Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
La muchacha pasó la noche meditando; de discípula de Sekhmet, se convirtió en su hermana y confidente. Cuando la fuerte luz matinal confirió a la estatua su aspecto vengativo, Neferet ya no la temía.
En todo Menfis corría un insistente rumor: la audiencia del visir sería excepcional. No sólo se había convocado a los nueve amigos del rey sino también a numerosos cortesanos, que se apretujarían en la sala de las columnas para asistir al acontecimiento. Algunos hablaban de una dimisión de Pazair, abrumado por el peso de las responsabilidades; otros, de un golpe de efecto de imprevisibles consecuencias.
Contrariamente a la costumbre, Pazair no había organizado un consejo restringido, sino que había abierto de par en par la puerta de la sala de audiencias. En aquella hermosa mañana de mayo, se enfrentaba con toda la corte.
—Por orden del faraón ordené que se procediera a un censo cuya primera parte ha concluido ya, gracias al notable trabajo de los mensajeros del rey.
«Intenta atraerse una corporación de carácter difícil», murmuró un viejo cortesano; «sin dejar de atribuirse los méritos de su acción», añadió su vecino.
—Debo informaros de los resultados —prosiguió Pazair.
Un desagradable estremecimiento recorrió a la concurrencia; la gravedad del tono hacía temer una inesperada catástrofe.
—El aumento demasiado rápido de la población en tres provincias del norte y dos del sur hace indispensable la intervención del servicio de salud; se encargará de invertir inmediatamente esta tendencia informando a las familias.
No se emitió ningún comentario desfavorable.
—Los bienes de los templos, aunque permanecen intactos, están gravemente amenazados, al igual que los de los pueblos. Sin intervención directa por mi parte, el paisaje económico cambiaría muy pronto y ya no podríais reconocer la tierra de vuestros antepasados.
Los cortesanos perdieron su flema; la declaración del visir pareció excesiva e infundada.
—Naturalmente no se trata de una opinión, sino de hechos comprobados, cuya gravedad no podéis desconocer.
—Os ruego que los expongáis sin rodeos —solicitó el superintendente de los campos.
—Según los informes oficiales recogidos por los mensajeros reales, aproximadamente la mitad de las tierras ha caído bajo el control directo o indirecto de la Doble Casa blanca; sin advertirlo, numerosos templos provinciales mañana serán privados de sus cosechas. Muchos cultivadores, pequeños y medianos, endeudados sin saberlo, se convertirán en arrendadores o serán expulsados. El equilibrio entre propiedad privada y dominios de Estado está a punto de romperse. Lo mismo ocurre con el ganado y la artesanía.
Las miradas se clavaron en Bel-Tran, situado a la diestra del visir. En los ojos del director de la Doble Casa blanca se mezclaban el estupor y la cólera. Con los labios prietos, la nariz estremecida y la nuca rígida, fulminaba.
—La política económica practicada antes de mi nombramiento —prosiguió Pazair— se orientaba en una dirección que desapruebo. El censo demuestra sus excesos, que pienso combatir inmediatamente, gracias a los decretos firmados por el faraón. Egipto preservará su grandeza y la felicidad de su pueblo respetando los valores ancestrales; pediré por lo tanto al director de la Doble Casa blanca que siga fielmente mis instrucciones y anule las injusticias.
Públicamente desautorizado, aunque encargado de una nueva misión, Bel-Tran podía retirarse o someterse.
Pesado, macizo, se adelantó presentándose ante el visir.
—Tenéis mi lealtad: ordenad y obedeceré.
Un murmullo de satisfacción reveló el asentimiento de la corte. La crisis se había evitado; Bel-Tran reconocía sus errores, el visir no lo condenaba. La moderación de Pazair fue apreciada; pese a su juventud, tenía el sentido de los matices y sabía mostrarse diplomático, sin abandonar una irreprochable línea de conducta.
—Para cerrar este consejo —indicó el visir—, mantengo la negativa a establecer un registro civil donde consten nacimientos, muertes, bodas y divorcios. Semejante práctica restringiría la libertad, fijando por escrito acontecimientos que sólo afectan a los interesados y a sus íntimos, y no al Estado. No hagamos más inflexible nuestra sociedad abrumándola con una gestión administrativa en exceso formalista. Cuando se corona al faraón no mencionamos su edad, pero celebramos su función. Preservemos ese estado de ánimo, más preocupado por la verdad intemporal que por detalles perecederos, y Egipto conservará su armonía, a imagen del cielo.
L
a señora Silkis, asustada, no conseguía contener la cólera de su marido. Víctima de una crisis de tetania, Bel-Tran ya no tenía la menor sensibilidad en los dedos de los pies y las manos. Presa de accesos de rabia, rompía preciosos jarrones, desgarraba papiros nuevos e injuriaba a los dioses. Incluso los ofrecidos encantos de su joven esposa eran inoperantes.
