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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (26 page)

Gurgeh se encontró al lado de Pequil con Flere-Imsaho flotando detrás de él a la altura de su cintura emitiendo su zumbido de costumbre.

–Señor Gurgue, estábamos empezando a preocuparnos por usted –murmuró Pequil.

Parecía bastante nervioso y no paraba de lanzar miradas a la escalinata.

–¿De veras? –replicó Gurgeh–. Qué halagador.

La expresión de Pequil dejó bien claro que su réplica no le había hecho mucha gracia. Gurgeh se preguntó si alguien habría vuelto a pronunciar su nombre olvidándose algo.

–Tengo buenas noticias, Gurgeh –murmuró Pequil. Alzó los ojos hacia Gurgeh, quien intentó parecer lo más interesado posible–. ¡He conseguido que se le conceda el privilegio de ser presentado a Su Alteza Real el Emperador-Regente Nicosar!

–Me siento muy honrado –dijo Gurgeh, y sonrió.

–¡No me extraña! ¡Es un honor tan inapreciable como excepcional!

Pequil tragó saliva.

–Así que intenta no meter la pata, ¿de acuerdo? –murmuró Flere-Imsaho a su espalda.

Gurgeh se volvió hacia la máquina.

El estruendo volvió a hacer vibrar la atmósfera y una oleada de gente vestida con atuendos de todos los colores empezó a bajar por la escalinata. Gurgeh supuso que el que iba delante enarbolando un bastón muy largo era el Emperador –o el Emperador-Regente, como le había llamado Pequil–, pero en cuanto llegó al final de la escalinata el ápice del bastón se hizo a un lado.

Su Alteza Imperial del Gran Colegio de Candsev, Príncipe del Espacio, Defensor de la Fe, Duque de Groasnachek, Señor de los Fuegos de Ecronedal, el Emperador-Regente Nicosar primero!

El Emperador vestía totalmente de negro. Era un ápice de estatura media y aspecto muy normal cuyas ropas sorprendían por su casi absoluta falta de adornos. Iba rodeado por azadianos fabulosamente ataviados entre los que se encontraban unos cuantos guardias ápices y machos vestidos con uniformes de estilo bastante austero –al menos comparados con los atuendos de los demás–, que blandían espadas inmensas y armas de fuego de reducido tamaño. El Emperador iba precedido por un cortejo de animales bastante corpulentos de cuatro y seis patas y varios colores, que llevaban collares y bozales sujetos por correas incrustadas de esmeraldas y rubíes. Machos obesos y casi desnudos cuyas pieles untadas de aceite brillaban como si fuesen de oro bajo las luces del gran salón de baile se encargaban de sostener los extremos de las correas.

El Emperador se detuvo y habló con unas cuantas personas (que se arrodillaron en cuanto le vieron venir), siguió avanzando por el otro lado del pasillo humano y se desvió bruscamente hacia el lado en el que estaba Gurgeh arrastrando consigo a todo su séquito.

La gran sala había quedado sumida en un silencio casi absoluto. Gurgeh podía oír la respiración jadeante de los carnívoros domesticados. Pequil sudaba profusamente. Una venita palpitaba a toda velocidad en la curva de su cuello.

Nicosar siguió acercándose. Gurgeh pensó que el aspecto del Emperador era un poquito menos impresionante, duro y decidido que el del azadiano promedio. Caminaba con los hombros ligeramente inclinados hacia adelante, y hablaba en voz tan baja que cuando charló unos momentos con alguien que estaba a dos metros de distancia de él Gurgeh sólo pudo oír la parte de la conversación que corrió a cargo del invitado. Nicosar parecía un poco más joven de lo que Gurgeh había esperado.

Pequil le había advertido de que iba a ser presentado al Emperador, pero cuando el ápice vestido de negro se detuvo delante de él Gurgeh no pudo evitar sentirse levemente sorprendido.

–Arrodíllate –siseó Flere-Imsaho.

Gurgeh puso una rodilla en el suelo. El silencio pareció hacerse un poco más profundo.

