El jugador (24 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El ápice sentado a la izquierda de Gurgeh –se llamaba Lo Pequil Monenine sénior, y trabajaba como agregado en el Departamento de Asuntos Alienígenas– acabó preguntándole si estaba preparado para ir al hotel. Gurgeh dijo que había pensado alojarse en el módulo. Pequil empezó a hablar bastante deprisa, y pareció sorprenderse cuando Flere-Imsaho intervino en la conversación hablando a una velocidad similar. El intercambio de palabras resultante fue un poco demasiado rápido para que Gurgeh pudiera comprenderlo del todo, pero la unidad acabó explicándole que habían llegado a un compromiso. Gurgeh se alojaría en el módulo, pero el módulo quedaría colocado en el techo del hotel. Contaría con varios guardias de seguridad que se encargarían de protegerle y el servicio de comidas del hotel –que era considerado como uno de los mejores de la ciudad– estaría a su entera disposición.

Gurgeh pensó que el arreglo parecía bastante razonable. Invitó a Pequil a ir en el módulo hasta el hotel y el ápice aceptó de buena gana.

–Antes de que le preguntes a nuestro amigo encima de qué estamos pasando –murmuró Flere-Imsaho flotando junto al codo de Gurgeh entre zumbidos y estática– te diré que es un barrio de chabolas, uno de los sitios en los que la ciudad aloja a sus contingentes de trabajadores no especializados.

Gurgeh se volvió hacia la unidad y la contempló con el ceño fruncido. Lo Pequil estaba de pie junto a Gurgeh en la rampa trasera del módulo, que se había desplegado para formar una especie de balcón. La ciudad iba desfilando debajo de ellos.

–Creía que no debíamos utilizar el marain delante de ellos –dijo Gurgeh.

–Oh, no corremos peligro. Ese tipo lleva encima un sistema de grabación y vigilancia, pero el módulo puede neutralizarlo.

Gurgeh señaló con el dedo el barrio de chabolas.

–¿Qué es eso? –preguntó volviéndose hacia Pequil.

–Es el sitio donde suelen acabar las personas que han abandonado el campo atraídas por las luces de la ciudad. Por desgracia, la mayoría son gente perezosa que no quiere trabajar.

–Expulsada de sus tierras por un sistema de impuestos sobre la propiedad tan ingenioso como injusto, por no mencionar la reorganización oportunista del aparato productivo agrícola –añadió Flere-Imsaho.

Gurgeh se preguntó si la última frase de la unidad debía entenderse como «granjas», pero se volvió hacia Pequil.

–Comprendo –dijo.

–¿Qué ha dicho su máquina? –preguntó Pequil.

–Me ha citado unos..., unos versos –dijo Gurgeh–. Un poema que habla de una ciudad muy grande y hermosa.

–Ah. –Pequil asintió: una serie de movimientos espasmódicos hacia arriba de la cabeza–. Creo que a su gente le gusta mucho la poesía, ¿no?

Gurgeh tardó unos momentos en responder.

–Bueno... –dijo por fin–. Hay a quienes les gusta y a quienes no les gusta.

Pequil volvió a asentir y puso cara de entenderle perfectamente.

El viento soplaba sobre el límite del campo protector que rodeaba al módulo y traía consigo un leve olor a quemado. Gurgeh se inclinó sobre la zona de calina producida por el campo y contempló la inmensa ciudad que se deslizaba debajo del módulo. Pequil parecía no querer acercarse demasiado al borde del balcón.

–Oh, tengo buenas noticias para usted –dijo Pequil y sonrió (sus labios se curvaron sobre sí mismos enseñando los dientes y gran parte de las encías).

–¿De qué se trata?

–Mi departamento –dijo Pequil hablando muy despacio y en un tono muy serio– ha conseguido que se le permita seguir el desarrollo de la Serie Principal del juego hasta Ecronedal.

–Ah... Allí es donde se celebra la fase final del juego, ¿no?

