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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (45 page)

–Oh, cállate, máquina.

No tardaron en descubrir que podrían haber prescindido del regreso al módulo, pues no había nada más que recoger. Gurgeh se quedó inmóvil en el centro de la salita contemplando lo que le rodeaba mientras acariciaba su brazalete Orbital, y comprendió que su impaciencia por llegar a Ecronedal y empezar las partidas de la última ronda era muy superior a la que pudiera sentir cualquier otro jugador clasificado. La presión desaparecería en cuanto pusiera los pies sobre el Planeta de Fuego. No tendría que seguir soportando los insultos de la prensa y al horrible público del Imperio, y podría cooperar con el Imperio para producir unas noticias falsas de lo más convincente, con lo que la probabilidad de que hubiera más apuestas basadas en la opción física quedaba prácticamente reducida a cero. Sí, iba a pasarlo muy estupendamente...

Flere-Imsaho se alegró de que el hombre estuviera empezando a superar los efectos de haber echado un vistazo a lo que había detrás de la fachada que el Imperio enseñaba a sus huéspedes. Gurgeh ya casi había vuelto a ser el de antes, y los días pasados en la residencia de Hamin parecían haber servido para relajarle considerablemente; pero la unidad era consciente de que había cambiado un poco. El cambio era tan pequeño que no lograba definirlo con precisión, pero sabía que estaba allí.

No volvieron a ver a Shohobohaum Za. El embajador se había marchado para emprender un viaje por la «parte alta», estuviera donde estuviese. Za le envió un breve saludo al que añadió una nota aún más breve en marain diciéndole que si conseguía poner las zarpas sobre algo de
grif.

Antes de partir Gurgeh preguntó al módulo qué había sido de la chica a la que conoció hacía ya varios meses en el gran baile. Seguía sin acordarse de su nombre, pero si el módulo podía proporcionarle una lista de las hembras que habían sobrevivido a la primera ronda estaba seguro de que lograría reconocerlo... El módulo no entendió lo que deseaba, y Flere-Imsaho les dijo a los dos que sería mejor que lo olvidaran.

Todas las hembras habían sido eliminadas en la primera ronda.

Pequil les acompañó al espaciopuerto. Su brazo ya estaba completamente curado. Gurgeh y Flere-Imsaho se despidieron del módulo y lo vieron alzarse por los aires hasta desaparecer con rumbo hacia el punto de cita con la
Factor limitativo
. También se despidieron de Pequil –quien estrechó la mano de Gurgeh entre las suyas–, y subieron a la lanzadera.

Gurgeh vio como Groasnachek iba alejándose a popa. La ciudad se inclinó bruscamente a un lado y la aceleración intentó incrustarle en su asiento. El paisaje giró sobre sí mismo y se estremeció. La lanzadera salió disparada hacia los cielos cubiertos de calina.

Todas las pautas y formas fueron emergiendo poco a poco y quedaron reveladas durante un tiempo antes de que la distancia cada vez mayor, los vapores, el polvo y la suciedad de la urbe se combinaran con el ángulo de su ascensión para hacerlas desaparecer.

La confusa y caótica existencia que albergaba no lograba impedir que las partes del paisaje parecieran formar un conjunto pacífico y ordenado, aunque Gurgeh sabía que era una ilusión y que tardaría muy poco tiempo en desvanecerse. La distancia hizo que las dislocaciones locales e individuales se esfumaran y, visto desde una gran altura –allí donde casi todo se limitaba a desplazarse de un lado a otro sin permanecer inmóvil durante mucho tiempo–, el paisaje tenía todo el aspecto de un gigantesco organismo desprovisto de mente y decidido a ocupar todo el espacio disponible.

Tercera parte: Machina ex machina

Hasta ahora todo parece ir bien. Nuestro jugador ha vuelto a tener suerte, pero supongo que se habrán dado cuenta de que ya no es el mismo hombre de antes. ¡Ah, estos humanos!

Pero estoy decidido a ser consistente. Aún no les he dicho quién soy, y tampoco voy a hacerlo ahora. Puede que más tarde.

Quizá.