–Oh, mierda –murmuró la máquina sin dejar de zumbar.

Pequil dejó escapar un gemido.

El Emperador bajó la mirada hacia Gurgeh y sonrió levemente.

–Señor Una-Rodilla, debéis ser nuestro invitado extranjero... Os deseamos un buen juego.

Gurgeh comprendió en qué se había equivocado y puso la otra rodilla en el suelo, pero el Emperador agitó una mano llena de anillos en un gesto casi imperceptible.

–No, no –dijo–. Admiramos la originalidad. En el futuro nos saludaréis poniendo una sola rodilla en el suelo.

–Gracias, Alteza –dijo Gurgeh haciendo una pequeña reverencia.

El Emperador asintió y siguió recorriendo la hilera de invitados.

Pequil lanzó un suspiro tembloroso.

El Emperador llegó al trono situado sobre el estrado y la música empezó a sonar, las conversaciones se reanudaron de repente y las dos hileras de invitados se disgregaron. Todo el mundo parloteaba y gesticulaba frenéticamente. Pequil parecía estar a punto de desmayarse y daba la impresión de haberse quedado mudo de asombro.

Flere-Imsaho fue hacia Gurgeh.

–Por favor, no vuelvas a hacer nunca algo semejante –dijo.

Gurgeh no le prestó atención.

–Por lo menos ha sido capaz de hablar, ¿eh? —dijo Pequil de repente, y alargó una mano temblorosa hacia una bandeja para coger una copa–. Al menos ha sido capaz de hablar, ¿verdad, máquina? –Las palabras brotaban de sus labios tan deprisa que Gurgeh casi no podía seguirlas. Pequil apuró el contenido de la copa de un solo trago–. La mayoría de las personas se quedan como paralizadas... Creo que yo no habría sabido cómo reaccionar. Le ocurre a mucha gente. ¿Qué importa una rodilla más o menos? –Pequil miró a su alrededor buscando al macho que iba de un lado a otro con la bandeja de las bebidas y se volvió hacia el trono. El Emperador se había sentado en él y estaba hablando con algunos miembros de su séquito–. ¡Qué presencia tan majestuosa! –exclamó.

–¿Por qué es «Emperador-Regente»? –preguntó Gurgeh volviéndose hacia el ápice.

Pequil tenía el rostro cubierto de sudor.

–Su Alteza Real tuvo que aceptar el peso de la Cadena Real alrededor de su cuello después de que el Emperador Molsce muriera hace dos años. Fue una pérdida terrible... Nuestro Venerado Nicosar fue el segundo clasificado de los últimos juegos, y eso hizo que fuese elevado al trono. ¡Pero no dudo de que permanecerá allí!

Gurgeh sabía que Molsce había muerto, pero no había comprendido que Nicosar no era considerado como Emperador por derecho propio. Asintió con la cabeza, contempló los ropajes extravagantes y los animales que rodeaban el estrado imperial y se preguntó qué esplendores adicionales podía merecer Nicosar si ganaba los próximos juegos.

–Me ofrecería a bailar contigo, pero no aprueban que los hombres bailen juntos –dijo Shohobohaum Za.

Gurgeh estaba apoyado en una columna. Za cogió una bandeja llena de golosinas envueltas en papelitos de una mesita y la sostuvo delante de Gurgeh, quien meneó la cabeza. Za se metió un par de pastelillos en la boca mientras Gurgeh observaba las complejas danzas y las oleadas de carne y telas multicolores que evolucionaban sobre el suelo del gran salón. Flere-Imsaho pasó flotando cerca de ellos. Las placas cargadas de estática de su disfraz habían atraído unos cuantos papelitos.

–No te preocupes –dijo Gurgeh volviéndose hacia Za–. No me sentiré insultado.

–Me alegro. ¿Qué tal lo estás pasando? –Za se apoyó en la columna–. Pensé que parecías un poquito solitario... ¿Dónde está Pequil?

–Está hablando con algunos funcionarios imperiales. Creo que intenta conseguir una audiencia privada.

