El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (11 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

—¡Escuchadme todos! Fui teniente de carros en el ejército. Sé manejar el gran arco, he matado a decenas de beduinos e hice justicia suprimiendo a un general felón. Mi país no me lo agradeció; hoy quiero hacerme rico y poderoso. Este clan necesita un jefe, un hombre aguerrido y conquistador. Yo lo soy; si me seguís, el destino os será favorable.

El inflamado rostro de Suti, sus largos cabellos, su fortaleza y su prestancia impresionaron a los nubios; pero intervino el anciano guerrero.

—Mataste a nuestro jefe.

—Fui más fuerte que él; la ley del desierto no perdona a los débiles.

—Nosotros debemos designar a nuestro próximo señor.

—Os llevaré a la ciudad perdida y exterminaremos a quienes se nos opongan. No tienes derecho a mantener para ti el secreto; mañana, nuestro clan será el más respetado del mundo.

—Nuestro jefe iba solo a la ciudad.

—Nosotros iremos juntos y tendréis oro.

Partidarios y adversarios de Suti comenzaron a discutir; la influencia del anciano era tal que la derrota del egipcio parecía indiscutible. De modo que tomó a Pantera y con un gesto brutal le arrancó las ropas. Las llamas iluminaron su rubia desnudez.

—¡Ved, ella no se rebela contra mí! Sólo yo puedo ser su amante. Si no me aceptáis como jefe, provocará una nueva tempestad de arena y moriréis todos.

La libia tenía en sus manos la suerte de Suti; si lo rechazaba, los nubios sabrían que fanfarroneaba y lo destrozarían. Elevada al rango de diosa, ¿no se habría embriagado de vanidad?

La muchacha se soltó; los guerreros negros apuntaron con sus flechas y sus puñales hacia Suti.

Se había equivocado poniendo su confianza en una libia. Al menos, sucumbiría admirando un sublime cuerpo de mujer.

Con una agilidad felina, ella se tendió junto al fuego y le abrió los brazos.

—Ven —dijo sonriente.

CAPÍTULO 15

P
azair se despertó sobresaltado. Había soñado con un monstruo de cien cabezas, con innumerables zarpas que laceraban las piedras de la gran pirámide e intentaban derribarla. Su vientre era un rostro humano, el de Bel-Tran. Sudando, pese al frescor de aquella noche de febrero, el visir palpó el marco de madera de su cama, el somier hecho de cuerdas vegetales trenzadas y los pies en forma de cabeza de león.

Se volvió hacia el lecho de Neferet. Estaba vacío.

Apartó la red de mallas muy finas que servía de mosquitera, se levantó, se cubrió con un manto y abrió la ventana que daba al jardín. Un tierno sol de invierno despertaba árboles y flores, algunos paros cantaban. La vio, arrebujada en una gruesa manta, con los pies desnudos en el rocío.

Se confundía con el alba, aureolada por su luz. Dos halcones, brotando de la barca de Ra, volaron alrededor de Neferet cuando depositó en el altar de los antepasados una ofrenda de loto, a la memoria de Branir. Fecundando el espacio, uniendo Egipto con el navío celeste, las rapaces regresaron a su proa, fuera del alcance de las miradas de los hombres.

Concluido el rito, Pazair abrazó a su esposa.

—Eres la estrella de la mañana en el alba de una feliz jornada, inigualable, radiante; tus ojos son suaves como tus labios. ¿Por qué eres tan hermosa? Tus cabellos han captado la claridad de la diosa Hator. Te amo, Neferet, como nunca nadie ha amado.

Se unieron en el alba amorosa.

De pie en la proa del barco que navegaba hacia Karnak, Pazair admiró la región donde se celebraban, con tanto esplendor, las bodas del sol y del agua. En las orillas, los campesinos cuidaban acequias de riego mientras un cuerpo de especialistas se encargaba de los canales, arterias vitales de Egipto. Las copas de las palmeras ofrecían una sombra generosa a los hombres que se inclinaban con amor sobre la tierra negra y fértil. Cuando los niños vieron pasar el barco del visir corrieron por las riberas y los caminos de sirga; lanzaron gritos de júbilo y saludaron con gestos entusiastas.

El babuino policía estaba en el techo de la cabina central, desde donde vigilaba a Pazair. Kem ofreció al visir cebollas frescas.

—¿Nada nuevo sobre el asesino?

—Nada —repuso el jefe de policía.

—¿Ha reaccionado la señora Tapeni?

—Visitó a Bel-Tran.

—Una nueva aliada…

—Desconfiemos de ella. Su capacidad de hacer daño no es desdeñable.

—Una enemiga más.

—¿Os asusta acaso?

—Gracias a los dioses, la inconsciencia me sirve de valor.

—Sería más acertado decir que no tenéis elección.

—¿Algún incidente en el hospital?

—Vuestra esposa puede trabajar en paz.

—Le toca reformar rápidamente el programa de salud pública; a su predecesor no le preocupó demasiado y han aparecido graves lagunas. La función de Neferet y la mía resultan, a veces, muy pesadas; no estábamos preparados para ello.

