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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (29 page)

–Disculpa, nave. Buenas noches.

Gurgeh desconectó el canal. La pantalla emitió un chasquido. Un rato después oyó el tintineo indicador de que la nave también había cortado la conexión. Gurgeh volvió a contemplar la imagen del holograma y cerró los ojos.

Cuando despertó seguía sin tener ni idea de lo que iba a hacer. Había pasado toda la noche en vela sentado delante de la pantalla sin apartar la vista del panorama del juego, observándolo con tanta atención que éste parecía haber quedado grabado en su cerebro. Le dolían los ojos. Tomó un desayuno ligero y se entretuvo viendo algunos de los programas recreativos con que el Imperio alimentaba a su población. El tipo de diversión vacía e irracional que ofrecían le pareció de lo más adecuado.

Pequil se presentó a recogerle. El ápice estaba muy sonriente e insistió en que Gurgeh había jugado muy bien, que tomar parte en el juego ya era un auténtico honor y que, personalmente, estaba seguro de que si decidía inscribirse en ella Gurgeh haría un gran papel en la segunda serie de los juegos destinada a quienes habían sido eliminados de la Serie Principal. Naturalmente el interés de la segunda serie era bastante más reducido y en la práctica estaba reservada a quienes querían conseguir algún ascenso, y era un callejón sin salida que no llevaba más allá, pero siempre cabía la posibilidad de que Gurgeh estuviera más inspirado cuando tuviera que enfrentarse a otros..., eh..., infortunados. Bien, tanto daba. Hiciera lo que hiciese Gurgeh seguiría yendo a Ecronedal para ver el final de los juegos y eso era un gran privilegio, ¿no?

Gurgeh apenas despegó los labios y se limitó a asentir con la cabeza de vez en cuando. Subieron al vehículo de superficie y Pequil se pasó todo el trayecto hablando de la gran victoria lograda por Nicosar en su primera partida del día anterior. El Emperador-Regente ya estaba en el segundo tablero, el Tablero de la Forma.

El sacerdote volvió a pedirle que abandonara y Gurgeh repitió que deseaba seguir jugando. El grupo de jugadores tomó asiento alrededor del gran tablero y cada uno dictó sus movimientos a los jugadores del club o los llevó a cabo personalmente. Gurgeh estuvo sentado en silencio durante un buen rato hasta mover su primera pieza de la mañana. Sostuvo el biotec entre las manos durante varios minutos con la cabeza inclinada y los ojos clavados en el tablero, y se mantuvo inmóvil en esa postura durante tanto tiempo que los otros jugadores creyeron que había olvidado que le tocaba mover y hablaron con el Adjudicador para pedirle que se lo recordara.

Gurgeh colocó la pieza en el lugar que había escogido. Era como si estuviera viendo dos tableros, el que estaba delante de él y el que había grabado en su mente la noche anterior. Los otros jugadores hicieron sus movimientos y fueron obligándole a retroceder hasta que Gurgeh quedó confinado en una zona muy reducida del tablero con sólo un par de piezas que se movían erráticamente de un lado a otro libres fuera de ella.

Cuando llegó, tal y como había sabido que llegaría sin querer admitirlo ante sí mismo, la..., sí, la revelación –pues era la única palabra que le parecía adecuada– hizo que sintiera un deseo casi incontenible de echarse a reír. Lo que hizo fue mecerse hacia atrás y hacia adelante asintiendo lentamente con la cabeza. El sacerdote le lanzó una mirada expectante, como si estuviera esperando que aquel estúpido humano se rindiera de una vez, pero Gurgeh alzó la cabeza y le sonrió. Repasó su delgado mazo escogiendo las cartas más sólidas que le quedaban, se las entregó al Adjudicador e hizo su siguiente movimiento.

Gurgeh se lo jugó todo a una sola posibilidad, confiando en que los otros jugadores sólo deseaban terminar la partida lo más deprisa posible. Estaba claro que se había llegado a alguna especie de acuerdo para dejar ganar al sacerdote, y Gurgeh supuso que el estar luchando para asegurar la victoria de otra persona haría que los demás no se esforzaran al máximo de sus capacidades. La victoria no sería suya y no podrían considerarse propietarios del triunfo. Naturalmente, no era necesario que jugaran demasiado bien. El puro peso de los números podía compensar sobradamente la falta de entusiasmo de los jugadores.

Pero los movimientos podían convertirse en un lenguaje, y Gurgeh creía estar en condiciones de hablar ese lenguaje lo suficientemente bien para mentir en él. Hizo sus movimientos y en un momento dado pareció sugerir que había perdido toda esperanza..., su siguiente jugada pareció indicar que estaba decidido a arrastrar consigo unos cuantos jugadores haciéndoles compartir su derrota..., o sólo a dos de ellos..., o a otro. Las mentiras se fueron sucediendo unas a otras. No había un solo mensaje, sino una sucesión de señales contradictorias que tiraban de la sintaxis del juego primero en una dirección y luego en otra hasta que el entendimiento alcanzado por los otros jugadores empezó a dar señales de fatiga y se fue desintegrando lentamente.

