Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
Cumplida su tarea, el devorador de sombras cruzó la sala de las cuatro columnas, pasó ante el cuarto de baño y penetró en una estancia oblonga, llena de redomas de diversos tamaños.
Era el laboratorio privado de Neferet.
Cada remedio estaba identificado por su nombre, con las correspondientes indicaciones terapéuticas. No le costó nada descubrir lo que buscaba.
De nuevo oyó voces femeninas y el canto del agua que corría; los sonidos procedían de la estancia contigua. En la esquina superior izquierda de la pared descubrió un agujero que el yesero no había tapado todavía; sin poder resistirlo, se encaramó a un taburete y estiró el cuello.
La vio. De pie, Neferet recibía el agua deliciosa que vertía la sirvienta, encaramada en un banco de ladrillos bastante elevado con respecto a la dueña; terminada la ducha, la joven de sublime cuerpo se tendió en una banqueta de piedra. Quejándose de su marido y de sus hijos, la sirvienta le dio un suave masaje con ungüento en la espalda.
El devorador de sombras se sació del espectáculo; la última mujer de la que había abusado, Silkis, de robustas formas, era fea si se la comparaba con Neferet. Por un instante pensó en irrumpir en el cuarto de baño, estrangular a la sirvienta y violar a la suntuosa esposa del visir; pero no tenía tiempo.
De una caja en forma de nadadora desnuda que empujaba ante ella un pato, la sirvienta, con la yema del índice, recogió un poco de pomada y la extendió en la parte baja de la espalda de Neferet, para eliminar fatiga y contracturas. El devorador de sombras contuvo su deseo y abandonó la morada.
Cuando el visir cruzó la puerta de su propiedad, poco antes del ocaso, el intendente corrió hacia él.
—¡Señor, me han agredido! Esta mañana, a la hora en que pasan los vendedores ambulantes… El hombre se ha presentado como un quesero. He desconfiado, porque no lo conocía; pero la calidad de sus productos me ha tranquilizado. Y me ha dejado sin sentido.
—¿Has avisado a Neferet?
—He preferido no asustar a vuestra esposa y hacer mi propia investigación.
—¿Qué has descubierto?
—Nada preocupante. Nadie ha visto al individuo en la propiedad; se ha marchado tras haberme derribado. Sin duda quería robar y ha descubierto que su empresa estaba condenada al fracaso.
—¿Cómo te encuentras?
—Algo vacilante.
—Ve a descansar.
Pazair no compartía el optimismo de su intendente. Si el agresor era el misterioso asesino que había intentado suprimirlo varias veces, probablemente se había introducido en la casa. ¿Con qué intención?
Agotado por una dura jornada en la que no había podido recuperar el aliento, el visir sólo pensaba en encontrarse con Neferet. Avanzó de prisa por la avenida principal del jardín, bajo las copas de los sicómoros y las palmeras, admiró el ondular de las hojas. Le gustaba el sabor del agua de su pozo, de sus dátiles y sus higos. El rumor de los sicómoros evocaba la suavidad de la miel, el fruto de las perseas recordaba un corazón. Dios le concedía el privilegio de gozar de aquellas maravillas y, más aún, de compartirlas con la mujer a la que había amado con todo su ser desde el primer instante en que la vio.
Sentada bajo un granado, Neferet tocaba un arpa portátil de siete cuerdas; como ella, el árbol conservaba su belleza durante todo el año pues, en cuanto caía una flor, otra se abría. La voz, impostada en un tierno agudo, cantaba una antiquísima melopea que narraba la felicidad de unos amantes, fieles para siempre. Se acercó a ella y la besó en el cuello, en el lugar donde sus labios la hacían estremecerse.
—Te amo, Pazair.
—Más te amo yo.
—Te equivocas.
Se besaron con el ardor de la juventud.
—Tienes mal aspecto —observó ella.
—De nuevo el resfriado y la tos.
—Cansancio y ansiedad.
—Estas últimas horas han sido difíciles; hemos rozado dos grandes catástrofes.
—¿Bel-Tran?
—Sin duda alguna. Ha organizado un aumento de precios para sembrar tumultos en la población y ha interrumpido el comercio de sal.
—Por eso nuestro intendente no ha encontrado conservas de oca; ¿y el pescado seco?
—En Menfis se han agotado las existencias.
—Te considerarán el responsable.
—Es la regla.
—¿Qué piensas hacer?
—Volver inmediatamente a la normalidad.
—Para los precios bastará un decreto… ¿Pero y la sal?
—No todos los almacenes han sido afectados por la humedad; las caravanas saldrán otra vez, muy pronto, de los oasis. Además, he abierto las reservas del faraón, en el delta, Menfis y Tebas. No careceremos mucho tiempo de conservas; para apaciguar los espíritus, los graneros reales distribuirán alimentos gratuitos durante algunos días, como en períodos de hambruna.
—¿Y los comerciantes?
—A título de indemnización recibirán algunas telas.