—¿Cómo iba yo a pensar que me convertiría en el jefe de una policía que me cortó la nariz?

El viento soplaba con fuerza, contrariando la acción de la corriente; a veces, los marineros avanzaban a remo, sin quitar el mástil ni arriar la vela rectangular, alta y estrecha. El capitán, acostumbrado a navegar por el Nilo durante todo el año, conocía sus añagazas y sabía utilizar la más ligera brisa para transportar con rapidez a sus ilustres viajeros. El perfil de la embarcación, de casco sin quilla y elevados extremos, había sido estudiado por los carpinteros del faraón para deslizarse perfectamente sobre el agua.

—¿Cuándo actuará de nuevo el asesino?

—No os preocupéis, Kem.

—Al contrario, lo tomo como un asunto personal; ese diablo mancilla mi honor.

—¿Tenéis noticias de Suti?

—La orden de alerta llegó a Tjaru; los soldados están encerrados en la fortaleza hasta recibir otra consigna.

—¿Pudo escapar?

—Según los informes oficiales, no falta nadie; pero me ha llegado una noticia extraña. Al parecer, un empecinado fue encadenado a una roca, en medio del Nilo, para servir de cebo a los bandidos nubios.

—Sólo puede ser él.

—En ese caso, no seáis demasiado optimista.

—Saldrá de ese mal paso; Suti se escaparía incluso del reino de las sombras.

El pensamiento del visir voló hacia su hermano espiritual, luego comulgó con el admirable paisaje tebano. La franja cultivada, a un lado y otro del Nilo, era la más ancha y lujuriante del valle. Casi setenta pueblos trabajaban para el inmenso templo de Karnak, que empleaba más de ochenta mil personas, sacerdotes, artesanos y campesinos. Estas riquezas desaparecían ante la majestad del área consagrada al dios Amón, rodeada por una muralla de ladrillos, ondulante como una ola.

El director de la casa del sumo sacerdote, su mayordomo y su chambelán recibieron al visir en el embarcadero; intercambiadas las fórmulas de cortesía, se ofrecieron para conducir a Pazair junto a su amigo Kani, antiguo jardinero elevado a la dignidad de pontífice máximo de la más vasta ciudad-templo de Egipto. Cuando tomó la avenida central de la inmensa sala con columnas, donde sólo penetraban los iniciados a los misterios, el visir les rogó que lo dejaran solo. Kem y su babuino permanecieron ante la doble y gran puerta dorada, que se abría durante las grandes fiestas, cuando la barca de Amón salía del santuario para inundar la tierra con su luz.

Pazair se recogió largo rato frente a una sublime representación del dios Thot, cuyos alargados brazos daban la medida de base que había utilizado el maestro de obras. Leyó los jeroglíficos de las columnas, descifró el mensaje del dios del conocimiento, incitando a sus discípulos a respetar las proporciones que presidían el nacimiento de toda vida. El visir debía mantener cotidianamente aquella armonía, para que Egipto fuera el espejo del cielo; los conjurados querían destruirla y sustituirla por un monstruo frío, dispuesto a torturar a los hombres para hartarse mejor de bienes materiales. ¿No eran Bel-Tran y sus aliados una nueva raza, más temible que el más cruel de los invasores?

El visir salió de la sala de las columnas y disfrutó el purísimo azul del cielo de Karnak en el pequeño patio al aire libre, en cuyo centro un altar de granito marcó el nacimiento del templo, muchos años antes. Sagrado entre todos, estaba siempre cubierto de flores. ¿Por qué era necesario abandonar aquella profunda paz, fuera del tiempo?

—Me complace volver a verte, visir de Egipto.

Kani, con el cráneo afeitado y un bastón dorado en la mano, se inclinó ante Pazair.

—Soy yo el que debo saludaros.

—Te debo respeto; ¿no es el visir los ojos y los oídos del faraón?

—Que vean y oigan con agudeza.

—Pareces preocupado.

—Vengo a pedir ayuda al sumo sacerdote de Karnak.

—Iba a implorar la tuya.

—¿Qué ocurre?

—Graves problemas, me temo. Me gustaría enseñarte el templo que acaba de ser restaurado.

Kani y Pazair cruzaron una de las puertas del recinto de Amón, siguieron a lo largo de una muralla, saludaron a los pintores y los escultores que estaban trabajando y se dirigieron hacia un pequeño santuario de la diosa Maat.

En el interior del modesto edificio, construido con gres, había dos banquetas de piedra. Allí actuaba el visir cuando juzgaba a un gran personaje de la jerarquía sagrada.

—Soy un hombre sencillo —dijo Kani—; no olvido que tu maestro Branir debía reinar sobre Karnak.

—Branir murió asesinado, el faraón os designó.

—Tal vez fuera una mala elección.

Pazair nunca había visto tan deprimido a Kani; acostumbrado a los caprichos de la naturaleza y a las implacables realidades de la tierra, se había impuesto sin embargo a sus subordinados y a los colegios de sacerdotes, y gozaba de la estima general.

