Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online

Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (12 page)

—Permitidme que me asombre: ¡tan eminentes personajes en esta aldea perdida!

—Tus campos se extienden hasta perderse de vista —advirtió Kem— y están perfectamente irrigados.

—No os fiéis de las apariencias; en esta región, la tierra es difícil de trabajar. Mis pobres campesinos se desloman.

—Sin embargo, el verano pasado la inundación fue excelente.

—No tuvimos suerte; aquí fue demasiado fuerte y nuestras albercas de riego se hallaban en mal estado.

—Según dicen, fue una cosecha excelente.

—Desengañaos, fue muy inferior a la del año pasado.

—¿Y la viña?

—¡Qué decepción! Bandadas de insectos destrozaron las hojas y los granos de uva.

—Los demás pueblos no sufrieron estos incidentes —observó Pazair.

La voz del visir estaba preñada de sospechas; el alcalde no esperaba un tono tan incisivo.

—Tal vez mis colegas hayan presumido, tal vez mi pobre aldea fuera víctima de la fatalidad.

—¿Y el ganado?

—Numerosos animales murieron victimas de enfermedades; vino un veterinario, pero demasiado tarde. Este lugar está realmente apartado y…

—El camino de tierra es excelente —objetó Kem—; los responsables nombrados por Karnak lo mantienen con gran cuidado.

—Pese a nuestros escasos recursos, es un inmenso privilegio invitaros a almorzar; perdonad la frugalidad de mis manjares, pero los ofrezco de corazón.

Nadie podía violar las leyes de la hospitalidad; Kem aceptó en nombre del visir y el alcalde mandó a su sirviente para que avisara a la cocinera.

Pazair comprobó que el pueblo era floreciente; numerosas casas acababan de ser pintadas de blanco. Vacas y asnos tenían el pelaje brillante y vientres bien alimentados, los niños llevaban ropas nuevas. En las esquinas de las callejas, de agradable limpieza, había estatuillas de divinidades; en la plaza mayor, frente a la alcaldía, vio un hermoso horno de pan y una rueda de molino de gran tamaño, estrenada recientemente.

—Os felicito por vuestra gestión —dijo Pazair—; a vuestros conciudadanos no les falta nada. Es el pueblo más hermoso que nunca he visto.

—¡Me honráis demasiado, demasiado! Entrad, os lo ruego.

La morada del alcalde, por su tamaño, el número de sus habitaciones y la decoración, era digna de un hombre de Menfis. Los cinco hijos saludaron a los ilustres huéspedes; la esposa del alcalde, que inclinó la cabeza posando su mano diestra en el pecho, había tenido tiempo de maquillarse y ponerse un vestido elegante.

Se sentaron en esteras de primera calidad y degustaron cebollas dulces, pepinos, habas, puerros, pescado seco, costillas de buey asadas, queso de cabra, sandía y pasteles untados de zumo de algarrobo. Un vino tinto de perfumado paladar acompañó los platos. El apetito del alcalde parecía insaciable.

—Vuestro recibimiento es digno de elogios —estimó el visir.

—¡Qué honor!

—¿Podríamos consultar al escriba de los campos?

—Vive con su familia, al norte de Menfis, y no volverá hasta dentro de una semana.

—Sus archivos deben de ser accesibles.

—Por desgracia, no. Cierra su despacho y yo no me atrevo a…

—Yo, sí.

—Vos sois el visir, claro, pero eso sería un…

El alcalde se calló, temiendo decir alguna inconveniencia.

—El camino hasta Tebas es largo y el sol se pone de prisa en esta estación; consultar esos aburridos documentos podría retrasaros.

Tras haber comido buey asado,
Matón
quebró el hueso; el crujido hizo que el alcalde soltara un respingo.

—¿Dónde están esos archivos? —insistió Pazair.

—Bueno… No lo sé. El escriba debió de llevárselos con él.

El babuino se levantó. De pie parecía un atleta de gran talla; sus enrojecidos ojos se clavaron en el panzudo de manos temblorosas.

—¡Sujetadlo, os lo ruego!

—Los archivos —ordenó Kem—, o no respondo de las reacciones de mi colega.

La mujer del alcalde se arrodilló ante su marido.

—Diles la verdad —suplicó.

—Yo… Yo tengo esos documentos. Voy a buscarlos.


Matón
y yo os acompañaremos; podremos ayudaros a llevarlos.

La espera del visir fue de corta duración; el alcalde desenrolló personalmente los papiros.

—Todo está en regla —murmuró—; las observaciones se efectuaron en la fecha adecuada. Estos informes son perfectamente triviales.

—Dejadme leerlos en paz —exigió Pazair.

Febril, el alcalde se alejó; su mujer salió del comedor.

Puntilloso, el escriba de los campos había realizado varias veces el recuento de cabezas de ganado y sacos de cereales. Había precisado el nombre de los propietarios, el de los animales, su peso y su estado de salud. Las líneas consagradas a los huertos y los árboles frutales eran igualmente detalladas. Las conclusiones generales estaban escritas en rojo: en los distintos sectores de producción los resultados eran excelentes, superiores a la media.

