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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (27 page)

Durante el viaje toda aquella aventura le había parecido muy romántica. Era una misión noble y elevada que exigía un considerable valor, pero toda aquella aureola épica se había desvanecido enseguida. En aquellos momentos lo único que sentía era que él, Shohobohaum Za y Flere-Imsaho eran meros inadaptados sociales y que todo este Imperio espectacularmente corrupto y salvaje era una broma colosal que le habían gastado. Gurgeh estaba seguro de que en algún lugar del hiperespacio unas cuantas Mentes envueltas en el campo de una nave colosal se reían de él.

Recorrió el gran salón con la mirada. La música seguía sonando, las parejas de ápice y hembras elegantemente vestidas se deslizaban sobre el reluciente suelo de marquetería trazando los dibujos de las danzas –sus expresiones respectivas de orgullo y humildad le resultaban igualmente repugnantes–, mientras los sirvientes iban y venían de un lado para otro moviéndose con la concienzuda diligencia de las máquinas asegurándose de que cada copa estaba llena y cada bandeja repleta de comida. Gurgeh pensó que no le importaba en lo más mínimo cuál fuera su sistema social. Lo que más le asqueaba era el tosco y rígido exceso de organización visible por todas partes.

–Ah, Gurgue –dijo Pequil. Gurgeh le vio aparecer por el hueco que había entre una inmensa maceta y una columna de mármol. Iba acompañado por una hembra bastante joven a la que sujetaba por el codo–. Por fin le he encontrado. Gurgue, le presento a Trinev Hijadedutley. –La cabeza del ápice se volvió de la chica al hombre sin dejar de sonreír ni un segundo y su mano la impulsó suavemente hacia adelante. Hijadedutley le hizo una lenta reverencia–. Trinev también juega –dijo Pequil mirando fijamente a Gurgeh–. Interesante, ¿verdad?

–Es un placer conocerla, joven dama –dijo Gurgeh, y también le hizo una pequeña reverencia.

La joven se había quedado inmóvil delante de él y no apartaba los ojos del suelo. Su traje no era tan aparatoso como la mayoría de los que había visto, y su cuerpo y sus rasgos le parecieron bastante menos atractivos que los de la invitada promedio.

–Bien, creo que será mejor que les deje solos para que hablen de ese extraño interés común suyo –dijo Pequil. Dio un paso hacia atrás y juntó las manos delante del pecho–. El padre de la señorita Hijadedutley está junto al estrado de la orquesta, Gurgue. Espero que no le importe devolvérsela cuando hayan terminado de hablar...

Pequil se alejó rápidamente. Gurgeh le siguió unos momentos con la mirada, se volvió hacia la joven y sonrió. La coronilla de la azadiana le quedaba más o menos a la altura del mentón. Gurgeh carraspeó, pero la joven siguió sin decir nada.

–Yo... Eh... –farfulló Gurgeh–. Creía que sólo los intermedios..., creía que sólo los ápices jugaban al Azad.

La chica alzó los ojos hasta posarlos en su pecho.

–No, señor. Hay algunas jugadoras bastante buenas..., de rango menor, naturalmente.

Tenía la voz suave, y parecía cansada. Seguía sin alzar la cabeza hacia él, y Gurgeh no tuvo más remedio que hablar con su coronilla. Podía ver la blancura del cuero cabelludo por entre los tensos mechones de cabellos negros.

–Ah –dijo–. Pensaba que quizá estuviera... prohibido. Me alegra que no lo esté. Y los machos... ¿También juegan?

–Oh, sí, señor. Todo el mundo puede jugar. Es un derecho reconocido en la Constitución. Lo que hacen es prohib... Bien, en el caso de los dos sexos... –Se calló y alzó la cabeza con tal brusquedad que Gurgeh casi dio un respingo–. Los dos sexos inferiores tienen muchas más dificultades para aprender porque todos los colegios de primera categoría sólo aceptan ápices. –Volvió a bajar la mirada–. Naturalmente, el único objetivo de esa restricción es impedir que los estudiantes se distraigan.

Gurgeh no sabía cómo reaccionar, y contestó con la primera palabra que le vino a la cabeza.

–Comprendo. –Tuvo que hacer un auténtico esfuerzo de concentración para que se le ocurriera algo más–. Y usted... ¿Tiene esperanzas de hacer un buen papel en los juegos?

–Si hago un buen papel..., si consigo llegar a la segunda fase del juego en la serie principal... Espero poder entrar en el funcionariado y viajar.

–Bueno, le deseo que tenga éxito.

–Gracias. Por desgracia no es muy probable. Como ya sabe la primera fase se juega en grupos de diez, y ser la única mujer entre nueve ápices... Bueno, los ápices considerarán que soy una molestia. Normalmente la mujer es la primera en quedar fuera del juego. Eso les deja el campo libre y les permite jugar de forma más relajada.

–Hmmm... Me han advertido de que podría ocurrirme algo similar –dijo Gurgeh.

Volvió a sonreír a la coronilla de la joven y deseó que ésta alzara nuevamente la cabeza hacia él.

