Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿No está demasiado fría el agua?
—Para ti sí. Te resfriarías.
—Ni hablar.
Cuando salió del estanque, él la envolvió en un paño de lino y la besó con ardor.
—Bel-Tran se niega a construir nuevos hospitales en provincias.
—No tiene importancia; tu informe me llegará dentro de poco. Como está bien fundamentado, lo aprobaré sin temer que me acusen de favoritismo.
—Ayer salió de Menfis para dirigirse a Abydos.
—¿Estás segura?
—Recibí la información de un médico que lo vio en el muelle. Mis colegas comienzan a advertir el peligro; ya no cantan las alabanzas del director de la Doble Casa blanca. Algunos consideran, incluso, que deberías prescindir de él.
—Han estallado unos disturbios, sin importancia todavía, en Abydos; hoy mismo iré allí.
¿Existía lugar más mágico que Abydos, el inmenso santuario de Osiris donde se celebraban los misterios del dios asesinado y resucitado, reservados a unos pocos iniciados, entre ellos el faraón? Como su padre Seti, Ramsés el Grande había embellecido el paraje y concedido al clero el disfrute de un vasto dominio cultivable, para que los especialistas de lo sagrado no sufrieran preocupación material alguna.
En el embarcadero, el visir no fue recibido por el sumo sacerdote de Abydos, sino por Kani, el superior de Karnak. Ambos hombres se saludaron calurosamente.
—Inesperada visita, Pazair.
—Kem me avisó; ¿tan grave es?
—Eso me temo, pero habría sido necesaria una larga investigación antes de requerirte. Tú mismo la llevarás a cabo. Mi colega de Abydos está enfermo; me ha pedido ayuda para resistir las inverosímiles presiones de que es objeto.
—¿Qué le exigen?
—Lo que me exigen a mí y a los demás responsables de los lugares sagrados: que aceptemos poner a los trabajadores empleados en el templo a disposición del Estado. Varios administradores provinciales han llevado a cabo abusivas requisas de personal y el mes pasado decretaron trabajos obligatorios, aunque las grandes obras públicas no exijan personal suplementario hasta septiembre, tras el comienzo de la crecida.
El pulpo seguía extendiendo sus tentáculos y desafiando al visir.
—Me han hablado de heridos —intervino el nubio.
—Es cierto: dos campesinos que se negaron a obedecer las órdenes de la policía. Sus familias trabajan para el templo desde hace diez siglos; por lo tanto no aceptan ser transferidos a otra propiedad.
—¿Quién mandó a esos brutos?
—Lo ignoro. La gran revuelta ruge, Pazair; los campesinos son hombres libres y no se dejarán manipular como juguetes.
Fomentar una guerra civil violando las leyes del trabajo: ése era el plan de Bel-Tran, que ya había regresado a Menfis. Elegir Abydos como primer foco era una idea excelente; considerado como un territorio sagrado, al margen de sobresaltos económicos y sociales, la región tendría un valor ejemplar.
Al visir le hubiera gustado recogerse en el admirable templo de Osiris, al que su rango le daba acceso; pero la gravedad de la situación le impidió concederse aquel goce. Apresuró el paso hasta el poblado más cercano; Kem, con su poderosa voz, llamó a la población para que se reuniera en la plaza principal, junto al horno de pan. El mensaje corrió a una velocidad sorprendente; que el visir se dirigiera personalmente a los ciudadanos más modestos pareció un milagro. Acudieron de los campos, de los graneros, de los huertos, nadie quería perderse el acontecimiento.
El discurso de Pazair comenzó celebrando el poder del faraón, único capaz de dispensar la vida, la prosperidad y la salud a su pueblo; luego recordó que la requisa de trabajadores era una práctica ilegal y severamente castigada, de acuerdo con la antigua ley, que seguía en vigor. Los culpables perderían su cargo, recibirían doscientos bastonazos, realizarían personalmente el trabajo que querían distribuir de modo inicuo y, luego, serían encarcelados.
Aquellas palabras disiparon la inquietud y la cólera. Cien bocas se abrieron y designaron al provocador de los disturbios que habían originado el drama: Fekty, «el rapado», propietario de una mansión a orillas del Nilo y de un criadero de caballos, los más vigorosos de los cuales se destinaban a las cuadras reales. Autoritario y brutal, el personaje se había limitado, hasta entonces, a su insolente riqueza, sin importunar a los empleados del templo.
Cinco artesanos acababan de ser llevados, por la fuerza, a su casa.
—Lo conozco —dijo Kem a Pazair cuando se acercaban a la mansión—. Es el oficial que me condenó por un robo de oro que yo no había cometido, y me cortó la nariz.
—Ahora sois jefe de policía.
—Tranquilizaos: mantendré la sangre fría.
—Si es inocente, no podré autorizar su detención.
—Esperemos que sea culpable.
—Vos sois la fuerza, Kem; que permanezca sometida a la ley.
—Entremos en casa de Fekty, ¿os parece?
