Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Has soñado, esas criaturas no existen.
—Pues tú sí que existes.
—Libérame; eres demasiado pesado.
—¿Estás segura?
Él la acarició.
—¡No! —aulló la muchacha echándolo hacia un lado.
El filo del hacha se hundió en el suelo, a pocos centímetros del lugar donde estaban segundos antes, rozando la sien de Suti.
Con el rabillo del ojo descubrió al agresor, un nubio de gran tamaño que recuperaba el mango de su arma y, de un salto, se colocaba frente a su presa.
Sus miradas se cruzaron, preñadas de la muerte del otro; las palabras estaban de más.
El nubio hizo molinetes con el hacha; sonreía, seguro de su fuerza y de su habilidad, obligando a retroceder a su adversario.
La espalda de Suti chocó con el tronco de una acacia. El nubio levantó su arma en el momento en que Pantera lo agarraba por el cuello; subestimando la fuerza de la muchacha, intentó apartarla con un codazo en el pecho. Indiferente al sufrimiento, ella le reventó un ojo. Aullando de dolor intentó golpearla con el hacha, pero Pantera había soltado la presa y rodaba por el suelo.
Con la cabeza por delante, Suti golpeó el vientre del negro y lo derribó. Pantera lo estranguló con un palo.
El nubio agitó los brazos, pero no consiguió liberarse. Suti permitió que su amante concluyera sola la victoria. Su enemigo murió asfixiado, con la laringe aplastada.
—¿Iba solo? —preguntó angustiada.
—Los nubios cazan en grupo.
—Me temo que tu querido oasis se convertirá en un campo de batalla.
—Eres realmente un demonio; tú has quebrado mi paz atrayéndolos aquí.
—¿No tendríamos que largarnos en seguida?
—¿Y si estuviera solo?
—Acabas de decir lo contrario. No te hagas ilusiones y marchémonos.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el norte.
—Los soldados egipcios nos detendrán; deben de estar desplegados por toda la región.
—Si me sigues, escaparemos y recuperaremos nuestro oro.
Pantera manifestó su entusiasmo abrazando a su amante.
—Te habrán olvidado, te creen perdido, tal vez muerto; atravesaremos sus líneas, evitaremos las fortalezas y seremos ricos.
El peligro había excitado a la libia; sólo los brazos de Suti la calmarían. El joven habría respondido de buena gana a sus deseos si su mirada no hubiera percibido un movimiento insólito en la cima de la gran duna.
—Ahí llegan los demás —murmuró.
—¿Cuántos?
—No lo sé; avanzan arrastrándose.
—Pasaremos por el camino del antílope.
Pantera se desengañó al advertir la presencia de varios nubios agazapados detrás de las rocas redondeadas en su parte superior.
—Hacia el sur, entonces.
También aquella dirección les estaba prohibida; el enemigo rodeaba el oasis.
—He fabricado veinte flechas —recordó Suti—; no bastarán.
El rostro de Pantera se ensombreció.
—No quiero morir.
Él la estrechó en sus brazos.
—Derribaré los que pueda apostándome en la copa del árbol más alto. Permitiré que uno de ellos entre en el oasis; tú lo eliminarás con el hacha, tomarás su carcaj y me lo traerás.
—No tenemos ninguna posibilidad de lograrlo.
—Confío en ti.
Suti los vio desde su promontorio. Eran alrededor de cincuenta hombres, unos armados de bastones, otros con arcos y flechas. Escapar de ellos sería imposible. Lucharía hasta el fin y mataría a Pantera antes de que fuera violada y torturada. Su última flecha sería para ella.
Lejos, por detrás de los nubios, en la cresta de una duna, el antílope que los había conducido luchaba contra un viento cada vez más violento; lenguas de arena se desprendían del montículo y volaban hacia el cielo. De pronto, el antílope desapareció.
Tres guerreros negros corrieron aullando. Suti tensó su arco, apuntó por instinto y disparó tres veces. Los hombres cayeron, con el rostro en el suelo y el pecho atravesado.
Les sucedieron otros tres. El joven hirió a dos; el tercero, loco de rabia, entró en el oasis. Disparó una flecha hacia la copa del árbol, fallando por poco; Pantera se arrojó sobre él, ambos cuerpos entremezclados salieron del campo de visión de Suti. No se oyó ni un solo grito.
El tronco se movió; alguien trepaba. Suti blandió su arco.
Del follaje de la acacia emergió una mano que sujetaba un carcaj lleno de flechas.
—¡Lo tengo! —gritó Pantera, temblorosa.
Suti la izó a su lado.
—¿No estás herida?
—He sido más rápida que él.
No tuvieron tiempo para congratularse; lanzaban ya otro asalto. Pese a lo rudimentario de su arco, Suti no careció de precisión. Sin embargo tuvo que disparar dos veces para alcanzar a un arquero que les apuntaba.
—El viento —explicó.