Y, de todas formas, ¿qué importa la identidad? Tengo mis dudas al respecto. Somos lo que nacemos, no lo que pensamos. Sólo las interacciones cuentan (no, aquí no hay ningún problema con el libre albedrío; el libre albedrío no es incompatible con el creer que tus acciones te definen). Y, de todas formas, ¿qué es el libre albedrío? Azar. El factor aleatorio. Si no eres predecible entonces, naturalmente, todo el problema se desvanece. ¡Qué frustrantes pueden llegar a ser las personas que son incapaces de comprenderlo!

Incluso un humano debería ser capaz de comprender lo que es obvio.

Lo que importa es el resultado, no la forma en que se consiga (a menos, naturalmente, que el proceso de conseguir el resultado consista en una serie de resultados). ¿Qué importa el que una mente esté compuesta por un montón de inmensas células animales viscosas y blandas que trabajan a la velocidad del sonido (¡en el aire!) o por una nanoespuma reluciente de reflectores y pautas de coherencia holográfica que funciona a la velocidad de la luz? (Y, por supuesto, será mejor que no intentemos pensar en la mente de una Mente.) Tanto la una como la otra son máquinas, organismos que cumplen la misma función.

Todo se reduce a la materia y al cambiar de sitio energía de una u otra clase.

Cambios de posición. Memoria. El elemento aleatorio que es el azar y al que se llama elección: todos son comunes denominadores.

Vuelvo a repetirlo para que quede claro. Eres lo que haces. Una mezcla de dinámica y (mala) conducta, ése es mi credo.

¿Gurgeh? Oh, sus sistemas de intercambio de datos están haciendo cosas raras. Piensa de una forma diferente a la que era habitual en él y su comportamiento se ha alterado. Es una persona distinta. Ha visto las peores salchichas que pueden salir de una picadora de carne llamada ciudad, se lo ha tomado como una especie de ofensa personal y quiere vengarse.

Y ahora vuelve a estar viajando por el espacio con la cabeza llena de reglas y conceptos del Azad, su cerebro adaptado y adaptándose a las pautas eternamente cambiantes de ese conjunto de reglas y posibilidades feroz, fascinante y capaz de abarcarlo todo, y está siendo trasladado al santuario más chirriantemente simbólico del Imperio. Ecronedal, el lugar de la ola de llamas en equilibrio milagroso, el Planeta de Fuego...

Debemos preguntarnos si nuestro héroe logrará salir triunfante y no sólo eso, también debemos preguntarnos si ese triunfo es posible o no. Y, de todas formas, ¿qué se consideraría como victoria en este caso?

¿Cuánto le falta por aprender? ¿Qué hará con semejantes conocimientos una vez los haya adquirido? Y, más importante aún, ¿qué harán ellos con él?

Tenemos que esperar y ver. El tiempo nos dará la respuesta a todas esas preguntas.

Maestro, puede continuar...

Ecronedal estaba a veinte años luz de Eá. Cuando llevaba recorrida la mitad del trayecto la Flota Imperial abandonó la zona de polvo que se encontraba entre el sistema de Eá y la dirección de la galaxia principal, y la gigantesca espiral se desplegó por el cielo como si fuera un millón de joyas atrapadas en un remolino.

Gurgeh tenía muchas ganas de llegar al Planeta de Fuego. Empezaba a tener la impresión de que el viaje no terminaría nunca, y la nave en que lo estaba haciendo no era muy espaciosa. Pasaba la mayor parte del tiempo en su camarote. Los burócratas, funcionarios imperiales y jugadores que viajaban en la nave le trataban con un nada disimulado desprecio y aparte de un par de breves viajes en lanzadera al crucero
Invencible
–el navío insignia imperial–, para asistir a recepciones, Gurgeh prescindió por completo de la vida social.

El viaje de doce días transcurrió sin ninguna clase de incidentes y por fin llegaron a Ecronedal, un planeta que orbitaba una enana amarilla en un sistema de lo más ordinario. Ecronedal era un mundo habitable por los humanos que sólo poseía una peculiaridad digna de ser mencionada.

Que los planetas de rotación rápida tuvieran protuberancias ecuatoriales bastante marcadas no era algo demasiado raro, y las de Ecronedal eran comparativamente pequeñas, aunque habían bastado para producir un cinturón continental ininterrumpido situado más o menos entre los trópicos del planeta. El resto del globo estaba ocupado por dos grandes océanos cubiertos de hielo en los polos. Lo que resultaba único, tanto en la experiencia de la Cultura como en la del Imperio, era la muralla de fuego en perpetuo movimiento que se desplazaba sobre la masa de tierra continental.

