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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (30 page)

–Lo lamentarás –dijo la unidad–. Hasta ahora has actuado con mucha prudencia. No has salido del módulo y no te has metido en ningún lío, pero si empiezas a comportarte de una forma tan casquivana...

–¿«Casquivana»? –Gurgeh alzó los ojos hacia la unidad. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo difícil que resultaba mirar de arriba abajo a un objeto que sólo medía unos centímetros–. Oye, unidad, no sabía que fueras mi madre.

–Estoy intentando actuar de la forma más correcta y prudente –dijo la máquina subiendo un poco el tono de voz–. Te encuentras en una sociedad extraña, no eres una persona que sepa llevarse muy bien con la gente y en cuanto a Za te aseguro que no encaja con mi idea de...

–¡Maldita caja de chatarra! –exclamó Gurgeh.

Se puso en pie y desconectó la holopantalla..

La unidad dio un salto en pleno aire y se apresuró a retroceder.

–Vamos, vamos, Jernau Gurgeh...

–No intentes el truquito del «vamos, vamos» conmigo, odiosa sumadora condescendiente, y no te des tantos humos. Si quiero salir a divertirme una noche saldré. Y, francamente, la idea de tener algo de compañía humana para variar me parece más atractiva a cada momento que pasa. –Extendió el brazo y apuntó con un dedo a la máquina–. No vuelvas a leer mi correspondencia y no te tomes la molestia de escoltarnos esta noche. –Pasó rápidamente junto a la unidad y fue en dirección a su compartimento–. Voy a darme una ducha. ¿Por qué no te largas a observar unos cuantos pájaros?

Gurgeh salió de la sala hecho una furia. La diminuta unidad se quedó inmóvil durante unos momentos.

–Ooops –dijo por fin en voz baja como si hablara consigo misma.

Osciló de un lado a otro con un movimiento vagamente parecido a un encogimiento de hombros y se alejó a toda velocidad envuelta en un débil resplandor rosado.

–Echa un traguito de esto –dijo Za.

El vehículo de superficie corría por las calles de la ciudad deslizándose bajo el cielo enrojecido del crepúsculo.

Gurgeh aceptó la petaca y bebió.

–No es tan bueno como el
grif
, pero cumple su función –dijo Za y recuperó la petaca. Gurgeh tosió–. ¿Dejaste que ese
grif
surtiera efecto en el baile o no?

–No –admitió Gurgeh–. Lo hice pasar de largo. Quería tener la cabeza despejada.

–Oh, vaya... –dijo Za, y puso cara de abatimiento–. Eso quiere decir que habría podido beber un poco más del que bebí, ¿no? –Se encogió de hombros, sonrió y le dio unas palmaditas en el codo–. Eh, por cierto... Mis felicitaciones. Por tu victoria, ya sabes.

–Gracias.

–Ha sido una lección que no olvidarán. Chico, menuda sorpresa les diste... –Za meneó la cabeza y le contempló con admiración. Su larga cabellera castaña se deslizó sobre la parte superior de su holgada túnica como si fuera una masa de humo que había adquirido peso de repente–. Al principio me pareció que eras un perdedor de primera categoría, J-G, y confieso que te archivé en el cajón correspondiente, pero ahora veo que eres un hombre de muchos recursos.

Le guiñó un ojo y sonrió.

Gurgeh contempló el rostro jovial de Za durante unos momentos sin saber muy bien cómo debía reaccionar, pero acabó sonriendo. Le quitó la petaca de entre los dedos y se la llevó a los labios.

–Por los hombres de muchos recursos –dijo.

–Amén, maestro.

Hubo un tiempo en que el Agujero se encontraba en los arrabales de la ciudad, pero ahora era otra parte más de un distrito urbano. El Agujero era un vasto conjunto de cavernas artificiales excavadas en la pizarra varios siglos antes para almacenar gas natural. El gas se había agotado hacía mucho tiempo, la ciudad utilizaba otras formas de energía y el conjunto de enormes cavernas unidas las unas a las otras había sido colonizado, primero por los pobres de Groasnachek y luego (mediante un lento proceso de osmosis y desplazamiento, como si el comportamiento del gas natural y el de los seres humanos fuera prácticamente idéntico) por sus criminales y fuera de la ley y, finalmente aunque no del todo, por los nativos de otras especies y el cortejo de locales que dependía de ellos, con lo que las cavernas se habían convertido en algo a lo que sólo le faltaba el nombre para ser un auténtico ghetto de extranjeros.

El vehículo en el que viajaban Gurgeh y Za entró en lo que había sido un gigantesco cilindro para el almacenaje del gas y que ahora albergaba dos rampas en forma de espiral que servían para que los vehículos de superficie y de otros tipos entraran y salieran del Agujero. El cilindro seguía estando básicamente vacío, y el centro de aquella inmensa estructura que vibraba continuamente con un sinfín de ecos estaba ocupado por un conjunto de ascensores de varios tamaños que subían y bajaban por entre armazones improvisadas de tubos, cañerías y vigas.