—Soy indigno de mi función, pero no rehuiré mis responsabilidades. Muy pronto compareceré aquí mismo, ante tu tribunal, y me condenarás.

—¡He aquí un rápido proceso! ¿Me autorizáis a investigar?

Kani se sentó en la banqueta.

—No te costará mucho; te bastará con consultar los recientes archivos contables. En unos pocos meses casi he arruinado Karnak.

—¿De qué modo?

—Basta con examinar las entradas de cereales, de productos lácteos, de frutos… Sea cual sea el género del que se trate, mi gestión es un espantoso fracaso.

Pazair se turbó.

—¿Os han engañado?

—No, los informes son formales.

—¿Las condiciones climáticas?

—La crecida fue abundante, los insectos no han devorado los cultivos.

—¿Cuál es la causa de este desastre?

—Mi incompetencia. Deseaba avisarte para que alertaras al rey.

—No hay prisa.

—La verdad saldrá a la luz. Como puedes comprobar, mi ayuda no te serviría de nada; mañana sólo seré un anciano despreciable.

El visir se encerró en la sala de los archivos del templo de Karnak y comparó el balance de Kani con el de sus predecesores. La diferencia lo abrumó.

Una certidumbre se abrió paso en su espíritu: intentaban arruinar la reputación de Kani y obligarlo a dimitir. ¿Quién podía reemplazarlo sino un dignatario hostil a Ramsés? Sin la ayuda de Karnak era imposible controlar Egipto; pero ¿cómo imaginar que Bel-Tran y sus esbirros se hubieran atrevido a atacar a un sumo sacerdote tan íntegro? Le harían un reproche decisivo: Karnak, Luxor y los templos de la orilla oeste pronto carecerían de ofrendas. El culto se celebraría mal y pronto se gritaría por todas partes el nombre del responsable, ¡el incapaz Kani!

La desesperación invadió a Pazair. Venía a buscar la ayuda de un amigo y se vería obligado a inculparlo.

—Dejad de preocuparos por vuestros papiros —recomendó Kem—, y vayamos sobre el terreno.

Las primeras aldeas investigadas, cercanas al gran templo, vivían apacibles, al eterno compás de las estaciones; el interrogatorio de los alcaldes y los escribas de los campos no reveló nada anormal. Tras tres días de infructuosas investigaciones, el visir se rendía a la evidencia. Era preciso regresar a Menfis y describir la situación al rey antes de procesar a Kani, el sumo sacerdote.

Un viento violento hacía difícil el viaje y Kem obtuvo un día más de investigación; esta vez, los dos hombres, el mono y su escolta inspeccionaron una aldea alejada del templo, en los limites de la provincia de Coptos. Allí, como en todas partes, los campesinos se dedicaban a sus ocupaciones mientras sus esposas se encargaban de los niños y preparaban las comidas. A orillas del Nilo, un lavandero trabajaba con su ropa y un médico campesino mantenía su consulta a la sombra de un sicómoro.

El babuino se puso nervioso; su nariz se estremeció, arañó el suelo.

—¿Qué ha notado? —preguntó Pazair.

—Ondas negativas; no habrá sido un viaje inútil.

CAPÍTULO 16

E
l alcalde del pueblo, de unos cincuenta años de edad, era un hombre panzudo, afable y cortés. Padre de cinco niños, notable hereditario, fue avisado inmediatamente de la llegada de un grupo de desconocidos. A regañadientes, interrumpió su siesta; acompañado por un portador de sombrilla, indispensable para preservar su calvo cráneo de los rayos del sol, salió al encuentro de los inesperados visitantes.

Cuando su mirada se encontró con los ojos enrojecidos del enorme babuino, se detuvo en seco.

—Os saludo, amigos míos.

—Nosotros también —respondió Kem.

—¿Está domesticado el mono?

—Es un policía juramentado.

—Ah… ¿y vos?

—Soy Kem, el jefe de policía; he aquí a Pazair, visir de Egipto.

Atónito, el alcalde escondió la panza y se dobló, tendiendo las manos hacia adelante en signo de veneración.

—¡Qué honor, qué honor! Una aldea tan modesta recibiendo al visir… ¡Qué honor!

Al erguirse de nuevo, el gordo soltó un chorro de almibarados cumplidos; cuando el babuino soltó un gruñido, se interrumpió.

—¿Estáis seguro de controlarlo bien?

—Salvo cuando ventea un malhechor.

—Afortunadamente, en mi pequeña comunidad no lo hay.

Pensándolo bien, el gran nubio de voz grave parecía tan temible como su simio; el alcalde había oído hablar de ese extraño jefe de policía, que se preocupaba muy poco por las tareas administrativas y se acercaba tanto al pueblo que ningún delincuente escapaba por mucho tiempo. Verlo allí, en su territorio, era una desagradable sorpresa. ¡Y el visir! Demasiado joven, demasiado serio, demasiado inquisidor… La nobleza natural de Pazair, la profundidad y agudeza de su mirada, el rigor de su porte no presagiaban nada bueno.

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