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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (58 page)

–Siéntate, Gurgeh. Te lo contaré.

Gurgeh se sentó sobre un bloque de piedra que se había desprendido de la parte superior de una ventana. Alzó los ojos hacia el hueco que había dejado y lo contempló durante unos momentos con una expresión algo dubitativa.

–No te preocupes –dijo Flere-Imsaho–. He comprobado el techo y puedo garantizarte que no corres ningún peligro.

Gurgeh puso las manos sobre las rodillas.

–¿Y bien? –preguntó.

–Empecemos por el principio –dijo la unidad–. Deja que me presente. Me llamo Sprant Flere-Imsaho Wu-Handrahen Xato Trabiti, y jamás he trabajado como bibliotecario.

Gurgeh asintió. Había reconocido parte de la nomenclatura que tanto había impresionado al Cubo de Chiark hacía ya mucho tiempo. No dijo nada.

–Si hubiese sido una máquina bibliotecaria ahora estarías muerto. Aun suponiendo que Nicosar no te hubiese matado... Bueno, habrías muerto incinerado unos minutos después.

–Oh, te aseguro que soy consciente de que te debo la vida –dijo Gurgeh–. Gracias. –Su voz sonaba átona y cansada, y a juzgar por su tono no parecía especialmente agradecido–. Pensé que habían acabado contigo. Creía que estabas muerto.

–Faltó muy poco –dijo la unidad–. Esa exhibición de fuegos artificiales era real. Nicosar debió conseguir acceso a algún equivalente de nuestros efectores, lo cual quiere decir que el Imperio ha tenido alguna clase de contacto con otra civilización avanzada. He examinado lo que queda del equipo y podría haber sido fabricado por los homonda. La nave se llevará los restos para analizarlos con más calma.

–¿Dónde se encuentra la nave? Creía que estaríamos dentro de ella, no que seguiríamos aquí abajo.

–Llegó a toda velocidad media hora después de que las llamas alcanzasen el castillo. Podría habernos recuperado a los dos, pero supongo que debió pensar que estaríamos más seguros aquí. Aislarte del fuego no fue ningún problema y mantenerte inconsciente con mi efector también resultó bastante sencillo. La nave nos envió un par de unidades, siguió moviéndose a toda velocidad, frenó y giró sobre sí misma. Viene hacia aquí y llegará dentro de unos cinco minutos. Regresaremos dentro del módulo. Ya te dije que esta clase de desplazamientos pueden resultar algo arriesgados.

Gurgeh dejó escapar el aire por la nariz. El sonido resultante fue curiosamente parecido a una risa ahogada. Sus ojos volvieron a recorrer las ruinas del salón.

–Sigo esperando –dijo por fin volviéndose hacia la máquina.

–Los guardias imperiales obedecieron las órdenes que les había dado Nicosar y se volvieron locos. Volaron el acueducto, las cisternas y los refugios y mataron a todo el que se les puso por delante. También intentaron apoderarse del
Invencible
. La tripulación se resistió, hubo un tiroteo y la nave acabó cayendo en algún lugar del océano norte. Fue una zambullida de lo más espectacular. El
tsunami
resultante barrió una buena cantidad de arbustos cenicientos en plena madurez, pero supongo que el fuego sabrá arreglárselas sin ellos. La noche anterior no hubo ningún intento de matar a Nicosar. Fue un truco para que todo el castillo y el juego quedaran bajo el control de unas fuerzas que cumplirían ciegamente cualquier orden que les diese el Emperador.

–Pero... ¿Por qué? –preguntó Gurgeh con voz cansada, y desplazó un trocito de metal fundido con la punta del pie–. ¿Por qué les ordenó que mataran a todo el mundo?