–Oh, no. –La joven alzó los ojos y Gurgeh descubrió que aquellas pupilas carentes de brillo que le observaban con una franqueza tan directa eran capaces de hacerle sentir un poco incómodo–. No le harán eso. No sería cortés. No saben hasta qué punto domina el juego. Ellos... –Volvió a bajar la mirada–. Ellos saben quién soy, y en mi caso expulsarme del tablero para que puedan jugar con tranquilidad no es ninguna falta de respeto.

Gurgeh recorrió con los ojos el inmenso y ruidoso salón en que se celebraba el baile, aquella estancia colosal donde la gente hablaba y danzaba y la atmósfera vibraba con las notas de la música.

–¿Y no puede hacer nada al respecto? –le preguntó–. Por ejemplo, ¿no podría conseguir que la primera ronda estuviera compuesta por diez mujeres?

La joven seguía con los ojos clavados en el suelo, pero el leve cambio que se produjo en la curvatura de su mejilla le hizo pensar que quizá estuviera sonriendo.

–Oh, sí, señor, sería una buena solución. Pero creo que en toda la historia de las series del gran juego jamás se ha dado el caso de que dos jugadores de sexos inferiores estuvieran en el mismo grupo. En todos esos años el sorteo jamás ha producido una combinación semejante.

–Ah –dijo Gurgeh–. ¿Y en los juegos de pareja?

–No cuentan a menos que hayas superado las rondas preliminares. Me han dicho que cuando practico el juego en su modalidad singular..., bueno, dicen que soy muy afortunada. Supongo que debe ser eso. Pero, naturalmente, sé que lo soy pues mi padre me ha escogido un magnífico señor y esposo, y aunque no triunfe en los juegos haré un buen matrimonio. ¿Qué más puede pedir una mujer?

Gurgeh no supo qué responder. Había empezado a sentir un extraño cosquilleo en la nuca. Carraspeó ruidosamente un par de veces.

–Espero que gane –dijo al final. No se le había ocurrido nada mejor–. De veras... Espero que gane.

La joven alzó los ojos hacia él, le miró fijamente durante una fracción de segundo y volvió a bajarlos. Después meneó la cabeza.

Gurgeh acabó sugiriéndole que quizá iba siendo hora de que la acompañara hasta donde estaba su padre y la joven asintió. Sólo volvió a abrir la boca en una ocasión.

Empezaron a cruzar el gran salón abriéndose paso por entre los grupos de invitados que se interponían entre ellos y el lugar donde estaba el padre de la joven, y hubo un momento en el que pasaron por el hueco existente entre una gran columna tallada y una pared con frescos de batallas antiguas. Quedaron ocultos al resto del salón durante un instante y la joven alargó el brazo y le puso la mano sobre la muñeca. Alzó la otra mano, puso un dedo sobre el hombro de su traje y apretó con fuerza.

–Gane –murmuró sin dejar de apretar la tela mientras le acariciaba el brazo con los dedos de la otra mano–. ¡Tiene que ganar!

Y un instante después ya estaban delante de su padre. Gurgeh repitió lo a gusto que se sentía y se marchó. La joven no había vuelto a mirarle. Gurgeh no había tenido tiempo de replicar.

–Jernau Gurgeh, ¿te encuentras bien? –preguntó Flere-Imsaho.

Gurgeh estaba apoyado en una pared y parecía tener los ojos clavados en el vacío, como si fuera uno de los sirvientes vestidos con librea.

Gurgeh se volvió hacia la unidad. Alzó la mano y puso un dedo sobre la zona del hombro que la joven había apretado.

–El micro del traje... ¿Está aquí?

–Sí, está justo ahí –dijo la máquina–, ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Shohobohaum Za?

–Hmmm... Me lo imaginaba –dijo Gurgeh. Se apartó de la pared–. ¿Podemos marcharnos sin faltar a la cortesía?

–¿Ahora? –La unidad retrocedió unos centímetros y el zumbido que emitía se hizo un poco más estridente–. Bueno, supongo que sí... ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

–Nunca he estado mejor. Vamos.

Gurgeh fue hacia la escalinata.

–Pareces un poco nervioso. Oye, ¿te encuentras bien? ¿No estás disfrutando del baile? ¿Qué te hizo beber Za cuando estabas con él? ¿Estás nervioso por el juego? ¿Te ha dicho algo Za? ¿Es porque nadie quiere tocarte?

Gurgeh se abrió paso entre el gentío sin prestar atención a la unidad envuelta en un aura de estática y zumbidos que flotaba junto a su hombro.

Cuando salieron de la gran sala se dio cuenta de que había olvidado el nombre de la joven, y por mucho que se esforzó sólo pudo recordar que Pequil la había llamado hija-de-alguien.