–Sí. Es la culminación del Gran Ciclo que dura seis años, y se celebra en el mismísimo Planeta de Fuego. Le aseguro que obtener permiso para asistir es un gran privilegio. Los jugadores invitados rara vez pueden gozar de semejante honor.

–Comprendo, y me siento enormemente honrado. Le ofrezco mi más sincero agradecimiento a usted y a su departamento. Cuando vuelva a mi hogar diré a mi gente que los azadianos son un pueblo muy generoso. Han conseguido que me sienta como en mi casa. Gracias. Estoy en deuda con usted.

Sus palabras parecieron dejar muy satisfecho a Pequil. El ápice asintió y sonrió. Gurgeh también asintió, pero no se atrevió a probar suerte con la sonrisa.

–¿Y bien?

–¿Y bien qué, Jernau Gurgeh? –replicó Flere-Imsaho.

Los campos de su aura verde y amarilla brotaban de su diminuta estructura como si fueran las alas de un insecto exótico. La unidad se había posado sobre una túnica ceremonial desplegada encima de la cama de Gurgeh. Estaban en el módulo estacionado sobre el jardín-tejado del Gran Hotel de Groasnachek.

–¿Qué tal lo he hecho?

–Muy bien. No llamaste «Señor» al ministro cuando te dije que usaras ese tratamiento y hubo momentos en que te mostraste algo vago, pero en conjunto... Lo hiciste bastante bien. No has provocado ningún incidente diplomático catastrófico y no has insultado a nadie. Creo que no está mal para ser el primer día. ¿Te importaría dar la vuelta y ponerte de cara al reversor? Quiero asegurarme de que esta cosa te queda bien.

Gurgeh giró sobre sí mismo y extendió los brazos. La unidad colocó la túnica sobre su espalda y la alisó. Gurgeh se contempló en el campo del reversor.

–Es demasiado larga y me sienta fatal –dijo.

–Tienes razón, pero es lo que tienes que llevar para el gran baile de esta noche en palacio. Servirá... Puede que decida subir un poco el dobladillo. Por cierto, el módulo me ha dicho que la túnica lleva incorporados sensores, así que ten cuidado con lo que dices cuando hayamos salido de sus campos.

–¿Sensores?

Gurgeh contempló la imagen de la unidad que aparecía en el campo reversor.

–Monitor de posición y micrófono, para ser exactos. No te preocupes, lo hacen con todo el mundo... No te muevas. Sí, creo que hay que. subir un poco ese dobladillo. Date la vuelta.

Gurgeh se dio la vuelta.

–Te encanta darme órdenes, ¿verdad, máquina? –preguntó mirando fijamente a la diminuta unidad.

–No digas idioteces. Ya está. Pruébatela.

Gurgeh se puso la túnica y se contempló en el reversor.

–¿Para qué sirve ese trozo de tela sin adornos del hombro?

–Ahí es donde iría tu medalla, si tuvieras alguna.

Gurgeh pasó los dedos sobre la zona desprovista de los gruesos bordados que cubrían el resto de la túnica.

–¿No podríamos fabricar una? Ese trozo sin adornos... Queda bastante feo.

–Sí, supongo que podríamos –dijo Flere-Imsaho tirando de los pliegues de la túnica–. Pero hay que tener mucho cuidado con ese tipo de cosas. Nuestros amigos azadianos siempre parecen disgustarse porque no tenemos ningún símbolo o bandera, y el representante de la Cultura en el Imperio –le conocerás esta noche, suponiendo que se acuerde de que ha sido invitado– pensó que era una lástima que no hubiera un himno de la Cultura para que la banda lo tocara cuando alguno de los nuestros llegara aquí, así que les silbó la primera canción que se le pasó por la cabeza y los azadianos la han estado tocando en todas las recepciones y ceremonias durante los últimos ocho años.

–Una de las melodías que tocaron me pareció familiar –admitió Gurgeh.

La unidad le hizo levantar los brazos y dio los últimos toques a la túnica.

–Sí, pero la primera canción que se le pasó por la cabeza a ese tipo fue
Déjame sin sentido
. ¿Conoces la letra?