–Les dijo que era la única forma de vencer a la Cultura y de salvarle. Los guardias no sabían que Nicosar también estaba condenado a morir. Creían que tenía alguna forma de huir, pero puede que hubieran actuado de la misma forma aunque hubiesen sabido que moriría. Se les sometía a un entrenamiento muy riguroso, ¿sabes? Bueno, el caso es que obedecieron sus órdenes. –La máquina emitió una leve risita–. La mayoría de ellos, por lo menos... Algunos guardias dejaron intacto el refugio que se suponía debían volar y se encerraron en él con unas cuantas personas más, así que no eres un caso único. Ha habido otros supervivientes. Casi todos son de la servidumbre. Nicosar se aseguró de que la gente importante estuviera en el salón. Las unidades de la nave se encargan de vigilar a los supervivientes. Les mantendremos encerrados hasta que estés lo suficientemente lejos de aquí para no correr peligro. Tienen raciones suficientes para aguantar hasta que les rescaten.

–Sigue.

–¿Estás seguro de que te encuentras con fuerzas para oírlo todo ahora?

–Limítate a decirme por qué ha ocurrido todo esto –replicó Gurgeh, y suspiró.

–Has sido utilizado, Jernau Gurgeh –dijo la unidad con voz jovial–. La verdad es que eras el representante de la Cultura y Nicosar era el representante del Imperio. Yo mismo hablé con el Emperador la noche antes de que empezarais a jugar y le dije que eras nuestro campeón. Si ganabas invadiríamos el Imperio, les aplastaríamos e impondríamos nuestro orden por la fuerza. Si Nicosar ganaba, nos mantendríamos alejados del Imperio todo el tiempo que estuviera sentado en el trono y un mínimo de diez Grandes Años pasara lo que pasase.

»Por eso hizo lo que hizo. Era algo más que una rabieta de jugador que no soporta la derrota, ¿comprendes? Había perdido su imperio. No tenía nada por lo que seguir viviendo, así que... ¿Por qué no desaparecer gloriosamente entre las llamas?

–Lo que le dijiste... ¿Era cierto? –preguntó Gurgeh–. ¿Les habríamos invadido?

–No tengo ni idea, Gurgeh –dijo Flere-Imsaho–. No tenía necesidad de saberlo, así que eso no figura en los datos e instrucciones que me dieron. No importa, ¿verdad? Nicosar creyó que le estaba diciendo la verdad.

–Fue un tipo de presión ligeramente injusta, ¿no te parece? –dijo Gurgeh. La sonrisa que dirigió a la máquina estaba totalmente desprovista de humor–. Decirle a alguien que se está jugando algo tan importante la noche antes de que empiece la partida...

–Poner nervioso a tu adversario es un truco tan antiguo como eficaz, y ya has visto que funcionó.

–¿Y por qué no me dijo lo que se jugaba en la partida?

–Adivina.

–Porque la apuesta habría quedado anulada y nuestras naves habrían invadido el Imperio disparando contra todo lo que se moviera, ¿no?

–¡Correcto!

Gurgeh meneó la cabeza, intentó quitarse el hollín de una manga y sólo consiguió crear una mancha negra.

–¿Y realmente creíais que ganaría? –preguntó alzando los ojos hacia la unidad–. ¿Creíais que derrotaría a Nicosar? Antes de que llegara aquí... ¿Ya estabais convencidos de que ganaría?

–Estábamos convencidos de que ganarías incluso antes de que salieras de Chiark, Gurgeh. Lo supimos apenas diste señales de que la cosa te interesaba. CE llevaba bastante tiempo buscando a alguien como tú. El Imperio estaba maduro desde hacía décadas. Necesitaba un buen tirón que lo hiciera caer, cierto, pero... Siempre había la posibilidad de que siguiera agarrado a la rama durante mucho tiempo. Una invasión «disparando contra todo lo que se mueva», tal y como tú lo has expresado, casi nunca es la solución correcta. Teníamos que desacreditar aquello en que se basaba el Imperio..., el Azad, el juego en sí. Era lo que había mantenido la cohesión de la estructura durante todos esos años, pero eso hacía que también fuese el punto más vulnerable. –La unidad giró lentamente sobre sí misma y observó las ruinas del salón–. Debo admitir que el resultado ha sido un poco más espectacular de lo que habíamos esperado, pero parece que todos los análisis sobre lo que podías hacer con el juego y los puntos débiles de Nicosar eran acertados. El respeto que siento hacia las grandes Mentes que utilizan a los pobres desgraciados como tú y como yo igual que si fuéramos las piezas de un juego aumenta a cada momento que pasa. Ah, sí, no cabe duda de que esas máquinas son muy listas...