—Por lo tanto, se ha restablecido la armonía.
—Hasta el próximo ataque de Bel-Tran; no dejará de acosarme.
—¿No ha cometido faltas?
—Afirma que ha actuado en interés de la Doble Casa blanca y, por lo tanto, del faraón; aumentar el precio de los géneros y obligar a los vendedores de sal a bajar los suyos habría enriquecido al Tesoro.
—Y empobrecido al pueblo.
—Bel-Tran no se preocupa por ello; prefiere aliarse con los ricos, cuyo apoyo le será indispensable cuando tome el poder. A mi entender, sólo se trata de escaramuzas destinadas a comprobar mi capacidad de reacción. Puesto que domina el sistema económico mucho mejor que yo, tal vez sus próximos golpes sean decisivos.
—No seas tan pesimista; la fatiga es causa de esta pasajera desesperación. Un buen médico te curará.
—¿Conoces algún remedio?
—La sala de unciones.
Pazair se dejó conducir, como si descubriera el lugar. Tras haberse lavado los pies y las manos, se quitó el traje de función y el paño, y luego se tendió en un banco de piedra. Las manos de la médico en jefe del reino le dieron un suave masaje, eliminaron los dolores de espalda y las rigideces de la nuca. Cuando se volvió de lado Pazair contempló a Neferet; su vestido de lino muy fino apenas ocultaba sus formas, su cuerpo estaba impregnado de perfume. La atrajo hacia sí.
—No tengo derecho a mentirte, ni siquiera por omisión. Nuestro intendente ha sido agredido, esta mañana, por un falso quesero; no lo ha identificado y nadie ha visto al hombre después de su fechoría.
—El hombre que intentó eliminarte y al que Kem no ha identificado todavía.
—Es probable.
—Modificaremos el menú previsto para esta noche —decidió Neferet, recordando que el misterioso asesino había intentado matar a Pazair con un pescado envenenado.
La sangre fría de su esposa dejaba maravillado a Pazair. El deseo que crecía en él lo impulsaba a olvidar angustias y peligros.
—¿Has renovado las flores de nuestra alcoba?
—¿Quieres admirarlas?
—Es mi más ferviente deseo.
Tomaron el pasadizo que llevaba de la sala de unciones a la habitación; Pazair desnudó a Neferet, muy lentamente, cubriéndola de enfebrecidos besos. Cada vez que hacían el amor contemplaba sus tiernos labios, su esbelto cuello, sus pechos firmes y redondos, sus finas caderas, sus delgadas piernas, y agradecía al cielo que le ofreciera tan enloquecida felicidad. Neferet respondió a su ardor y juntos conocieron el secreto goce que la diosa Hator, soberana del amor, dispensaba a sus fieles.
La vasta morada estaba silenciosa. Pazair y Neferet descansaban cogidos de la mano; un extraño ruido intrigó al visir.
—¿No has oído una especie de bastonazo?
Neferet aguzó el oído; el ruido se repitió y, luego, volvió la quietud. La muchacha se concentró; lejanos recuerdos volvían poco a poco a su memoria.
—A mi derecha —indicó Pazair.
Neferet encendió la mecha de una lámpara de aceite. En el lugar que el visir señalaba había un arcón para la ropa que contenía sus paños.
Se disponía a levantar la tapa cuando la escena apareció en la memoria de Neferet. Lo asió del brazo derecho y le obligó a retroceder.
—Llama a un sirviente, pídele que venga con un bastón y un cuchillo. Ya sé lo que ha venido a hacer el falso quesero.
Recordaba cada uno de los instantes de la prueba durante la que había tenido que atrapar una serpiente y extraer su veneno para preparar un remedio. Cuando golpeaba con la cola las paredes del cesto en el que estaba encerrada producía el sonido que Pazair y ella acababan de escuchar.
Pazair regresó con el intendente y un jardinero.
—Tened cuidado —recomendó Neferet—; en este arcón hay un reptil encolerizado.
El intendente levantó la tapa con el extremo de un largo bastón; apareció la sibilante cabeza de una víbora negra. El jardinero, acostumbrado a luchar con este tipo de indeseables huéspedes, la cortó en dos.
Pazair estornudó varias veces y sufrió un acceso de tos.
—Voy a buscar tu remedio.
Ni el uno ni el otro habían tocado la suculenta cena que les había preparado el cocinero;
Bravo
, en cambio, había hecho honor a las costillas de cordero asadas. Saciado, con el hocico apoyado en sus patas cruzadas, tomaba un merecido descanso a los pies de su dueño.
En su laboratorio, lleno de redomas de madera, marfil, cristal multicolor y alabastro, que tenían formas tan variadas como la de una granada, un loto, un papiro o un pato, Neferet eligió la poción a base de brionia que disiparía la congestión casi crónica que sufría Pazair.
—Mañana mismo —anunció el visir— ordenaré a Kem que haga custodiar nuestra mansión por hombres seguros. Este tipo de incidentes no volverá a producirse.