Silkis se retiró a sus aposentos; bebió un brebaje compuesto de zumo de dátiles, hojas de ricino y leche de sicómoro, destinado a apaciguar el fuego que abrasaba sus intestinos. Un médico la había advertido sobre el mal estado del plexo venoso de sus muslos, otro se había preocupado por el constante calor en el ano; ella los había despedido, antes de aceptar el tratamiento de un especialista que le había inyectado leche de mujer por medio de un clister.
Su vientre seguía haciéndola sufrir, como si expiara sus faltas. Le habría gustado tanto confiar sus pesadillas al intérprete de los sueños y solicitar los cuidados de Neferet…; pero el primero había abandonado Menfis y la segunda se había convertido en su enemiga.
Bel-Tran irrumpió en su alcoba.
—¡Otra vez enferma!
—Admítelo, una pestilencia me devora.
—Te pago los mejores médicos.
—Sólo Neferet me curaría.
—¡Tonterías! No sabe más que sus colegas.
—Te equivocas.
—¿Me he equivocado alguna vez desde que inicié mi ascenso? Te he convertido en una de las mujeres más ricas del país; pronto serás la más afortunada y yo tendré el poder supremo, manejando a esas marionetas.
—Pazair te da miedo.
—Me irrita cuando se comporta como el visir que cree ser.
—Su intervención le ha valido numerosas simpatías; algunos de tus partidarios han cambiado de bando.
—¡Imbéciles! Lo lamentarán; quienes no me obedezcan al pie de la letra serán reducidos a la esclavitud.
Silkis, agotada, se tendió.
—¿Y si te conformaras con tu riqueza… y te ocuparas de mí?
—Dentro de diez semanas seremos dueños del país, ¡y quieres renunciar a causa de tu salud! Realmente estás loca, mi pobre Silkis.
Ella se incorporó, agarrándolo por el cinturón de su paño, que le venía estrecho.
—No mientas: ¿he salido ya de tu corazón y tu cabeza?
—¿Qué quieres decir?
—Soy joven y hermosa, pero mis nervios son frágiles y mi vientre, poco acogedor… ¿Has elegido ya a otra como futura reina?
Él la abofeteó, obligándola a soltarlo.
—Te he moldeado, Silkis, y seguiré haciéndolo; mientras cumplas mis órdenes no tendrás nada que temer.
La mujer no lloró, olvidando sus arrumacos; el rostro de la mujer-niña se volvió frío como el mármol.
—¿Y si yo te abandonara?
Bel-Tran sonrió.
—Me amas demasiado, querida, y te gusta mucho la comodidad. Conozco tus vicios; somos inseparables, juntos hemos renegado de los dioses, hemos mentido juntos, juntos hemos transgredido la justicia y la Regla. ¿Existe mejor garantía para una inquebrantable solidaridad?
—Deliciosa —reconoció Pazair saliendo del agua.
Neferet comprobaba la franja de cobre que rodeaba el interior del estanque y la desinfectaba continuamente. El sol doraba su piel desnuda, por la que corrían perlas de agua.
Pazair se zambulló, nadó sumergido y la cogió dulcemente por la cintura antes de emerger y besarla en el cuello.
—Me esperan en el hospital.
—Pues te esperarán un poco más.
—¿No debes ir a palacio?
—Ya no lo sé.
Su resistencia era fingida; lánguida, se abandonó. Pazair, estrechando su cuerpo, la llevó hasta el borde de piedra. Sin dejar de abrazarse, se tendieron en las cálidas losas y dieron libre curso a su deseo.
Una poderosa voz quebró la quietud.
—
Viento del Norte
—dijo Neferet.
—Ese rebuzno anuncia la inminente llegada de un amigo.
Minutos más tarde, Kem saludó al visir y su esposa.
Bravo
, dormido al pie de un sicómoro, abrió un ojo y lo cerró de nuevo, con la cabeza apoyada en sus patas cruzadas.
—Vuestra actuación fue muy apreciada —reveló al visir— las criticas de la corte se han acallado, su escepticismo ha desaparecido. Os reconocen ya como un auténtico primer ministro.
—¿Bel-Tran? —preguntó Neferet.
—Se mueve cada vez más; algunos notables rechazan sus invitaciones a cenar, otros le cierran su puerta. Se murmura que al próximo desliz vais a sustituirlo sin advertírselo. Le habéis dado un golpe fatal.
—Lamentablemente, no —deploró Pazair.
—Poco a poco vais reduciendo su poder.
—Pobre consuelo.
—Aunque tenga un arma decisiva, ¿podrá utilizarla?
—No pensemos más, sigamos actuando.
El nubio se cruzó de brazos.
—Oyéndoos, acabaré creyendo que la rectitud es la única posibilidad de supervivencia del reino.
—¿No estáis convencido de ello?
—Me costó la nariz, os costará la vida.
—Intentemos impedir esta profecía.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
—Os diré la verdad: diez semanas.