–¿Sabían que ganaría? –preguntó Gurgeh.

Tenía el mentón apoyado en la mano, y su expresión de desconsuelo era casi cómica.

–Vamos, Gurgeh... Ese tipo de cosas no pueden saberse nunca, ¿verdad? Pero debieron creer que tenías muchas posibilidades de conseguirlo. Pedí que me explicaran una parte de sus conjeturas durante el entrenamiento... Creían que eras el mejor jugador de toda la Cultura y que si lograban que te interesaras por el Azad y tomases parte en los juegos no habría ningún jugador del Imperio que pudiera hacer gran cosa para detenerte sin importar el tiempo que hubiesen pasado estudiando y practicando el juego. Te has pasado la vida aprendiendo juegos nuevos, Gurgeh. El Azad no puede contener una sola regla, movimiento, concepto o idea con el que no te hayas encontrado un mínimo de diez veces... Su única particularidad era el conjunto y la amplitud del juego. Esos tipos jamás tuvieron una posibilidad de vencer. Lo único que necesitabas era alguien que no te quitara la vista de encima y que te diera un suave empujoncito en la dirección correcta cuando llegase el momento adecuado. –La unidad se inclinó unos centímetros hacia adelante en el equivalente a una pequeña reverencia–. ¡Tu seguro servidor!

–Toda mi vida –dijo Gurgeh en voz baja. Sus ojos fueron más allá de la unidad y se posaron en el paisaje muerto que se veía por los ventanales–. Sesenta años... ¿Cuánto tiempo hace que la Cultura sabía todo eso sobre el Imperio?

–¿Sobre...? ¡Ah! Estás pensando que te hemos... Bueno, que te hemos creado para esta misión moldeándote como si fueras una especie de arma, ¿verdad? Puedes estar tranquilo. Si hiciéramos esa clase de cosas no necesitaríamos «mercenarios» de fuera como Shohobohaum Za para que se encargaran de hacer el auténtico trabajo sucio.

–¿Za? –preguntó Gurgeh.

–No es su verdadero nombre. No ha nacido en la Cultura y, sí, es lo que tú llamarías un «mercenario». Es una suerte que lo sea, pues de lo contrario la policía secreta habría acabado contigo en cuanto saliste de esa carpa. ¿Recuerdas lo que me asusté y cómo salí disparado hacia los cielos? Acababa de liquidar a uno de tus atacantes con un haz de rayos X para que no pudieran registrarlo en sus cámaras. Za le rompió el cuello a otro; había oído rumores de que quizá hubiera jaleo. Supongo que dentro de un par de días estará al frente de algún grupo de guerrilleros en Eá.

La unidad osciló suavemente en el aire.

–Veamos... ¿Qué más puedo contarte? Oh, sí. La
Factor limitativo
tampoco es tan inocente como aparenta. Desmontamos los efectores viejos mientras estábamos a bordo del
Bribonzuelo
. cierto, pero sólo para poder instalar otros. La
Factor limitativo
lleva dos efectores que ocupan dos de las tres protuberancias del morro. La que estaba vacía sirvió para engañar a todo el mundo, y usamos hologramas de protuberancias vacías para ocultar lo que había en los otros dos.

–¡Pero yo estuve en las tres! –protestó Gurgeh.

–No. Estuviste en la misma protuberancia tres veces. La nave se limitó a hacer girar la estructura del pasillo, jugó un poco con el campo antigravitatorio e hizo que un par de unidades cambiaran algunas cosas de sitio mientras ibas de una protuberancia a otra..., o, mejor dicho, mientras ibas de un pasillo a otro y acababas en la misma. No hizo falta emplearlos, claro, pero si hubiéramos necesitado un poco de armamento pesado habría estado allí. Un plan sólido que cubra todas las eventualidades posibles hace que te sientas mucho más seguro, ¿no te parece?