Las superficies interior y exterior del gigantesco gasómetro brillaban bajo el arcoiris creado por las luces y el parpadeo irreal de las imágenes grotescamente exageradas ofrecidas por los hologramas publicitarios. La gente iba y venía por el primer nivel de aquel cruce entre torre y caverna, y el aire estaba saturado de gritos, alaridos, voces que discutían y regateaban y rugidos de motores y maquinaria. Gurgeh observó al gentío y los puestos y tiendas que pasaban junto a ellos antes de que el vehículo inclinara el morro e iniciara su largo descenso. Un extraño olor entre dulzón y acre se fue filtrando por las rejillas del sistema del aire acondicionado y lo invadió como si fuera el aliento humeante de aquel lugar.

Dejaron el vehículo en un túnel larguísimo de techo bastante bajo cuya atmósfera estaba llena de humo y gritos. La galería apenas si podía acoger a los vehículos de muchas formas y tamaños que gruñían y siseaban abriéndose paso entre los enjambres de personas como inmensos animales vadeando torpemente un mar de insectos. Za cogió a Gurgeh de la mano y su vehículo se puso en marcha dirigiéndose hacia la rampa de subida. Fueron avanzando por entre las multitudes de azadianos y otros humanoides yendo hacia la boca de un túnel envuelto en una débil claridad verdosa.

–Bueno, ¿qué te parece el lugar? –gritó Za.

–Está un poco lleno, ¿no?

–¡Pues tendrías que verlo un día de fiesta!

Gurgeh miró a su alrededor. Tenía la sensación de ser invisible, como si se hubiera convertido en un fantasma. Se había acostumbrado a ser el centro de la atención, un fenómeno al que todos contemplaban boquiabiertos con cara de asombro mientras procuraban mantenerse a una buena distancia de él; y de repente ahora se encontraba rodeado por personas que no se fijaban en él y apenas si le lanzaban alguna que otra mirada fugaz. Le empujaban, tropezaban con él, le apartaban y le rozaban sin que les importara lo más mínimo tocarle.

Y había tanta variedad, incluso en la enfermiza luz verde mar de aquel túnel, tantos tipos físicos distintos mezclados con los azadianos que ya se estaba acostumbrando a ver... Reconoció a unos cuantos alienígenas que su memoria de las variedades pan-humanas encontró vagamente familiares, pero la mayoría eran salvajemente distintos a cuanto había visto hasta entonces. Gurgeh pronto perdió la cuenta de las variaciones en miembros, estatura, corpulencia, fisionomía y aparato sensorial con que se fue encontrando durante aquel breve recorrido por el túnel.

Salieron del calor del túnel y entraron en una inmensa caverna brillantemente iluminada que tendría un mínimo de ochenta metros de altura y la mitad de anchura. Las paredes de color crema se alejaban en ambas direcciones durante medio kilómetro o más y terminaban en grandes arcos laterales rodeados de luces que llevaban a otras galerías. El suelo estaba lleno de tiendas y edificios que parecían chozas, paneles y pasarelas cubiertas, puestos, quioscos y placitas cuadradas con fuentes y toldos a rayas de muchos colores. Las lámparas colgadas en los cables atados a los postes bailoteaban de un lado para otro, y las luces principales ardían en las lejanas bóvedas del techo inundándolo todo con una luz entre marfileña y plateada. Los lados de la galería casi quedaban ocultos por edificios de varios niveles y pasarelas suspendidas de las paredes o del techo, y había tramos enteros de pared de un gris mugriento puntuados por los agujeros irregulares de las ventanas, balcones, terrazas y puertas. Los ascensores y poleas crujían y chirriaban llevando a sus pasajeros hasta los niveles superiores o bajándolos hasta aquella superficie atestada de objetos y personas.

–Por aquí –dijo Za.

Avanzaron por las angostas calles del suelo de la galería hasta llegar a la pared, subieron por una escalera de madera de peldaños bastante anchos pero no muy seguros y fueron hacia una gruesa puerta también de madera protegida por una reja metálica y un par de siluetas de gran corpulencia. Una era un macho azadiano y la otra pertenecía a una especie que Gurgeh no consiguió identificar. Za les saludó con la mano y la reja metálica fue subiendo sin que ninguno de los dos guardias pareciese haber hecho nada. La puerta giró lentamente sobre sus goznes, y Gurgeh y Za abandonaron la caverna llena de ecos para internarse en un túnel sumido en la penumbra. Las paredes estaban ocultas por paneles de madera y la gruesa alfombra que cubría el suelo hacía que el túnel resultara bastante silencioso, sobre todo comparado con el tumulto de la caverna.

Las luces de la caverna fueron desapareciendo a su espalda y una débil claridad color cereza empezó a atravesar la capa de yeso tan delgada como una oblea que cubría la curvatura del techo. Los paneles de madera parecían bastante gruesos, eran oscuros como el alquitrán y estaban calientes al tacto. Gurgeh empezó a oír los ecos ahogados de la música por delante de ellos.