–Ah. –Gurgeh sonrió–. Esa canción... Sí, podría resultar un tanto incómodo.

–Puedes apostar a que sí. Si se enteraran probablemente nos declararían la guerra. La típica cagada de Contacto...

Gurgeh se rió.

–Y yo estaba convencido de que Contacto era tan organizado y eficiente...

Meneó la cabeza.

–Bueno, siempre es agradable saber que algo funciona –murmuró la unidad.

–Bueno, habéis logrado mantener en secreto la existencia del Imperio durante siete décadas. Es todo un logro, ¿no?

–Ha sido más gracias a la suerte que por otra cosa –dijo Flere-Imsaho. Se puso delante de él e inspeccionó la túnica–. Oye, ¿estás seguro de que quieres una condecoración? Si va a servir para que te sientas más cómodo supongo que podemos improvisar algo.

–No te molestes.

–Bueno. Cuando te anuncien en el baile de esta noche utilizaremos tu nombre completo. Es bastante impresionante... Tampoco parecen ser capaces de comprender que no tenemos rangos, así que quizá descubras que utilizan «Moral» como si fuera una especie de título. –La unidad fue colocando un cordoncillo de oro junto al dobladillo–. Supongo que en el fondo es una suerte. Sufren una especie de ceguera a la Cultura porque son incapaces de encajarnos en el marco conceptual de sus términos jerárquicos. No consiguen tomarnos en serio...

–Vaya sorpresa.

–Hmmm... Tengo la sensación de que todo es parte de un plan. Incluso ese maldito rep..., perdón, embajador, forma parte de él. Y creo que tú también.

–¿Eso crees? –preguntó Gurgeh.

–Te han dado mucho bombo, Gurgeh –dijo la unidad. Se puso a la altura de su cabeza e intentó alisarle el pelo con un campo. Gurgeh se apresuró a apartarlo con la mano–. Contacto le ha dicho al Imperio que eres un jugador de primera categoría y que están seguros de que podrás llegar al nivel coronel/obispo/aspirante a ministro..., como mínimo.

–¿Qué? –exclamó Gurgeh poniendo cara de horror–. ¡Eso no es lo que me dijeron!

–Ni a mí –replicó la unidad–. Me he enterado viendo un noticiario hace una hora. Te están utilizando, amigo. Quieren que el Imperio esté contento y se están sirviendo de ti para mantenerles satisfechos. Primero les asustan asegurando que eres capaz de vencer a algunos de sus mejores jugadores y luego, cuando acaben contigo en la primera ronda como es muy probable que ocurra, habrán logrado tranquilizar al Imperio dándole una nueva prueba de que la Cultura no es algo que deban tomarse muy en serio. Oh, tenemos mucha propensión a los errores y se nos humilla con facilidad, ya sabes...

Gurgeh contempló a la unidad con los ojos entrecerrados.

–Así que crees que van a eliminarme en la primera ronda, ¿eh? –dijo en el tono de voz más tranquilo de que fue capaz.

–Oh. Disculpa. –La diminuta unidad se balanceó en el aire–. ¿Te he ofendido? Bueno, yo sólo daba por supuesto que... En fin, te he visto jugar y... Quiero decir que...

La máquina se calló.

Gurgeh se quitó la túnica y la dejó caer al suelo.

–Creo que voy a darme un baño –dijo.

La máquina vaciló durante unos segundos, cogió la túnica con un campo y salió a toda velocidad del compartimento. Gurgeh tomó asiento en la cama y se frotó la barba.

La unidad no le había ofendido. Gurgeh tenía sus propios secretos, y estaba seguro de que podía jugar un poco mejor de lo que Contacto esperaba. Sabía que durante los últimos cien días a bordo de la
Factor limitativo
había estado funcionando a medio gas. No había intentado perder o cometer errores deliberadamente, pero su concentración tampoco había llegado al punto que tenía la intención de alcanzar cuando empezaran los juegos.