Perplejo, el visir hizo un simple cálculo. La superficie de explotaciones agrícolas era tal que sus riquezas casi colmaban el déficit del que acusarían a Kani; ¿por qué no figuraban en su balance?

—Doy la mayor importancia al respeto por los demás —afirmó.

El alcalde inclinó la cabeza.

—Pero si el otro persiste en disimular la verdad, ya no es respetable. ¿Es éste vuestro caso?

—¡Os lo he dicho todo!

—Detesto los métodos brutales, pero en ciertas circunstancias, cuando la urgencia se impone, un juez debe violentarse.

Como si hubiera leído el pensamiento del visir,
Matón
se lanzó al cuello del alcalde y le dobló la cabeza hacia atrás.

—¡Detenedlo, me romperá la nuca!

—El resto de los documentos —exigió Kem con calma.

—¡No tengo nada más, nada más!

Kem se volvió hacia Pazair.

—Os propongo un paseo mientras
Matón
dirige a su modo el interrogatorio.

—¡No me abandonéis!

—El resto de los documentos —repitió Kem.

—¡Que me quite primero las patas de encima!

El babuino soltó su presa, el alcalde se palpó la dolorida nuca.

—¡Os comportáis como salvajes! Rechazo esta arbitrariedad, condeno este acto incalificable, esta tortura ejercida contra un edil.

—Os acuso de ocultar documentos administrativos.

La amenaza hizo que el alcalde palideciera.

—Si os facilito el complemento, exijo que reconozcáis mi inocencia.

—¿Qué falta habéis cometido?

—Actúo en interés del bien común.

El alcalde sacó un papiro sellado de un arcón para vajillas. La expresión de su rostro había cambiado; un individuo feroz y frío había sustituido al miedoso.

—¡Pues bien, mirad!

El texto indicaba que las riquezas del pueblo habían sido entregadas en la capital de la provincia de Coptos. El escriba de los campos había firmado y fechado.

—Este pueblo forma parte de la propiedad de Karnak —recordó Pazair.

—Estáis mal informado, visir de Egipto.

—Vuestra población figura en la lista de las propiedades del sumo sacerdote.

—También el viejo Kani está mal informado; lo que revela la realidad no es su lista, sino el catastro. Consultadlo en Tebas y descubriréis que mi pueblo pertenece a la jurisdicción económica de Coptos, y no al templo de Karnak. Los mojones lo prueban. Os denunciaré por agresión y daños; mi acusación os obligará a instruir vuestro propio proceso, visir Pazair.

CAPÍTULO 17

E
l guarda de la oficina del catastro de Tebas se despertó sobresaltado por un ruido insólito; primero creyó que era una pesadilla, luego oyó los golpes que daban en la puerta.

—¿Quién es?

—El jefe de policía, en compañía del visir.

—Detesto las bromas, sobre todo en plena noche; seguid vuestro camino u os pesará.

—Mejor harías abriendo inmediatamente.

—¡Largaos o llamo a mis colegas!

—No lo dudes; nos ayudarán a derribar esta puerta.

El guarda vaciló; miró por una ventana con cruceros de piedra y, gracias a la luz de la luna llena, distinguió el perfil de un coloso nubio y el de un enorme babuino. ¡Kem y su simio! Su fama se había extendido por todo Egipto.

Corrió el cerrojo.

—Perdonad, pero es tan inesperado…

—Enciende las lámparas; el visir desea examinar los mapas.

—Sería conveniente avisar al director.

—Haz que venga.

La cólera del alto funcionario de rostro arrugado desapareció en presencia del visir; el guarda no le había mentido. ¡El primer ministro del país estaba en sus locales, y a una hora inesperada!

Repentinamente obsequioso, facilitó la tarea del visir.

—¿Qué planos deseáis consultar?

—Los de las propiedades del templo de Karnak.

—Pero… ¡Es enorme!

—Comencemos por los pueblos más alejados.

—¿Al norte o al sur?

—Al norte.

—¿Pequeños o grandes?

—Los más importantes.

El funcionario desplegó los mapas en largas mesas de madera. Los empleados del catastro habían indicado los limites de cada parcela de terreno, los canales, las poblaciones.

El visir buscó en vano el pueblo que acababa de visitar.

—¿Están al día estos planos?

—Claro.

—¿No han sido modificados recientemente?

—Si, a petición de tres alcaldes.

—¿Por qué razón?

—Las aguas se habían llevado los mojones; era necesaria una nueva agrimensura. Un especialista efectuó el trabajo y mis servicios tuvieron en cuenta sus observaciones.

—¡Ha reducido la propiedad de Karnak!

—No me encargo de juzgar el catastro; me limito a registrarlo.

—¿No habéis avisado al sumo sacerdote Kani?

El funcionario se alejó de la llama de la lámpara para ocultar su rostro en la oscuridad.

—Me disponía a enviarle un informe completo.