Otra puerta; una mesa en una pequeña habitación donde dos ápices les contemplaron sin demasiado interés y acabaron dignándose sonreír a Za, quien les entregó un par de bolsitas de cuero. La puerta se abrió. Za y Gurgeh cruzaron el umbral para encontrarse con la luz, la música y el ruido que había más allá.

El espacio en el que entraron era una dimensión regida por la confusión y el desorden, y no había forma de decidir si se trataba de una sola estancia subdividida y repartida en un caos de varios niveles o una profusión de galerías y habitaciones más pequeñas que se habían acabado juntando unas con otras. El lugar estaba lleno de gente y la atmósfera vibraba con los ecos estridentes de la música atonal. Las espesas capas de humo que flotaban lentamente de un lado a otro podrían haber hecho pensar que estaba ardiendo, pero el humo tenía un olor dulzón y casi perfumado.

Za guió a Gurgeh por entre el gentío hasta una cúpula de madera situada a un metro de distancia de una pequeña pasarela cubierta. Desde la cúpula se dominaba una especie de escenario situado a un nivel inferior. El escenario estaba rodeado por pequeños palcos circulares y por varias zonas con asientos y bancos, todos ellos ocupados y con una considerable mayoría de azadianos.

En el pequeño escenario de forma más o menos circular que había debajo se veía a un alienígena bajito y no muy corpulento –o, al menos, a una criatura de esas características que apenas entraba en la categoría de pan-humana–, que luchaba o, quizá, copulaba con una hembra azadiana dentro de una temblorosa bañera llena de un fango rojizo del que se desprendían hilillos de humo. El conjunto parecía estar rodeado por un campo de baja gravedad. Los espectadores gritaban, aplaudían y no paraban de beber.

–Oh, estupendo –dijo Za–. La diversión acaba de empezar.

–¿Están jodiendo o se pelean? –preguntó Gurgeh.

Puso los codos sobre la barandilla y bajó la vista hacia el confuso montón de carne convulsa que eran el alienígena y la mujer.

Za se encogió de hombros.

–¿Qué importa eso?

Una camarera –una hembra azadiana que sólo vestía un trocito de tela alrededor de la cintura– acudió a una señal de Za y les preguntó qué querían beber. Llevaba los cabellos peinados en forma de bola y el holograma de llamas azules y amarillas que los envolvía producía la ilusión de que estaban ardiendo.

Gurgeh apartó la mirada del escenario. La mujer logró que el alienígena saliera dando vueltas por los aires y se lanzó sobre él haciéndole desaparecer debajo del fango humeante. El público sentado detrás de Gurgeh acogió la proeza con un murmullo colectivo de admiración.

–¿Vienes aquí muy a menudo? –preguntó Gurgeh.

Za dejó escapar una ruidosa carcajada.

–No. –Sus verdes pupilas chispearon–. Pero me voy con mucha frecuencia
[2]
.

–¿Es el sitio donde te relajas?

Za meneó la cabeza enfáticamente.

–Por supuesto que no. Es un error muy extendido. Hay mucha gente convencida de que la diversión resulta relajante. Si te relaja es señal de que no te estás divirtiendo como deberías, y el Agujero ha sido concebido precisamente con el fin de que te diviertas. Diversión y juegos... Se calma un poco durante el día, pero incluso entonces hay horas en que también puede ser bastante salvaje. Los festivales de bebida suelen ser los peores, pero creo que esta noche no habrá ningún problema. La atmósfera está bastante tranquila.

El público gritó. La mujer tenía agarrado al pequeño alienígena por el cuello y le mantenía el rostro debajo del fango. El alienígena se debatía desesperadamente.

Gurgeh se volvió hacia el escenario. Los movimientos del alienígena se fueron debilitando a medida que la mujer desnuda le obligaba a ir hundiendo la cabeza en el burbujeante fango rojo. Gurgeh miró a Za.

–Parece que se estaban peleando.

Za volvió a encogerse de hombros.

–Puede que nunca lleguemos a saberlo.

Apoyó los codos en la barandilla justo cuando la mujer hacía que el ahora fláccido cuerpo del alienígena se hundiera unos centímetros más en el fango.

–¿Le ha matado? –preguntó Gurgeh.

El público había empezado a gritar y los más entusiastas pateaban y golpeaban las mesas con los puños. Gurgeh tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

–No –dijo Shohobohaum Za meneando la cabeza–. El pequeñajo es un uhnircal. –Za movió la cabeza señalando hacia abajo. La mujer estaba usando una mano para mantener sumergido a su contrincante y alzó la otra en un gesto de triunfo mientras sus ojos llameantes se clavaban en el público que no paraba de gritar–. ¿Ves esa cosita negra que asoma por ahí?

Gurgeh miró en la dirección que le indicaba y logró distinguir una pequeña protuberancia negra que asomaba del barro rojo.

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