No estaba muy seguro del porqué había actuado de esa forma, pero tenía la sensación de que no debía permitir que Contacto lo supiera todo. Era como si necesitara guardarse algo para él solo. Era una pequeña victoria contra ellos, un jueguecito, un gesto en un tablero de importancia secundaria..., un golpe asestado contra los elementos y los dioses.

El Gran Palacio de Groasnachek se encontraba junto al caudaloso río de aguas fangosas que había dado su nombre a la ciudad. Aquella noche serviría de marco a un gran baile al que acudirían las personas más importantes de entre las que tomarían parte en el juego del Azad durante los seis meses próximos.

Gurgeh y la unidad fueron llevados hasta allí en un vehículo terrestre que se desplazó por espaciosos bulevares flanqueados de árboles iluminados por farolas situadas en postes de gran altura. Gurgeh iba sentado en la parte de atrás con Pequil, quien ya estaba dentro cuando el vehículo llegó al hotel. El vehículo era conducido por un macho uniformado, quien parecía el único responsable de controlar la máquina. Gurgeh intentó no pensar en accidentes y colisiones. Flere-Imsaho había vuelto a ponerse su voluminoso disfraz y estaba posado en el suelo del vehículo zumbando discretamente y atrayendo las fibras sueltas de la alfombrilla que cubría el suelo.

El palacio no era tan inmenso como Gurgeh había esperado, aunque sus dimensiones resultaban impresionantes. El mobiliario y los adornos eran muy opulentos y había luces por todas partes, y la multitud de torres y pináculos sostenían estandartes de gran tamaño cubiertos de dibujos y símbolos multicolores que oscilaban sinuosamente como si fueran abigarradas olas heráldicas que se movían lentamente con el cielo negro y naranja como telón de fondo.

El patio cubierto con un dosel en el que se detuvo el vehículo albergaba un inmenso estrado dorado sobre el que ardían doce mil velas de varios tamaños y colores, una por cada persona inscrita en los juegos. El baile contaría con algo más de un millar de invitados, la mitad de ellos jugadores; el resto estaba compuesto por una mayoría de acompañantes de éstos, funcionarios, sacerdotes, militares y burócratas que estaban lo bastante satisfechos con su posición actual para no querer competir y que habían alcanzado un rango lo suficientemente alto para tener la seguridad de que no serían desplazados de él por muy brillante que fuera la actuación de sus subordinados en los juegos.

Los mentores y administradores de los colegios azadianos –las instituciones donde se enseñaba el juego– completaban el resto de asistentes al baile, y tampoco tenían que tomar parte en la competición.

La noche era un poco demasiado cálida para el gusto de Gurgeh. La atmósfera olía a ciudad, y no soplaba ni una ráfaga de viento. La túnica era pesada y sorprendentemente incómoda. Gurgeh se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar hasta poder marcharse del baile sin que sus anfitriones se sintieran insultados. Entraron en el palacio por un umbral inmenso. Las enormes puertas de un metal reluciente incrustadas de joyas estaban abiertas de par en par. Los vestíbulos y salones que atravesaron brillaban con los reflejos despedidos por los suntuosos adornos colocados en el centro de las mesas o suspendidos de las paredes y el techo.

Los invitados eran tan fabulosos como el ambiente que les rodeaba. Las hembras –parecía haber un gran número de ellas– iban cargadas de joyas y vestían trajes tan soberbios como extravagantemente adornados. Gurgeh observó las dimensiones que alcanzaba la parte inferior de aquellos trajes en forma de campana y pensó que si debía guiarse por ellas la anchura de sus cuerpos tenía que ser prácticamente igual a su altura. Las mujeres iban de un lado a otro envueltas en el susurro de la tela y los destellos de las joyas, y emitían vaharadas de perfumes fortísimos. Muchas de las personas junto a las que pasó le miraron de soslayo, le observaron sin demasiado disimulo o llegaron a quedarse inmóviles para contemplar a Gurgeh y la chisporroteante y ruidosa unidad que flotaba a su lado.

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