Las ramas comenzaban a moverse por efecto de la reciente tempestad; el cielo se volvió cobrizo, el aire se llenó de polvo. Un ibis, atrapado por la tormenta, fue arrojado al suelo.
—Bajemos —exigió Suti. Los árboles gemían emitiendo siniestros rugidos; las palmas arrancadas fueron aspiradas por un torbellino amarillo.
Cuando Suti llegó al suelo, un nubio, con el hacha levantada, se abalanzó contra él.
El soplo del desierto era tan fuerte que frenó el gesto del negro; sin embargo, el filo abrió el hombro izquierdo del egipcio que, con ambos puños unidos, rompió la nariz de su enemigo.
La borrasca los separó, el nubio desapareció.
La mano de Suti tomó la de Pantera; si lograban escapar de los nubios, la terrorífica cólera del desierto no los respetaría.
La arena, en oleadas de inaudita violencia, abrasó sus ojos y los inmovilizó. Pantera soltó el hacha, Suti el arco; se agacharon al pie de una palmera cuyo tronco apenas veían. Ni ellos ni sus agresores eran capaces ya de moverse.
El viento aullaba, el suelo parecía huir bajo sus pies, el cielo había desaparecido. Pegados el uno al otro, cubiertos por un sudario de granos tornasolados que les azotaba la piel, el egipcio y la libia se sintieron perdidos en medio de un océano desencadenado.
Al cerrar los párpados, Suti pensó en Pazair, su hermano en espíritu. ¿Por qué no había acudido en su ayuda?
K
em paseaba por los muelles del puerto de Menfis presenciando la descarga de mercancías y el embarque de géneros hacia el Alto Egipto, el delta o países extranjeros. Las entregas de sal se habían reanudado, la naciente cólera de la población se apaciguaba. Sin embargo, el nubio seguía inquieto; persistían extraños rumores sobre la declinante salud de Ramsés y la decadencia del país.
El jefe de policía estaba furioso contra sí mismo; ¿por qué no lograba identificar al hombre que intentaba matar a Pazair?
Ciertamente, ya no podría penetrar en la propiedad del visir, gracias al imponente dispositivo policial que actuaba día y noche; pero Kem no disponía de la menor pista. Ninguno de sus informadores le había proporcionado un indicio serio. El criminal trabajaba solo, sin ayuda, sin confiar en nadie; hasta el momento, aquella estrategia actuaba en su favor. ¿Cuándo iba a cometer un error, cuándo dejaría algún rastro significativo?
El babuino policía, a diferencia de su colega, no cambiaba de humor. Tranquilo, con la mirada al acecho, el simio no perdía ni un solo detalle de las escenas que se desarrollaban a su alrededor.
Matón
se inmovilizó ante la Casa del pino, la administración encargada del transporte de la madera. Sensible a las más ínfimas reacciones del mono, Kem no tiró de él. Los enrojecidos ojos de
Matón
se habían clavado en un hombre impaciente que subía a bordo de un enorme barco de transporte cuyo cargamento estaba protegido por grandes telas. Alto, muy nervioso, vestido con un manto de lana roja, arengaba a los marinos y les ordenaba que se apresuraran; ¿por qué estaría incitando a los cargadores en vez de celebrar los ritos de partida? Kem entró en el edificio central de la Casa del pino, donde unos escribas detallaban los cargamentos y registraban los movimientos de los barcos en unas tablillas de madera. El jefe de policía se dirigió a uno de sus amigos, un vividor originario del delta.
—¿Adónde va ese barco?
—Al Líbano.
—¿Qué transporta?
—Jarras para agua y odres.
—¿Es el capitán, ese que tiene tanta prisa?
—¿De quién estás hablando, Kem?
—Del hombre que viste un manto de lana rojo.
—Es el armador.
—¿Y siempre está tan tenso?
—Por lo general es un personaje más bien discreto; tu mono ha debido de asustarlo.
—¿De quién depende?
—De la Doble Casa blanca.
Kem salió de la Casa del pino; el babuino se había instalado al pie de la pasarela, impidiendo que el armador abandonara el navío. Intentó escapar saltando al muelle, a riesgo de romperse el cuello; pero el mono lo alcanzó y lo derribó en cubierta.
—¿Por qué tienes tanto miedo? —preguntó Kem.
—¡Va a estrangularme!
—Si contestas, no lo hará.
—El barco no me pertenece. Dejadme marchar.
—Eres responsable de la mercancía; ¿por qué estás cargando jarras y odres en el sector de la Casa del pino?
—Los demás muelles están llenos.
—No es cierto.
El babuino retorció la oreja al armador.
—
Matón
detesta a los mentirosos.
—Las lonas… ¡Levantad las lonas!
Mientras el babuino vigilaba al sospechoso, Kem siguió el consejo. Fue un hallazgo en verdad sorprendente. Troncos de pinos y cedros, tablas de acacia y sicómoro.
Kem se sintió muy contento; esta vez, Bel-Tran había dado un paso en falso.