—Deplorable retraso.

—Se debe a la falta de personal, y…

—¿Cómo se llama el agrimensor?

—Sumenu.

—¿Su dirección?

El director del catastro vaciló.

—No es de aquí.

—¿No es de Tebas?

—No, venía de Menfis…

—¿Quién lo había enviado?

—El palacio real, ¿quién si no?

Por la vía procesional que llevaba al templo de Karnak, adelfas de flores rosadas y blancas ofrecían a los paseantes una encantadora visión, cuya suavidad atenuaba la austeridad de la monumental muralla que cercaba el área sagrada. El sumo sacerdote Kani había aceptado abandonar su retiro para conversar con Pazair; ambos hombres, los más poderosos de Egipto después del faraón, caminaban lentamente entre dos hileras de esfinges protectoras.

—Mi investigación ha progresado.

—¿De qué va a servir?

—Demostrará que sois inocente.

—No lo soy.

—Os han engañado.

—Yo mismo me engañé sobre mis capacidades.

—Abrid los ojos; los tres pueblos más alejados del templo entregaron su producción a Coptos. Por eso vuestro balance es deficitario.

—¿Dependían de Karnak?

—El catastro fue modificado tras la última crecida.

—¿Sin consultarme?

—Intervino un agrimensor de Menfis.

—¡Es inconcebible!

—Un mensajero acaba de salir hacia Menfis con la orden de traer al responsable, un tal Sumenu.

—¿Qué hacer si ha sido el mismo Ramsés quien me ha arrebatado esos pueblos?

Meditar a orillas del lago sagrado, participar en los ritos del amanecer, mediodía y el ocaso, presenciar el trabajo de los astrólogos en el tejado del templo, leer los viejos mitos y las guías del más allá, conversar con grandes dignatarios que realizaban un retiro en el interior del recinto del dios Amón, ésas fueron las principales ocupaciones de Pazair durante su retiro. Vivió la luminosa eternidad grabada en la piedra, escuchó la voz de las divinidades y de los faraones que habían embellecido el edificio durante dinastías y se impregnó de la inalterable vida que animaba bajorrelieves y esculturas.

Se recogió varias veces ante la estatua de su maestro, Branir, representado como un escriba anciano que desenrollaba en sus rodillas un papiro en el que estaba inscrito un himno a la creación.

Cuando Kem le proporcionó la información deseada, el visir se dirigió rápidamente a la oficina del catastro, cuyo director manifestó su satisfacción; recibir una nueva visita del primer ministro le confería una inesperada importancia.

—Recordadme el nombre del agrimensor de Menfis —solicitó Pazair.

—Sumenu.

—¿Estáis seguro?

—Sí… él mismo me lo dijo.

—He hecho comprobaciones.

—No era necesario, todo está en regla.

—Desde que era un pequeño juez de provincia cogí la costumbre de verificarlo todo; a menudo es pesado, pero a veces resulta útil. ¿Sumenu, habéis dicho?

—Puedo equivocarme, yo…

—El agrimensor Sumenu, agregado al palacio real, murió hace dos años. Vos ocupasteis su lugar.

Los labios del funcionario se entreabrieron, pero fue incapaz de emitir sonido alguno.

—Modificar el catastro es un crimen; ¿habéis olvidado que la atribución de pueblos y tierras a determinada jurisdicción depende del visir? El que os ha sobornado especuló con la inexperiencia del sumo sacerdote de Karnak y con la mía. Hizo mal.

—Os equivocáis.

—No tardaremos en saberlo, lo consultaremos con el ciego.

El superior de la corporación de los ciegos de Tebas era un personaje imponente, de ancha frente y grandes mandíbulas.

Tras la inundación, cuando el río se había llevado los mojones y borrado las señales de propiedad, la administración recurría a él y sus colegas en caso de discusión. El jefe de los ciegos era la memoria de la tierra; a fuerza de recorrer campos y cultivos, sus pies conocían las dimensiones exactas.

Estaba comiendo higos secos bajo su parra cuando escuchó los pasos.

—Sois tres: un coloso, un hombre de talla media y un babuino. ¿Se trata del jefe de policía y de su famoso colega,
Matón
? ¿Y será el tercero…?

—El visir Pazair.

—Asunto de Estado, pues. ¿Qué tierras han intentado robar? ¡No, no digáis nada! Mi diagnóstico debe ser por completo objetivo. ¿Qué sector es el afectado?

—Los ricos pueblos del norte, junto a la provincia de Coptos.

—Los marineros se quejan mucho en esa región; los gusanos se comen las cosechas, los hipopótamos las pisotean, ratones, langostas y gorriones devoran lo que queda. Redomados mentirosos. Sus tierras son excelentes y el año fue fasto.

Other books

A Charming Crime by Tonya Kappes
Amy Bensen 01 Escaping Reality by Lisa Renee Jones
Come Alive by Jessica Hawkins
Across the Universe by Raine Winters
Uncommon Grounds by Sandra Balzo
One Swinging Summer by Hellsmith, Patience