Apoyado en una de las columnas del porche de madera había un hombre armado con una lanza.
—No se puede pasar.
—Aparta tu arma.
—¡Vete, negro, o te despanzurro!
El babuino tomó el asta, la arrancó de las manos del guardia y la rompió en dos. Aterrorizado, el hombre se lanzó gritando hacia la propiedad, donde unos especialistas estaban domando dos espléndidos caballos. El enorme mono los asustó, se encabritaron, se libraron de sus jinetes y huyeron por la campiña.
Varios milicianos armados de puñales y lanzas salieron de un edificio de techo plano e impidieron el paso a los intrusos. Un calvo de poderoso torso los apartó y se enfrentó con el trío compuesto por Pazair, Kem y el babuino, cuyos enrojecidos ojos se volvían amenazadores.
—¿Qué significa esta intrusión?
—¿Sois Fekty? —preguntó Pazair.
—Si, y este dominio me pertenece. Si no os largáis inmediatamente, con vuestro monstruo, recibiréis una buena paliza.
—¿Sabéis lo que supone agredir al visir de Egipto?
—El visir… ¿Es una broma?
—Traedme un fragmento de calcáreo.
Pazair puso en él su sello. Huraño, Fekty ordenó a su guardia que se dispersara.
—El visir aquí… ¡No tiene ningún sentido! ¿Y quién es ese negro alto que va con vos? Pero… ¡Lo reconozco! ¡Es él, es él!
Fekty dio media vuelta, pero su carrera fue frenada en seco por
Matón
, que le golpeó arrojándolo al suelo.
—¿Ya no estás en el ejército? —preguntó el nubio.
—No, me gustaba más criar mis propios caballos. Tú y yo ya hemos olvidado aquella vieja historia.
—Nadie lo diría puesto que hablas de ella.
—Actué en conciencia, lo sabes… Y, además, aquello no te impidió hacer carrera. Al parecer eres el guardaespaldas del visir.
—Jefe de policía.
—¿Tú, Kem?
El nubio tendió la mano a Fekty, empapado en sudor, y lo levantó.
—¿Dónde ocultas a los cinco artesanos que te has llevado a la fuerza?
—¿Yo? ¡Es una calumnia!
—¿No siembran el pánico tus milicianos usurpando el título de policías?
—¡Comadreos!
—Haremos un careo con tus soldados y los demandantes.
Un rictus deformó la boca del rapado.
—¡Te lo prohíbo!
—Estáis sometido a nuestra autoridad —recordó Pazair—; creo indispensable un registro, tras haber desarmado a vuestros hombres, naturalmente.
Los milicianos, vacilantes, no desconfiaron lo bastante del babuino. Saltando del uno al otro, golpeando antebrazos, codos o muñecas, se apoderó de lanzas y puñales mientras Kem impedía reaccionar a los más nerviosos. La presencia del visir apagó los ardores, ante la desesperación de Fekty, que se sentía abandonado por sus propias tropas.
Los cinco artesanos estaban encerrados en un silo, hacia el que
Matón
había dirigido al visir. Salieron, locuaces, explicando que habían sido obligados, con amenazas, a restaurar un muro de la mansión y reparar algunos muebles.
En presencia del acusado, el propio visir anotó las declaraciones. Fekty fue considerado culpable de apropiación de trabajo público y requisa ilícita. Kem tomó un pesado bastón.
—El visir me autoriza a ejecutar la primera parte de la sentencia.
—¡No lo hagas! ¡Vas a matarme!
—Es posible que ocurra un accidente; a veces no domino mi fuerza.
—¿Qué quieres saber?
—¿Quién te dictó tu conducta?
—Nadie.
El bastón se levantó.
—Mientes muy mal.
—¡No! Recibí instrucciones, es cierto.
—¿Bel-Tran?
—¿De qué te sirve saberlo? Lo negará.
—Puesto que no espero revelación alguna, ahí van los doscientos bastonazos prescritos por la ley.
Fekty se revolcó a los pies del nubio, ante la indiferente mirada del babuino.
—Si coopero, ¿me llevarás a prisión sin golpearme?
—Si el visir está de acuerdo…
Pazair asintió.
—Lo que aquí ha ocurrido no es nada; comprobad las actividades de la oficina de recepción de los trabajadores extranjeros.
M
enfis dormitaba bajo un cálido sol primaveral. En los despachos del servicio de acogida de trabajadores extranjeros era la hora de la siesta. Una decena de griegos, fenicios y sirios aguardaban a que los funcionarios se ocuparan de su caso. Cuando Pazair entró en la pequeña sala donde esperaban los extranjeros, éstos se levantaron creyendo que algún responsable había llegado por fin. El visir no los desengañó. Interrumpiendo el tumulto y las protestas, un joven fenicio se erigió en portavoz.
—Queremos trabajo.
—¿Qué os han prometido?
—Que lo tendríamos porque estamos en regla.
—¿Cuál es tu oficio?