Neferet descansaba en la terraza de la mansión; se recuperaba poco a poco de la terrible impresión que había sufrido y seguía teniendo pesadillas. Había comprobado el contenido de las pociones que se conservaban en su laboratorio particular, temiendo que el asesino hubiera vertido veneno en otras redomas; pero se había limitado al remedio destinado a Pazair.
El visir, cuidadosamente afeitado por un excelente barbero, besó con ternura a su esposa.
—¿Cómo estás esta mañana?
—Mucho mejor; vuelvo al hospital.
—Kem acaba de enviarme un mensaje; afirma tener una buena noticia.
Ella se lanzó a su cuello.
—Te lo ruego, acepta que te protejan durante tus desplazamientos.
—Tranquilízate; Kem me ha enviado su babuino.
El jefe de policía había perdido su legendaria calma; se palpaba la nariz de madera con insólito nerviosismo.
—Ya tenemos a Bel-Tran —anunció—; me he tomado la libertad de convocarlo inmediatamente. Cinco policías lo llevan a vuestro despacho.
—¿Es sólido el expediente?
—He aquí mis observaciones.
Pazair conocía perfectamente la legislación que regulaba el comercio de la madera. De hecho, Bel-Tran había cometido una grave falta que se castigaba con severas sanciones. Sin embargo, su aire irónico no revelaba ninguna inquietud.
—¿Por qué ese despliegue de fuerza? —se extrañó—. Que yo sepa, no soy un bandido.
—Sentaos —propuso Pazair.
—No tengo ganas; mi trabajo me espera.
—Kem acaba de requisar un barco de carga con destino al Líbano fletado por un armador que depende de la Doble Casa blanca, de vos, por lo tanto.
—No es el único.
—Según la costumbre, los cargamentos destinados al Líbano contienen jarros de alabastro, vajillas, piezas de lino, pieles de buey, rollos de papiro, cables, lentejas y pescado seco, a cambio de la madera que nos hace falta y que ese país nos envía.
—No me decís nada nuevo.
—¡Pues ese barco habría transportado troncos de cedro y pino, e incluso tablas hechas con nuestras acacias y sicómoros, cuya exportación está prohibida! Dicho de otro modo, estabais expidiendo de nuevo el material que ya habíamos pagado y nos hubiera faltado madera para nuestros navíos, para los mástiles erigidos ante las puertas de nuestros templos y para nuestros sarcófagos.
Bel-Tran no perdió la sangre fría.
—No domináis el asunto. Las tablas fueron encargadas por el príncipe de Biblos para los ataúdes de sus cortesanos; aprecia mucho la calidad de nuestras acacias y nuestros sicómoros. ¿Acaso un material egipcio no es prenda de eternidad? Negárselo hubiera sido una grave injuria y un error político, de nefastas consecuencias para nuestra economía.
—¿Y los troncos de cedro y pino?
—El joven visir no está informado de las sutilezas técnicas que rigen nuestros intercambios. El Líbano se compromete a proporcionarnos maderas resistentes a los hongos y los insectos; éstas no lo eran. Por eso he ordenado que se devolviera el cargamento. Los expertos han confirmado los hechos. Los documentos están a vuestra disposición.
—Expertos de la Doble Casa blanca, supongo.
—La opinión general es que son los mejores. ¿Puedo marcharme?
—No me engañáis, Bel-Tran; habéis organizado un tráfico con el Líbano para enriqueceros y beneficiaros con el apoyo de una de nuestras relaciones comerciales más importantes. Voy a poner fin a este asunto; en adelante, la importación de madera dependerá sólo de mí.
—Como queráis; si seguís así pronto os aplastará el peso de tantas responsabilidades. Pedidme una silla de manos, os lo ruego; tengo prisa.
Kem estaba aterrado.
—Perdonadme; os he puesto en ridículo.
—Gracias a vos hemos suprimido uno de sus poderes —estimó Pazair.
—Ese monstruo tiene tantas cabezas… ¿Cuántas tendremos que cortar antes de debilitarlo?
—Las que sean necesarias. Redactaré un decreto ordenando a los jefes de provincia que planten decenas de árboles para que sea posible descansar a su sombra. Además, no se cortará ningún árbol sin mi autorización.
—¿Qué pretendéis?
—Devolver la confianza a los egipcios abrumados por los rumores. Demostrarles que el porvenir es risueño como el follaje.
—¿Y vos lo creéis?
—¿Lo dudáis?
—No sabéis mentir, visir de Egipto. Bel-Tran aspira al trono, ¿no es cierto?
Pazair se mantuvo silencioso.
—Comprendo que mantengáis la boca sellada; pero no me impediréis escuchar mi intuición. Estáis librando un combate a vida o muerte y no tenéis posibilidad alguna de vencer. El asunto está podrido desde el comienzo, y tenemos las manos atadas. Ignoro por qué, pero permaneceré a vuestro lado.