—¿Y el devorador de sombras? —interrogó Neferet.
—No puedo creer que haya renunciado —respondió Kem— pero ha perdido sus duelos con
Matón
. Si la duda se abre paso en su espíritu, tal vez piense en abandonar la partida.
—¿Estáis volviéndoos optimista?
—Tranquilizaos: no bajaré la guardia.
Neferet, sonriente, miró al nubio.
—No se trata de una simple visita de cortesía, ¿verdad?
—Leéis en mí demasiado bien.
—La alegría de vuestra mirada… ¿Alguna esperanza?
—Hemos encontrado la pista de Mentmosé, mi siniestro predecesor.
—¿En Menfis?
—De acuerdo con un informador, que lo vio saliendo de casa de Bel-Tran, se ha encaminado al norte.
—Podríais haberlo interpelado —consideró Pazair.
—Habría sido un error; ¿no era mejor conocer su destino?
—Siempre que no se le pierda la pista.
—Evitó los barcos para pasar inadvertido; sabe que la policía está buscándolo. Si viaja por caminos de tierra, evitará los controles.
—¿Quién lo sigue?
—Mis mejores sabuesos se relevan; en cuanto haya llegado a su objetivo, lo sabremos.
—Avisadme inmediatamente; partiré con vos.
—No es muy prudente.
—Necesitaréis un magistrado para interrogarlo; ¿hay alguien más autorizado que el visir?
Pazair estaba convencido de que conseguiría resultados decisivos; Neferet no había logrado convencerlo de que renunciara a un viaje que se anunciaba peligroso, pese a la presencia de Kem y del babuino.
Mentmosé, el antiguo jefe de policía que había enviado a Pazair al penal, burlándose de las leyes, tal vez supiera algo sobre el asesinato de Branir. El visir no dejaría pasar de nuevo la oportunidad de conocer la verdad.
Mentmosé hablaría.
Mientras el visir aguardaba el aviso de Kem, Neferet ponía a punto, con los colegas afectados, el programa anticonceptivo para todo el país. Gracias al decreto del visir, se distribuirían gratuitamente los productos a las familias. Los médicos de aldea, cuya función sería rehabilitada, cumplirían una permanente misión informativa. El servicio de salud tenía que velar, ahora, por el control de los nacimientos.
Al revés que su predecesor, Neferet no se había instalado en los locales administrativos reservados al médico en jefe del reino y a sus más cercanos colaboradores; había preferido su antiguo despacho del hospital principal, para seguir en contacto con los enfermos y los preparadores de remedios. Escuchaba, aconsejaba y tranquilizaba. Cada día intentaba hacer retroceder los límites del sufrimiento, y cada día experimentaba derrotas de las que extraía la esperanza de futuras victorias. Se preocupaba también por la redacción de tratados de medicina
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, transmitidos desde el tiempo de las pirámides y mejorado sin cesar; un colegio de escribas especializados describía las experiencias que tenían éxito y anotaba los tratamientos.
Neferet había finalizado una operación de ojos, destinada a evitar la agravación de un glaucoma, y estaba lavándose las manos en el cuarto de baño de los cirujanos cuando un joven médico la advirtió de una urgencia. Fatigada, la joven le pidió que se encargara él; pero la paciente sólo quería consultar a Neferet, y sólo a ella.
La mujer estaba sentada con la cabeza cubierta por un velo.
—¿Qué os duele? —preguntó Neferet.
La paciente no respondió.
—Debo examinaros.
Silkis levantó su velo.
—Curadme, Neferet; de lo contrario voy a morir.
—Aquí trabajan excelentes médicos; consultadles.
—¡Vos me curaréis, y nadie más!
—Sois la esposa de un ser vil y destructor, Silkis, de un perjuro y un mentiroso. Permanecer a su lado demuestra vuestra complicidad; eso es lo que os corroe el alma y el cuerpo.
—No he cometido crimen alguno. Debo obedecer a Bel-Tran, él me moldeó, él…
—¿Acaso sois sólo un objeto?
—¡No podéis comprenderlo!
—Ni comprenderos ni cuidaros.
—Soy vuestra amiga, Neferet, vuestra amiga fiel y sincera; puesto que tenéis mi estima, concededme vuestra confianza.
—Si abandonáis a Bel-Tran, os creeré; de lo contrario, dejad de mentirme y de mentiros a vos misma.
La débil voz de la mujer-niña se hizo quejosa.
—Si me cuidáis, Bel-Tran os recompensará, ¡os lo juro! Es el único modo de salvar a Pazair.
—¿Estáis segura?
Silkis se relajó.
—¡Por fin admitís la realidad!
—Me veo continuamente confrontada a ella.
—Bel-Tran está preparando otra, mucho más atractiva. ¡Será como yo, bella y seductora!
—Sufriréis una cruel decepción.
La sonrisa de Silkis se heló.
—¿Por qué lo decís?