–Oh... No creo que tenga tanta suerte. –Za dejó escapar un bufido–. Bien, ¿qué opinas de nuestro maravilloso Emperador?

–Parece... muy imperioso –dijo Gurgeh.

Frunció el ceño, se pasó la mano por la pechera de la túnica que llevaba puesta y se dio unos golpecitos en una oreja.

Za le miró con cara entre sorprendida y divertida y acabó soltando una carcajada.

–¡Oh, el micrófono! –Meneó la cabeza, desenvolvió otro par de pastelitos y se los comió–. No te preocupes por eso. Puedes decir lo que te dé la gana. Te aseguro que no te asesinarán ni nada parecido. No les importa en lo más mínimo. Protocolo diplomático, ¿sabes? Nosotros fingimos que no hay micrófonos en la ropa y ellos fingen que no han oído nada. Es un jueguecito muy entretenido.

–Si tú lo dices... –murmuró Gurgeh.

Se volvió hacia el estrado imperial.

–Bueno, admito que en estos momentos el joven Nicosar no impresiona demasiado –dijo Za siguiendo la dirección de la mirada de Gurgeh–. No le verás en todo su esplendor hasta después de los juegos. Teóricamente ahora lleva luto por Molsce. El negro es su color de luto, ¿sabes? Creo que tiene algo que ver con el espacio... –Contempló en silencio al Emperador durante unos momentos–. Es un montaje realmente increíble, ¿no te parece? Todo ese poder concentrado en las manos de una sola persona...

–Parece una forma bastante... inestable de manejar una sociedad –admitió Gurgeh.

–Hmmm. Naturalmente todo es relativo, ¿verdad? ¿Sabes que ese anciano con quien el Emperador está hablando ahora probablemente tiene más poder real que el mismísimo Nicosar?

–¿De veras?

Gurgeh se volvió hacia Za.

–Sí. Es Hamin, el rector del Gran Colegio de Candsev. El mentor de Nicosar.

–¿Estás afirmando que es quien le dice lo que debe hacer?

–Oficialmente no, pero... –Za eructó–. Nicosar se crió en el colegio y Hamin lleva más de sesenta años enseñándole el juego. Hamin le educó y le enseñó todo cuanto sabe..., sobre el juego y sobre todo lo demás, y cuando el viejo Molsce recibió su billete de ida sin regreso incluido a la tierra del sueño eterno –y ya iba siendo hora de que hiciese el viaje–, y Nicosar subió al trono... ¿Quién crees que fue la primera persona a la que acudió pidiendo consejo?

–Comprendo –dijo Gurgeh, y asintió. Estaba empezando a lamentar haberse concentrado exclusivamente en el juego y no haber estudiado el Azad en su faceta de sistema político–. Creía que los colegios se limitaban a enseñar cómo se juega.

–Eso es todo lo que hacen en teoría, pero en la práctica son una especie de sustituto de las familias nobles. El Imperio ha conseguido mejorar el típico sistema del gobierno dinástico utilizando el juego como sistema de reclutamiento que selecciona de entre la población a los ápices más inteligentes, implacables e interesados en el arte de manipular a los demás para que dirijan el espectáculo en vez de conformarse con dejar que los matrimonios introdujeran nueva sangre en alguna aristocracia estancada y cruzar los dedos con la esperanza de que el resultado genético acabara siendo más o menos decente. Oh, es un sistema eficiente, no te creas... El juego resuelve muchos problemas. No necesito hacer ningún gran esfuerzo mental para imaginarlo perdurando siglos y siglos. Contacto parece creer que el Imperio se desmoronará en cualquier momento, pero lo dudo. Esta pandilla podría acabar enterrándonos a todos... Son impresionantes, ¿no te parece? Vamos, vamos, tienes que admitir que estás impresionado.

–No tengo palabras para expresar lo impresionado que estoy –dijo Gurgeh–. Pero me gustaría ver algo más del Imperio antes de emitir un juicio definitivo.