A mediados de ese proceso Gurgeh hizo unos cuantos movimientos inconsecuentes que parecían carecer de propósito y que –de repente, y sin ningún aviso previo que lo indicara– amenazaron primero a unas pocas, después a bastantes y luego a la mayoría de piezas de un jugador, aunque al precio de colocar a las fuerzas de Gurgeh en una posición todavía más vulnerable. El jugador amenazado se dejó dominar por el pánico y el sacerdote hizo lo que Gurgeh esperaba que hiciera. El ataque adquirió más ímpetu y se volvió más apresurado. Durante los siguientes movimientos Gurgeh fue pidiendo que el funcionario a quien había entregado las cartas les diera la vuelta una por una. Las cartas actuaron como las minas ocultas en una partida de Posesión. Las fuerzas del sacerdote fueron destruidas, desmoralizadas, cegadas por los movimientos hechos al azar, debilitadas hasta un punto en el que no podrían recuperarse, en poder de Gurgeh o –sólo en unos cuantos casos– en manos de otros jugadores. El sacerdote quedó prácticamente aniquilado, y sus fuerzas se dispersaron por el tablero como si fuesen un montón de hojas muertas.

Gurgeh aprovechó la confusión para observar a los otros jugadores. La pérdida de su líder hizo que empezaran a pelearse por las migajas. Uno de ellos se colocó en una situación bastante apurada. Gurgeh atacó, aniquiló la mayor parte de sus fuerzas y capturó el resto, y después siguió atacando sin hacer ni una sola pausa para reagruparse.

Algún tiempo después comprendería que en aquellos momentos seguía llevando una considerable desventaja de puntos, pero el ímpetu de su resurrección le hizo seguir adelante y fue creando un pánico irracional, histérico y casi supersticioso que se difundió rápidamente entre los otros jugadores.

No volvió a cometer errores. Su avance a través del tablero se convirtió en una combinación de carrera enloquecida y desfile triunfal. Jugadores que ocupaban una posición sólida y bien defendida quedaron en ridículo cuando las fuerzas de Gurgeh asolaron sus territorios devorando zonas y efectivos como si no pudiera haber nada más sencillo o natural.

Gurgeh terminó la partida en el Tablero del Origen antes de la sesión de la tarde. Había logrado salvarse. No sólo había conseguido pasar al siguiente tablero, sino que iba en primer lugar de la clasificación. El sacerdote había estado contemplando la disposición de las piezas y los territorios con una expresión que Gurgeh estuvo seguro habría podido reconocer y describir con la palabra «atónita» aunque no le hubieran dado lecciones sobre el lenguaje facial azadiano, y salió de la estancia sin las bromas habituales que acompañaban el final de una partida. Los otros jugadores apenas dijeron nada o se mostraron embarazosamente efusivos y le felicitaron por lo bien que había jugado.

Gurgeh se encontró convertido en el centro de una multitud que parecía haber surgido de la nada compuesta por los miembros del club, unos cuantos periodistas, otros jugadores y algunos invitados que habían observado el desarrollo de la partida. Contempló en silencio a aquellos ápices que no paraban de hablar y tuvo la sensación de estar separado de ellos por una distancia inconmensurable. La multitud que se agolpaba a su alrededor –y que seguía haciendo cuanto podía para no tocarle– era real, pero su mismo número hacía que toda la escena cobrara una apariencia irreal. Un diluvio de preguntas cayó sobre él, pero Gurgeh no pudo responder a ninguna y, de todas formas, apenas si podía distinguir las palabras. Los ápices hablaban demasiado deprisa, y los sonidos que brotaban de sus labios se confundían unos con otros impidiendo que pudieran ser considerados como interrogaciones independientes. Flere-Imsaho estaba flotando sobre las cabezas de la multitud, pero aunque se desgañitó intentando atraer la atención de los ápices lo único que consiguió fue que su estática atrajera sus cabellos. Gurgeh vio como un ápice extendía el brazo intentando apartar a la máquina y recibía lo que estaba claro era una descarga eléctrica tan inesperada como dolorosa.

Pequil se abrió paso por entre el gentío y logró llegar hasta Gurgeh, pero no había acudido a rescatarle. El excitado ápice le dijo que había venido acompañado por veinte reporteros. Tocó a Gurgeh sin parecer darse cuenta de lo que hacía, obligándole a girar sobre sí mismo hasta quedar de cara a unas cámaras.

Hubo más preguntas, pero Gurgeh las ignoró. Tuvo que preguntarle a Pequil varias veces si podía marcharse antes de que el ápice se encargara de abrirle un camino hasta la puerta y el vehículo que les aguardaba.

–Señor Gurgue, permita que añada mi felicitación más efusiva a las que ya ha recibido –dijo Pequil una vez estuvieron dentro del vehículo–. Me enteré en el trabajo y vine lo más deprisa que pude. Ha conseguido una gran victoria.

–Gracias –dijo Gurgeh.

