Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—En cuanto regrese de Pi-Ramsés me encargaré personalmente del asunto; mientras, que nuestros soldados cerquen la ciudad y acampen en posiciones defensivas. Que dejen pasar los convoyes de provisiones y a los mercaderes, que nadie carezca de nada. Haced que avisen a Suti de que acudiré a Coptos lo antes posible y negociaré con él.
D
esde la terraza de la suntuosa mansión que les habían reservado, Pazair y Neferet descubrieron la ciudad preferida de Ramsés II, Pi-Ramsés
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. Situada no lejos de Avaris, la denostada capital de los invasores asiáticos, expulsados a comienzos del Imperio Nuevo, Pi-Ramsés se había convertido, por impulso del soberano, en la mayor ciudad del delta. Con unos cien mil habitantes, albergaba varios templos, dedicados a Amón, Ra, Ptah, el temible Seth, señor de la tempestad, a Sekhmet, patrona de los médicos, y a Astarté, diosa procedente de Asia. El ejército tenía cuatro cuarteles; al sur, el puerto, rodeado de depósitos y talleres. En el centro, el palacio real, flanqueado por las mansiones de los nobles y los altos funcionarios, y un gran lago de recreo.
En la estación cálida, Pi-Ramsés gozaba de un clima agradable, pues la ciudad estaba rodeada por dos ramas del Nilo, «las aguas de Ra» y «las aguas de Avaris»; numerosos canales la cruzaban, estanques llenos de peces ofrecían a los pescadores la oportunidad de entregarse a su distracción favorita.
El paraje no había sido elegido al azar; puesto de observación ideal sobre el delta y Asia, Pi-Ramsés era una perfecta base de partida para los soldados del faraón en caso de tumultos en los protectorados. Los hijos de los nobles rivalizaban en ardor para servir en los carros o montar magníficos caballos, rápidos y nerviosos. Carpinteros, constructores de barcos y metalúrgicos, provistos de excelentes equipos, recibían a menudo la visita del rey, atento a su trabajo.
«Qué alegría vivir en Pi-Ramsés —afirmaba una canción popular—; no hay ciudad más hermosa. El pequeño es considerado grande, la acacia y el sicómoro dispensan sombra a los paseantes, los palacios brillan de oro y turquesa, el viento es suave, los pájaros juegan alrededor de los estanques.»
Durante una corta mañana, el visir y su esposa habían disfrutado la tranquilidad de los vergeles y los olivares, rodeados de viñedos que producían los caldos que se servían en fiestas y banquetes. ¿No ascendían los graneros hasta el cielo? En la fachada de las opulentas mansiones había tejas barnizadas de azul que habían valido a Pi-Ramsés el sobrenombre de «ciudad turquesa». En el umbral de las casas de ladrillo, construidas entre las grandes mansiones, algunos niños comían manzanas y granadas, y jugaban con muñecas de madera. Se burlaban de los escribas pretenciosos y admiraban a los tenientes de carros.
La ensoñación había sido breve; aunque la fruta supiera a miel y el jardín de su residencia fuese un paraíso, el visir se preparaba para enfrentarse al faraón. Según las confidencias de la reina madre, el rey ya no creía en el éxito de su visir. Su aislamiento era el de un hombre condenado y sin esperanzas.
Neferet se maquillaba; dibujaba el contorno de sus ojos con
kohl
, un sulfuro de arsénico que se aplicaba con unos bastoncillos de extremo redondeado. El estuche de maquillaje llevaba el significativo nombre de «el que abre la vista». Pazair se puso al talle el cinturón de cuentas de amatista, con partes de oro repujado, que tanto le gustaba a Neferet.
—¿Me acompañarás a palacio?
—Desean que lo haga.
—Tengo miedo, Neferet; miedo de haber decepcionado al rey.
Ella se inclinó hacia atrás y apoyó la cabeza en el hombro de Pazair.
—Mi mano estará en tu mano —murmuró—; mi felicidad sería pasear contigo por un jardín apartado, donde sólo se oyera la voz del viento. Tu mano permanecerá en la mía, pues mi corazón está ebrio de alegría cuando estamos juntos. ¿Qué más podemos desear, visir de Egipto?
Relevada tres veces cada mes, el primero, el once y el veintiuno, la guardia de palacio, en cada puerta de servicio, recibía carne, vino y pasteles que se añadían a la soldada normal, pagada en cereales. Para la llegada del visir, los hombres formaron en hilera para rendir honores; su llegada sería motivo de una buena prima.
Un chambelán recibió a Pazair y Neferet, y les hizo los honores del palacio de estío. A la antecámara de blancas paredes y coloreadas baldosas seguían varias salas de audiencia, adornadas con losetas barnizadas, amarillas y marrones con remates azules, rojos y negros. En la sala del trono, las tarjetas con el nombre del rey formaban frisos. Las salas de recepción, reservadas a los soberanos extranjeros, eran un amontonamiento pictórico: nadadoras desnudas, pájaros volando, paisajes de turquesa que hechizaban la mirada.