–Oh, sí –dijo Gurgeh, y suspiró.

Se puso en pie y salió al balcón. La nieve-hollín negra seguía cayendo en silencio del cielo.

–Hablando de la
Factor limitativo
. la vieja bruja acaba de llegar –dijo Flere-Imsaho con voz jovial–. El módulo ya viene hacia aquí. Estarás a bordo dentro de un par de minutos. Podrás darte un buen baño y quitarte la ropa sucia. ¿Estás listo para la partida?

Gurgeh clavó los ojos en el suelo y movió un pie empujando un montoncito de hollín y cenizas a lo largo de las losas.

–No hay mucho equipaje que recoger, ¿verdad?

–No, desde luego. Estaba tan ocupado intentando impedir que te asaras que no pude ir a buscar tus cosas y, de todas formas, lo único que parece importarte es esa horrible chaqueta vieja que llevas puesta. ¿Encontraste tu brazalete? Lo dejé encima de tu pecho cuando fui a explorar.

–Sí, gracias –dijo Gurgeh. Volvió la cabeza hacia la negra desolación de la llanura que se extendía hasta confundirse con la línea oscura del horizonte. Miró hacia arriba. El módulo emergió de entre las masas marrones que cubrían el cielo dejando detrás suyo una estela de vapor–. Gracias –repitió.

El módulo fue descendiendo hasta casi rozar el suelo y empezó a deslizarse sobre el desierto calcinado en dirección al castillo creando surtidores de ceniza y hollín. Redujo la velocidad, empezó a girar sobre sí mismo y el ruido de su desplazamiento supersónico crepitó alrededor de la fortaleza como un trueno que hubiera llegado tarde a la destrucción.

–Gracias por todo...

El módulo enfiló su parte trasera hacia el castillo y fue subiendo hasta quedar a la altura del parapeto. Abrió las puertas de atrás y sacó una rampa plana por el hueco. El hombre cruzó el balcón, subió a los restos del parapeto y entró en el fresco interior de la máquina.

La unidad le siguió y las puertas se cerraron sin hacer ningún ruido.

El módulo se alejó a toda velocidad del castillo seguido por un inmenso surtidor de hollín y cenizas. Cruzó las nubes que se cernían sobre el castillo como si fuera un rayo sólido y el trueno que la acompañaba retumbó sobre la llanura, el castillo y la hilera de colinas.

La ceniza volvió a posarse lentamente sobre el suelo; el hollín siguió cayendo silenciosamente del cielo.

El módulo volvió unos minutos después para recoger las unidades de la nave y los restos del equipo efector que se había desprendido del techo. Se alejó del castillo por última vez y volvió a hendir las nubes dirigiéndose hacia la nave que le esperaba.

Un rato después el pequeño y aturdido grupo de supervivientes liberado por las dos unidades de la nave –casi todos eran sirvientes, soldados, concubinas y administrativos– salió tambaleándose del refugio. Los supervivientes contemplaron el día convertido en noche y la nevada de hollín que se había apoderado de las ruinas de la fortaleza y se prepararon para enfrentarse a su exilio temporal y reclamar aquella tierra que había sido suya.

Cuarta parte: El peón coronado

La nave avanzó lentamente por el extremo de un campo tensor que tenía tres millones de kilómetros de longitud igualando poco a poco su velocidad. La estructura de metal grisáceo dejó atrás un muro monocristalino y empezó a descender a través de la cada vez más espesa atmósfera de la Placa. Desde quinientos kilómetros de altura las dos masas de tierra y mar –la que había más allá de donde estaban era roca medio oculta por las nubes y la que se encontraba a continuación era tierra aún en proceso de formación– resultaban perfectamente visibles en la noche despejada.

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