran retrocedió hasta apoyarse de espaldas en la pared.

—Siéntate.

Bel-Tran obedeció.

—¡Come y satisface tu avidez!

—¿Veneno?

—No, tu alimento preferido.

Apoyando la hoja en el cuello de Bel-Tran, lo obligó a abrir los labios y vertió en su boca el contenido de la bolsa, monedas griegas de plata.

—¡Sáciate, ávido, sáciate hasta la nada!

El sol estival se reflejaba en las caras de la gran pirámide de Keops, cubiertas de blanco calcáreo de Tura; todo el edificio se transformaba en un poderoso rayo petrificado cuya intensidad no soportaba mirada alguna.

Con las piernas hinchadas, la espalda encorvada, Bagey seguía penosamente a Ramsés; el visir cerraba la marcha. El trío franqueó el umbral del inmenso monumento y avanzó por un corredor ascendente. Jadeante, el asesino de Branir progresaba cada vez con mayor lentitud; subir por la gran galería fue un verdadero suplicio. ¿Cuándo acabaría aquella ascensión?

Tras haberse inclinado, a riesgo de romperse los riñones, penetró en una vasta sala de desnudas paredes, cuyo techo estaba formado por nueve gigantescas losas de granito. Al fondo había un sarcófago vacío.

—He aquí el lugar que tanto deseabas conquistar —dijo Ramsés—; tus cinco cómplices, que lo profanaron, ya han sido castigados; tú, cobarde entre los cobardes, contempla el centro energético del país, descifra el secreto del que querías apropiarte.

Bagey vaciló temiendo una trampa.

—Ve —ordenó el rey—; explora el lugar más inaccesible de Egipto.

Bagey se enardeció. Avanzó junto a la pared, como un ladrón, buscó en vano una inscripción, un escondrijo de objetos preciosos, y llegó al sarcófago, sobre el que se inclinó.

—Pero… ¡está vacío!

—¿No lo desvalijaron tus cómplices? Mira mejor.

—Nada… No hay nada.

—Estás ciego, vete pues.

—¿Irme?

—Sal de la pirámide, desaparece.

—¿Me dejáis partir?

El faraón permaneció silencioso. El cobarde penetró en el corredor bajo y estrecho y descendió por la gran galería.

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