—Su majestad os espera en el jardín.
A Ramsés le gustaba plantar árboles; de acuerdo con los deseos de los antepasados, Egipto tenía que parecerse a un inmenso jardín donde los más diversos árboles vivieran en paz.
Con una rodilla en tierra, el rey injertaba un manzano. En las muñecas llevaba sus brazaletes preferidos, de oro y lapislázuli, cuya parte superior estaba adornada con patos silvestres. A unos diez metros se encontraba el mejor guarda de Ramsés: un león semidomesticado, que había acompañado al joven rey por los campos de batalla asiáticos a inicios de su reinado. Llamado «el matador de enemigos», la fiera sólo obedecía a su dueño; quien se acercara al soberano con intenciones hostiles sería destrozado.
El visir avanzó; Neferet aguardaba en el interior de un quiosco, junto a un estanque donde jugueteaban los peces.
—¿Qué tal se porta el reino, Pazair?
El rey daba la espalda a su visir.
—Muy mal, majestad.
—¿Problemas en la ceremonia de los tributos?
—El embajador de Asia está muy descontento.
—Asia es un peligro permanente; a sus pueblos no les gusta la paz. La aprovechan para preparar la próxima guerra. He reforzado las fronteras del este y el oeste; una cadena de fortalezas impedirá que nos invadan los libios; otra que lo hagan los asiáticos. Arqueros e infantes han recibido orden de estar al acecho, día y noche, y comunicarse entre sí con señales ópticas. Aquí, en Pi-Ramsés , recibo informes cotidianos sobre las maniobras de los principados de Asia; y recibo otros informes referentes a las actividades de mi visir.
El rey se levantó, se volvió e hizo frente a Pazair.
—Algunos nobles se quejan; algunos jefes de provincias protestan; la corte se siente desdeñada. «Si el visir se equivoca —dice la Regla—, que no oculte su error en un celemín; hágalo público y dé a conocer que lo rectifica.»
—¿Qué falta he cometido, majestad?
—¿No sancionaste a dignatarios y altos funcionarios infligiéndoles algunos bastonazos? Al parecer, los ejecutores cantaron incluso: «Hermosos regalos para vosotros, que nunca habíais recibido otros semejantes.»
—Ignoraba el detalle, pero la ley se aplicó tanto a los ricos como a los humildes. Cuanto mayor es el rango del culpable, más severo es el castigo.
—¿No te arrepientes de nada?
—No.
Ramsés dio un abrazo a Pazair.
—Estoy contento; el ejercicio del poder no te ha cambiado.
—Temía haberos decepcionado.
—Los comerciantes griegos me han dirigido una queja que llena un papiro interminable. ¿Has puesto trabas a sus negocios?
—Terminé con un tráfico ilegal de moneda y con la instalación de bancos en nuestro territorio.
—La influencia de Bel-Tran, sin duda.
—Los culpables fueron expulsados y he cortado la principal fuente de recursos financieros de Bel-Tran; decepcionados, algunos de sus amigos lo abandonan.
—En cuanto tome el poder, introducirá la circulación de dinero.
—Nos quedan unas semanas, majestad.
—Sin el testamento de los dioses, me veré obligado a abdicar.
—¿Podrá reinar un Bel-Tran debilitado?
—Preferirá destruirlo todo antes que renunciar. Los hombres de su clase no son raros; hasta hoy habíamos conseguido mantenerlos apartados del trono.
—No perdamos la esperanza.
—¿Qué nos reprocha Asia?
—Bel-Tran hizo enviar oro de mala calidad.
—¡La peor de las injurias! ¿Te amenazó el embajador?
—Sólo hay una manera de evitar el conflicto: ofrecer el doble de la cantidad prevista.
—¿La tenemos?
—No, majestad; Bel-Tran se ha encargado de vaciar nuestras reservas.
—Asia considerará que he roto mi palabra. Una razón más para justificar mi abdicación… Bel-Tran se presentará como el salvador.
—Tal vez tengamos una salida.
—No me tengas sobre ascuas.
—Suti está en Coptos, acompañado por una diosa de oro; ¿conocerá acaso algún tesoro de fácil acceso?
—Ve a su encuentro e interrógale.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué?
—Porque Suti está a la cabeza de una banda armada; ha expulsado al alcalde de Coptos y controla la ciudad.
—Es una insurrección.
—Nuestras tropas rodean Coptos; les he prohibido que ataquen. La invasión fue pacífica, no se produjo ningún herido.
—¿Qué vas a pedirme, Pazair?
—Si consigo convencer a Suti de que nos ayude, la impunidad.
—Se evadió de una fortaleza de Nubia y acaba de cometer un acto de insubordinación de excepcional gravedad.
—Fue víctima de una injusticia y siempre ha servido apasionadamente a Egipto; ¿no merece eso indulgencia?
—Olvida tu amistad, visir, y cumple la Regla. Que se restablezca el orden.
Pazair se inclinó; Ramsés, acompañado por el león, se dirigió hacia el quiosco donde meditaba Neferet.