—Soy un buen carpintero y conozco un taller que está dispuesto a contratarme.
—¿Qué te ofrece?
—Cada día cerveza, pan, pescado seco o carne, y legumbres; cada diez días aceite, ungüentos y perfume. Ropas y sandalias en función de mis necesidades. Ocho días de trabajo y dos de descanso, sin contar los festivos y las vacaciones legales. Toda ausencia que sea justificada.
—Son las condiciones que aceptan los egipcios; ¿te satisfacen?
—Son mucho más ventajosas que en mi país, pero yo, como los demás, necesito el permiso de la oficina de inmigración. ¿Por qué nos retienen aquí desde hace más de una semana?
Pazair habló con los otros; sufrían la misma suerte.
—¿Vais a darnos la autorización?
—Hoy mismo.
Un escriba de abultado vientre irrumpió en la sala.
—¿Qué ocurre aquí? ¡Sentaos y callaos! De lo contrario, en mi calidad de jefe de servicio, os expulsaré.
—Vuestras maneras son más bien brutales —estimó Pazair.
—¿Por quién os tomáis?
—Por el visir de Egipto.
Se hizo un largo silencio. Los extranjeros estaban divididos entre la esperanza y el temor, el escriba miró el sello que Pazair acababa de poner en un pedazo de papiro.
—Perdonad —balbuceó—, pero no me habían avisado de vuestra visita.
—¿Por qué no dais satisfacción a estos hombres? Están en regla.
—El exceso de trabajo, la falta de personal, el…
—Falso. Antes de venir aquí he examinado el funcionamiento de vuestro servicio; no os faltan medios ni funcionarios. Vuestro salario es elevado, pagáis el diez por ciento de impuestos y recibís gratificaciones no declarables. Disponéis de una hermosa casa, un agradable jardín, un carro, una barca y tenéis dos criados. ¿Me equivoco?
—No, no…
Terminada su comida, los demás escribas se agruparon a la entrada de los locales administrativos.
—Exigid a vuestros subordinados que establezcan las autorizaciones —ordenó Pazair— y venid conmigo.
El visir llevó al escriba a las callejas de Menfis, donde el funcionario pareció molesto de mezclarse con el pueblo.
—Cuatro horas de trabajo por la mañana —recordó Pazair—, cuatro por la tarde, tras una larga pausa para la comida: ¿es éste vuestro ritmo de trabajo?
—En efecto.
—Pues no lo respetáis, al parecer.
—Hacemos lo que podemos.
—Trabajando poco y mal perjudicáis a quienes dependen de vuestras decisiones.
—¡No es ésa mi intención, creedlo!
—Sin embargo, el resultado es deplorable.
—Vuestro juicio me parece demasiado severo.
—Pues advierto que, sin duda, no lo es bastante.
—Dar trabajo a los extranjeros no es tarea fácil; a veces tienen un carácter rebelde, hablan con dificultad nuestra lengua, se adaptan lentamente a nuestro modo de vida.
—Lo admito, pero mirad a vuestro alrededor: cierto número de comerciantes y artesanos son extranjeros o hijos de extranjeros que se establecieron aquí. Mientras respeten nuestras leyes, son bienvenidos. Me gustaría consultar vuestras listas.
El funcionario pareció molesto.
—Es algo delicado…
—¿Por qué razón?
—Estamos procediendo a una clasificación que exigirá varios meses; en cuanto esté concluida, os avisaré.
—Lo siento, tengo prisa.
—Pero… ¡Realmente es imposible!
—El fárrago administrativo no me da miedo; regresemos a vuestros locales.
Las manos del escriba temblaban. La información que Pazair había obtenido era cierta, ¿pero cómo utilizarla? Sin duda alguna, el servicio de acogida de los trabajadores extranjeros se dedicaba a una actividad ilícita de gran magnitud; tenía que definirla y arrancar las raíces del mal.
El jefe de servicio no había mentido: los archivos estaban diseminados por el suelo de las estancias oblongas donde se conservaban. Varios funcionarios apilaban tablillas de madera y numeraban papiros.
—¿Cuándo comenzasteis esta labor?
—Ayer —afirmó el responsable.
—¿Quién os lo ha ordenado?
El hombre vaciló; la mirada del visir lo convenció de no mentir.
—La Doble Casa blanca… De acuerdo con la costumbre, desea conocer el nombre de los inmigrantes y la naturaleza de su empleo para establecer el montante de los impuestos.
—Muy bien, busquemos.
—¡Es imposible, realmente imposible!
—Esta tarea me recordará mis comienzos como juez en Menfis. Podéis retiraros; dos voluntarios me ayudarán.
—Tengo el deber de secundaros y…
—Volved a casa; mañana volveremos a vernos.
El tono de Pazair no admitía réplica. Dos jóvenes escribas, empleados en el servicio desde hacía unos meses, se sintieron satisfechos ayudando al visir, que se quitó la túnica y las sandalias y se puso de rodillas para seleccionar documentos.