 

Gurgeh tenía que jugar su primera partida de Azad dos días después del baile. Pasó todas sus horas libres repasando unas cuantas maniobras con la
Factor limitativo
. Podría haber utilizado el cerebro del módulo, pero el estilo de la vieja nave de guerra era bastante más interesante. El hecho de que la
Factor limitativo
se encontrara a varias décadas de distancia en espacio luz real significaba que había un cierto retraso en la comunicación –aunque la nave siempre replicaba instantáneamente a cada movimiento de Gurgeh–, pero el efecto global seguía siendo el mismo que si se enfrentara a un jugador extraordinariamente rápido y dotado.

Gurgeh no aceptó más invitaciones a fiestas o acontecimientos sociales. Explicó a Pequil que su sistema digestivo necesitaba algún tiempo para acostumbrarse a la soberbia cocina del Imperio y el ápice pareció encontrar aceptable la excusa. Incluso rechazó la ocasión de hacer un recorrido turístico por la capital.

Durante aquellos días no vio a nadie aparte de Flere-Imsaho, quien pasaba la mayor parte del tiempo metido dentro de su disfraz posado sobre el parapeto del hotel zumbando suavemente y observando a los pájaros que atraía esparciendo migajas sobre el césped.

Gurgeh daba algún que otro paseo por el jardín del tejado y se apoyaba en el parapeto para contemplar la ciudad.

Las calles y el cielo estaban llenos de tráfico. Groasnachek era como un inmenso animal de cuerpo achatado y salpicado de púas que se llenaba de luces durante la noche y se envolvía en la calina de su aliento colectivo durante el día. La ciudad hablaba con un confuso coro de voces; un telón de fondo ensordecedor compuesto por el incesante rugir de los motores y las máquinas y los ocasionales aullidos de las aeronaves que parecían rasgar el cielo. Los gemidos, chillidos, gritos y alaridos de las sirenas y las alarmas se esparcían por la textura de la ciudad atravesándola como agujeros de metralla.

Gurgeh llegó a la conclusión de que Groasnachek era excesivamente grande, y en el aspecto arquitectónico la mezcla de estilos era tal que llegaba a la confusión más absoluta. El efecto de conjunto habría podido ser interesantemente variado, pero sólo conseguía ser horrendo. Gurgeh no paraba de pensar en el
Bribonzuelo
. una estructura que albergaba diez veces más personas que la ciudad en un espacio más pequeño de una forma mucho más elegante, aunque la mayor parte del volumen del VGS estaba ocupado por el espacio destinado a la construcción de naves, motores y otras clases de equipo.

Gurgeh llegó a la conclusión de que Groasnachek había sido planificada con la misma falta de cuidado que un pájaro pone en controlar las dimensiones y la forma de su cagada. La ciudad era su propio laberinto.

La mañana del día en que debían empezar los juegos Gurgeh despertó sintiéndose de muy buen humor y tan animado como si acabara de ganar una partida, y su estado de ánimo no era el que habría esperado al comienzo de la primera competición seria de su vida. Tomó un desayuno muy parco y se fue poniendo lentamente el más bien ridículo atuendo ceremonial exigido para el juego: zapatillas flexibles, pantalones ceñidos a las piernas y una chaqueta de manga corta bastante aparatosa. Gurgeh se consoló pensando que su calidad de principiante le permitía llevar ropas relativamente libres de adornos y de colores bastante discretos.

Pequil se presentó en un vehículo de superficie oficial para llevarle a los juegos. El ápice parloteó animadamente durante todo el trayecto y le describió con gran entusiasmo una de las últimas conquistas del Imperio en una lejana región del espacio. Pequil le aseguró que había sido una victoria gloriosa.

El vehículo avanzó rápidamente por las grandes avenidas dirigiéndose hacia el suburbio de la ciudad en el que se encontraba el salón de congresos convertido temporalmente en sala de juegos.

La ciudad estaba llena de gente que acudía a su primer juego de la nueva serie; desde el jugador joven y lleno de optimismo que había sido lo bastante afortunado para que la lotería estatal le adjudicara un puesto en los juegos junto al mismísimo Nicosar, hasta las doce mil personas que despertaron y se enfrentaron al nuevo día sabiendo que a partir de aquel momento sus vidas podían cambiar para siempre de la forma más absoluta, ya fuese para mejorar o para empeorar.

Toda la ciudad hervía con la fiebre del juego que se apoderaba de ella cada seis años. Groasnachek rebosaba de jugadores, acompañantes, consejeros y asesores, mentores de los colegios, parientes y amistades, representantes de la prensa y servicios de noticias del Imperio y delegaciones de las colonias y dominios que habían acudido a la capital para observar cómo se decidía el curso futuro de la historia imperial.

La euforia inicial no tardó en desvanecerse y cuando llegaron al edificio donde se celebrarían los juegos Gurgeh descubrió que le temblaban las manos. Entró en la gran sala de paredes blancas y suelo de madera que resonaba con el eco de los pasos y una desagradable sensación de vacío y de estar mareado pareció emanar de su vientre e ir extendiéndose por todo su cuerpo. La sensación era muy distinta a la mezcla de tensión y júbilo que solía experimentar antes de una partida. La extraña mezcla de vacío y mareo era mucho más aguda e inquietante que cualquiera de las sensaciones que había experimentado hasta entonces.

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