–El Imperio acabará conquistándote. Llegarás a apreciar su salvaje belleza. No, no, hablo en serio... Te lo aseguro. Probablemente acabarás queriendo quedarte aquí. Oh, y no hagas caso a nada de lo que diga esa unidad estúpida que han enviado contigo para que te sirva de niñera. Esas máquinas son todas iguales. Quieren que todo el universo sea como la Cultura: paz, amor y esa sarta de estupideces sentimentaloides... No tienen la... –Za eructó–, la sensualidad necesaria para apreciar el... –volvió a eructar–, el Imperio. Créeme. Ignórala y todo irá bien.

Gurgeh estaba preguntándose cuál sería la contestación más adecuada al discurso de Za cuando un grupo de ápices y hembras vestidos con trajes multicolores surgió de la nada. Gurgeh y Shohobohaum Za se encontraron repentinamente convertidos en el centro del grupo. Un ápice emergió de aquella confusión de sonrisas y ropas abigarradas, fue hacia Za y le hizo una reverencia que Gurgeh encontró bastante exagerada.

–Estaba preguntándome si nuestro querido invitado tendría la amabilidad de divertir a nuestras esposas con sus ojos –dijo–. ¿Querrá hacerlo?

–¡Me encantará! –exclamó Za.

Le entregó la bandeja de golosinas a Gurgeh, fue hacia las hembras y movió rápidamente las membranas nictitantes de sus ojos arriba y abajo. Las mujeres rieron a carcajadas y los ápices intercambiaron sonrisas burlonas.

–¡Ya está!

Za soltó una risita y retrocedió dando un par de pasos de baile. Uno de los ápices le dio las gracias y el grupo se alejó hablando y riendo.

–Son como niños grandes –dijo Za.

Dio una palmadita en el hombro de Gurgeh y se alejó con una expresión algo absorta.

Flere-Imsaho fue hacia Gurgeh emitiendo un ruido que le recordó el que haría una hoja de papel al arrugarse.

–He oído lo que ha dicho ese gilipollas sobre lo de ignorar a las máquinas –murmuró.

–¿Hmmmm! –replicó Gurgeh.

–He dicho que... Oh, no importa. Supongo que no te estarás sintiendo excluido de la diversión porque no puedes bailar, ¿verdad?

–No. Nunca me ha gustado bailar.

–Mejor. Los invitados a este baile son gente de tal categoría que hasta el tocarte con la punta de un dedo sería considerado un acto degradante.

–Máquina, siempre sabes expresarte con la frase más adecuada al momento –dijo Gurgeh.

Alzó la bandeja de golosinas delante de la unidad, la soltó y se fue. Flere-Imsaho lanzó un grito ahogado y se las arregló para atrapar la bandeja que caía hacia el suelo con un campo antes de que los pastelitos salieran despedidos en todas direcciones.

Gurgeh se dedicó a pasear por la gran sala. Estaba un poco irritado y se sentía considerablemente incómodo. No lograba librarse de una idea que amenazaba con transformarse en obsesión, la de que estaba rodeado por personas que habían fracasado en algún aspecto u otro, como si los azadianos que se agitaban a su alrededor fueran componentes defectuosos de algún sistema muy sofisticado que había quedado contaminado por su inclusión. Los invitados no sólo le parecían ridículos y aburridos, sino que tenía la sensación de que no eran muy distintos a él. Todas las personas con las que hablaba o a las que era presentado parecían convencidas de que había venido hasta allí para hacer el ridículo.

Contacto le había enviado al Imperio de Azad en una nave de guerra tan vieja que apenas si merecía ese nombre, le había hecho cargar con una máquina tan joven como torpe, se había olvidado de transmitirle datos que deberían haber sabido tenían una gran influencia sobre la forma en que se jugaba al Azad –el sistema de los colegios que la
Factor limitativo
ni tan siquiera había llegado a mencionar era un buen ejemplo–, y le había colocado bajo la tutela (parcial, pero tutela al fin y al cabo) de un estúpido amante de empinar el codo que no sabía mantener la boca cerrada y que se había dejado fascinar igual que un niño por unos cuantos trucos imperialistas y un sistema social impecablemente inhumano.

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