—¿Estáis dispuesta a torturarme?
El examen de la médico en jefe duró más de una hora. Comprobó que Ramsés el Grande padecía reumatismo, contra el que prescribió decocciones cotidianas de corteza de sauce
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y consideró que era urgente rehacer varios empastes. En el laboratorio de palacio, Neferet preparó una amalgama compuesta de resina de alfóncigo, tierra de Nubia, miel, fragmentos de piedra machacados, colirio verde y fragmentos de cobre, y aconsejó al rey que no siguiera mascando brotes de papiro azucarado para evitar las caries y un precoz desgaste de los dientes.
—¿Sois optimista, Neferet?
—Para seros sincera, temo un absceso en la base de un molar superior izquierdo. Tendréis que someteros a una vigilancia mucho más regular; evitaremos arrancarlo, siempre que cuidéis vuestras encías con frecuentes aplicaciones de tintura de caléndula.
Neferet se lavó las manos; Ramsés se enjuagó la boca con natrón.
—No es mi porvenir lo que me preocupa, Neferet, sino el de Egipto. Conozco vuestra facultad de percibir lo invisible; como mi padre, advertís las fuerzas que se ocultan tras las apariencias. Por eso os hago de nuevo la pregunta: ¿sois optimista?
—¿Estoy obligada a contestar?
—¿Tan desesperada estáis?
—El alma de Branir protege a Egipto; sus sufrimientos no habrán sido vanos. En lo más profundo de las tinieblas aparecerá una luz.
Los nubios, apostados en los tejados de las casas de Coptos, observaban los alrededores. Cada tres horas, el viejo guerrero informaba oralmente a Suti.
—Centenares de soldados… Han llegado por el Nilo.
—¿Estamos rodeados?
—Se mantienen a distancia y acampan en sus posiciones. Si atacan, no tendremos posibilidad alguna.
—Que descansen los hombres.
—Desconfío de los libios; sólo piensan en robar y en jugar a los dados.
—«Los de la vista penetrante» los vigilan.
—¿Y cuándo van a traicionarte éstos?
—Mi oro es inagotable.
Escéptico, el viejo guerrero volvió a la terraza del ayuntamiento, desde donde contemplaba el Nilo. Ya echaba en falta el desierto.
Coptos contenía el aliento.
Todos sabían que el ejército no tardaría en dar el asalto. Si la extraña tropa de Suti se rendía, se evitaría un baño de sangre; pero Pantera seguía mostrándose inflexible y convencía a sus fieles de que resistieran, so pena de terribles castigos por parte de las autoridades egipcias. La diosa de oro no había vuelto del lejano sur para ceder ante los primeros militares que llegaran.
Mañana, su imperio llegaría hasta el mar; quien la obedeciera, viviría innumerables felicidades.
¿Cómo no creer en la omnipotencia de Suti? La luz del otro mundo habitaba en él; su prestancia sólo podía ser la de un semidiós. Ignorando el miedo, daba valor a quien nunca lo había tenido. «Los de la vista penetrante» soñaban con un jefe como él, capaz de mandar sin levantar la voz, de tensar el más robusto de los arcos y destrozar la cabeza a los cobardes. La leyenda de Suti aumentaba; ¿acaso no había descubierto el secreto de las montañas extrayendo de su vientre los más raros metales? Quien se atreviera a atacarlo sería presa de las llamas que brotarían de las entrañas de la tierra.
—Has embrujado la ciudad y a sus habitantes —dijo Suti a Pantera, que languidecía al borde del estanque donde acababa de bañarse.
—Sólo es el principio, querido; Coptos pronto nos parecerá muy pequeña.
—Tu sueño se transformará en pesadilla; no podremos resistir mucho tiempo ante el ejército regular.
Pantera se echó al cuello de Suti y lo obligó a tenderse.
—¿Ya no crees en tu diosa de oro?
—¿Por qué habré sido tan insensato como para escucharte?
—Porque persisto en salvarte la vida. No te preocupes de la pesadilla limítate a la ensoñación; ¿no tiene los colores del oro?
A Suti le habría gustado resistir, pero pronto se declaró vencido. El mero contacto con su piel dorada, con aromas del más allá, despertaba un deseo tan impetuoso como un torrente; no le dejó la iniciativa y la emborrachó de caricias.
Pantera las aceptó y fue la dulzura misma. Después derribó a Suti y cayó con él en el estanque.
Seguían unidos cuando el viejo guerrero nubio interrumpió el diálogo de sus cuerpos.
—Un oficial quiere hablaros; está en la gran puerta que da al Nilo.
—¿Solo?
—Solo y sin armas.
La ciudad calló cuando Suti se enfrentó al oficial del ejército de Amón, de coloreada cota de mallas.
—¿Eres Suti?
—El alcalde me cedió su puesto.
—¿Mandas a los rebeldes?
—Tengo el honor de ser el jefe de hombres libres.
—Tus centinelas han comprobado que somos muy numerosos. Sea cual sea vuestro valor en el combate, seréis exterminados.