Fue relajándose poco a poco. Apoyó la espalda en la mullida tapicería del asiento y volvió la cabeza hacia la ventanilla para contemplar la ciudad bañada por el sol. El vehículo tenía aire acondicionado y el edificio en el que se celebraban los juegos no, pero Gurgeh descubrió que era ahora cuando estaba empezando a sudar. Se estremeció.

–Yo también –dijo Flere-Imsaho–. Te tomaste el juego en serio justo a tiempo.

–Gracias, unidad.

–Claro que aparte de eso tuviste una suerte increíble.

–Confío en que me permitirá hacer los arreglos necesarios para celebrar una conferencia de prensa, señor Gurgeh –se apresuró a decir Pequil–. Estoy seguro de que ocurra lo que ocurra durante el resto de los juegos la partida de hoy bastará para hacerle famoso. ¡Cielos, esta noche compartirá el liderazgo con el mismísimo Emperador!

–No, gracias –dijo Gurgeh–. No quiero ninguna conferencia de prensa.

Estaba convencido de que no tenía nada que decirles. ¿Qué podía contar? Había ganado la partida y tenía todas las posibilidades de ganar aquella ronda y, aparte de eso, la idea de que su imagen y su voz fueran transmitidas a todos los rincones del Imperio y de que su historia –adaptada a las exigencias del sensacionalismo, de eso no le cabía ninguna duda–, fuera contada una y otra vez y distorsionada por aquellas personas le hacía sentirse terriblemente incómodo.

–¡Oh, pero tiene que dar una conferencia de prensa! –protestó Pequil–. ¡Todo el mundo querrá verle! No parece comprender lo que ha hecho. ¡Aunque acabe perdiendo ha establecido un nuevo récord! ¡Nadie había logrado recuperarse y ganar la partida después de haber quedado tan atrás! ¡Fue asombroso! ¡Una victoria de lo más brillante!

–No puedo permitirme ese tipo de distracciones –dijo Gurgeh, y se sintió repentinamente muy cansado–. Tengo que concentrarme al máximo. Tengo que descansar.

–Bueno... –dijo Pequil. Parecía un poco desilusionado–. Claro, lo comprendo, pero... Debo advertirle de que está cometiendo un error. La gente querrá oír lo que tenga que decir, y nuestra prensa siempre da al público lo que éste desea sin importar cuáles sean las dificultades a que deba enfrentarse para conseguirlo. Si decide no hablar se limitarán a inventar sus declaraciones. Creo que sería mejor que diese una conferencia de prensa.

Gurgeh meneó la cabeza y contempló el tráfico que discurría por la avenida.

–Si la gente quiere contar mentiras sobre mí eso es algo entre ellos y sus conciencias. No estoy obligado a hablar con los periodistas. Francamente, me importa muy poco lo que digan.

Pequil le lanzó una mirada de asombro, pero no dijo nada. Flere-Imsaho emitió una especie de risita que fue claramente audible por encima de su incesante zumbido.

Gurgeh habló con la nave. La
Factor limitativo
dijo que la partida probablemente podría haberse llevado de una forma más elegante, pero lo que Gurgeh había hecho representaba un extremo del espectro de posibilidades muy improbables que había querido exponerle la noche anterior y le felicitó. Había jugado bastante mejor de lo que la nave creía posible. También le preguntó por qué había cortado la comunicación después de que le dijera que existía una salida.

–Porque lo único que quería saber es si había una salida.

(Y, una vez más, el retraso; el peso del tiempo mientras sus palabras salían disparadas hacia el cielo y se desplazaban bajo la superficie moteada de materia del espacio real.)

–Pero podría haberte ayudado –dijo la nave–. Cuando rechazaste mi ayuda... Pensé que era una mala señal. Empecé a creer que aunque siguieras jugando en el tablero ya habías tomado la decisión de rendirte.

–No quería ayuda, nave. –Gurgeh jugueteó con el brazalete del Orbital preguntándose distraídamente si correspondía a algún mundo en concreto y, de ser así, cuál sería–. Quería algo de esperanza.

–Comprendo –dijo la nave pasado un rato.

–Yo no aceptaría –dijo la unidad.

–¿Qué es lo que no aceptarías? –preguntó Gurgeh apartando la mirada del tablero que ocupaba el holograma.

–La invitación de Za.

La diminuta máquina se acercó un poco más. Volvían a estar dentro del módulo, y Flere-Imsaho se había quitado su molesto y voluminoso disfraz.

Gurgeh contempló a la unidad con el ceño fruncido.

–No me había dado cuenta de que también iba dirigida a ti.

Shohobohaum Za había enviado una nota felicitando a Gurgeh e invitándole a salir una noche.

–Bueno, no me ha incluido en la invitación, pero se supone que debo acompañarte a todas partes, observarlo todo y...

–¿De veras? –Gurgeh volvió la cabeza hacia el holograma–. Supongo que siempre tienes el recurso de quedarte aquí y observar lo que te dé la gana mientras yo salgo esta noche con Shohobohaum Za a divertirme en la ciudad.

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