Neferet puso diez gotas en una copa y añadió agua.
—Bébetelo; dentro de una hora tomarás de nuevo la misma cantidad.
Pensativo, Pazair tomó la copa.
—Ese asesino debe de estar a sueldo de Bel-Tran; ¿fue uno de los conjurados que violaron la gran pirámide? No lo creo. Es un elemento exterior a la maquinación propiamente dicha. Lo que permite suponer que existen otros…
Bravo
gruñó mostrando los dientes.
El acontecimiento dejó estupefacta a la pareja; el perro nunca se había comportado así con ellos.
—Tranquilízate —ordenó el visir.
Bravo
se irguió sobre sus patas y gruñó de nuevo.
—¿Qué te ocurre?
El bastardo dio un salto y mordió a Pazair en la muñeca. Atónito, soltó la copa y levantó el puño.
Neferet, lívida, se interpuso.
—¡No le pegues! Creo que he comprendido…
Con los ojos llenos de amor,
Bravo
lamió las piernas de su dueño.
La voz de Neferet tembló.
—No es el olor de la tintura de brionia. El asesino ha sustituido tu poción habitual por un veneno robado en el hospital. Yo iba a matarte al querer curarte.
P
antera estaba asando una liebre, Suti terminaba de fabricar un improvisado arco de madera de acacia. Se parecía a su arma preferida, capaz de lanzar flechas a sesenta metros en tiro directo y a más de ciento cincuenta metros en tiro parabólico. Ya en su adolescencia, Suti había dado pruebas de un don excepcional para alcanzar blancos lejanos y minúsculos.
Rey de su modesto oasis, rico en agua pura, suculentos dátiles y caza que acudía a beber, se sentía feliz. A Suti le gustaba el desierto, su poderío, su fuego devorador que arrastraba el pensamiento hacia el infinito. Durante largas horas, contemplaba los amaneceres y las puestas de sol, los imperceptibles movimientos de las dunas, la danza de la arena acompasada por el viento. Zambulléndose en el silencio, comulgaba con la ardiente inmensidad donde el sol reinaba como único señor. Suti tenía la sensación de alcanzar el absoluto, más allá de los dioses; ¿era necesario abandonar aquel desconocido pedazo de tierra olvidado por los hombres?
—¿Cuándo nos iremos? —preguntó Pantera acurrucándose contra él.
—Tal vez nunca.
—¿Piensas instalarte aquí?
—¿Por qué no?
—¡Es el infierno, Suti!
—¿Qué nos falta?
—¿Y nuestro oro?
—¿No eres feliz?
—Esta felicidad no me basta; quiero ser rica y mandar un ejército de servidores en una inmensa propiedad. Me servirás vino de calidad, me ungirás las piernas con aceite perfumado y te cantaré canciones de amor.
—¿Hay propiedad más grande que el desierto?
—¿Dónde están los jardineros, los lagos de recreo, las orquestas, las salas de banquete, los…?
—Cosas que no necesitamos en absoluto.
—¡Dilo por ti! Vivir como una mendiga me repugna; ¡no te arranqué de tu prisión para pudrirme en ésta!
—Nunca fuimos más libres. Mira a tu alrededor: ningún intruso, ningún parásito, el mundo en su belleza y su verdad. ¿Por qué alejarse de semejante esplendor?
—Tu detención te ha debilitado mucho.
—No desdeñes mis palabras; me he enamorado del desierto.
—¿Y yo ya no cuento?
—Tú eres una libia en fuga, la enemiga hereditaria de Egipto.
—¡Monstruo, tirano!
Lo molió a puñetazos; Suti la agarró por los antebrazos y la tumbó de espaldas. Pantera se debatía, pero él fue más fuerte.
—O aceptas ser mi esclava de las arenas, o te repudio.
—No tienes ningún derecho sobre mí; antes morir que obedecerte.
Vivían desnudos, protegiéndose del sol en las horas más cálidas y disfrutando de la sombra de las palmeras y el follaje; cuando el deseo se apoderaba de ellos, sus cuerpos se unían con una pasión que se renovaba sin cesar.
—¡Estás pensando en aquella zorra, en tu esposa legítima, en Tapeni!
—A veces sí, lo reconozco.
—Me eres infiel con el pensamiento.
—Desengáñate; si tuviera a la señora Tapeni al alcance de la mano, la ofrecería a los demonios del desierto.
Pantera, súbitamente inquieta, frunció el entrecejo.
—¿Los has visto?
—Por la noche, mientras duermes, observo la cima de la gran duna. Aparecen por allí. Uno tiene cuerpo de león y cabeza de serpiente, otro cuerpo de león alado y cabeza de halcón, el tercero un hocico puntiagudo, con grandes orejas y cola bífida
[6]
. Ninguna flecha puede alcanzarlos, ningún lazo capturarlos, ningún perro perseguirlos.
—Te burlas de mí.
—Estos demonios nos protegen; tú y yo somos de su raza, indomables y feroces.