Las llamas necesitaban la mitad de un año promedio para completar su recorrido del planeta. La muralla de fuego se deslizaba sobre la tierra rozando las aguas de los dos océanos con sus bordes e iba consumiendo las plantas que habían crecido exuberantemente sobre las cenizas del incendio anterior. El frente de la muralla formaba una línea recta casi perfecta. Todo el ecosistema terrestre había evolucionado alrededor de aquella conflagración perpetua. Algunas plantas sólo podían brotar abriéndose paso por una capa de cenizas que no se hubieran enfriado del todo después de que el calor hubiera activado sus semillas obligándolas a desarrollarse; otras florecían justo antes de la llegada de las llamas creciendo a toda velocidad en el breve intervalo de tiempo de que disponían antes de que las llamas cayeran sobre ellas y utilizaran las corrientes térmicas creadas por el fuego para que transportaran sus semillas hasta las capas superiores de la atmósfera, desde donde volverían a caer lentamente acudiendo a su cita con las cenizas. Todos los animales terrestres de Ecronedal estaban encuadrados en tres categorías: algunos se mantenían en continuo movimiento avanzando a una velocidad inalterable por delante del fuego, otros nadaban por sus fronteras oceánicas y un tercer grupo se escondía en cavernas, perforaba el suelo o sobrevivía en los lagos o los ríos utilizando una amplia gama de mecanismos.

Las aves sobrevolaban el planeta como si fueran un vendaval de plumas.

Durante once revoluciones el incendio apenas si llegaba a la categoría de un gran fuego de pradera. La revolución número doce alteraba espectacularmente su naturaleza.

El arbusto ceniciento era una planta bastante alta y de tallo muy delgado que crecía muy deprisa después de que sus semillas hubieran germinado. La planta no tardaba en desarrollar una base acorazada y parecía salir disparada hacia el cielo alcanzando una altura de diez metros o más en los doscientos días de que disponía antes de que las llamas volvieran a hacer acto de presencia, pero cuando aparecían el arbusto ceniciento no se consumía. La planta cerraba su extremo cubierto de hojas hasta que las llamas habían pasado y seguía creciendo sobre las cenizas. Once de aquellos bautismos entre las llamas y once Grandes Meses bastaban para que los arbustos cenicientos se convirtieran en árboles gigantescos cuya altura mínima estaba un poco por encima de los setenta metros. Después de eso su química interior producía la Estación del Oxígeno, que era seguida por la Incandescencia.

Y durante ese ciclo que se presentaba con una considerable brusquedad el fuego no caminaba, sino que echaba a correr. Dejaba de ser un incendio de pradera que abarcaba una gran extensión de terreno sin ser demasiado intenso –y, en algunos puntos, siendo incluso desdeñable–, para convertirse en un auténtico infierno. Los lagos desaparecían, los ríos se secaban, las rocas se desintegraban en aquel calor de horno. Los animales que habían evolucionado hasta desarrollar su sistema de esquivar o mantenerse por delante de las llamas de los Grandes Meses tenían que encontrar otro método de supervivencia. Había que correr lo bastante deprisa para acumular una ventaja tan considerable que permitiera no ser alcanzado por la Incandescencia; había que internarse en el océano o llegar a las escasas y casi siempre minúsculas islas cercanas a la costa o había que hibernar en las profundidades de los grandes sistemas cavernosos y los lechos de los ríos, lagos o fiordos más profundos. Las plantas también recurrían a nuevos sistemas de supervivencia, desde raíces más profundas hasta aumentar el grosor de las cáscaras que protegían sus semillas pasando por el alterar las semillas que viajarían en las corrientes termales preparándolas para vuelos más largos a mayor altura y el enfrentamiento posterior con el suelo calcinado que encontrarían en cuanto tomaran tierra.

El Gran Mes que seguía a la Incandescencia era indescriptible. La atmósfera estaba saturada de humo, cenizas y hollín, y el planeta se tambaleaba al borde de la catástrofe mientras las nubes de humo impedían el paso a los rayos del sol y la temperatura caía en picado. Las llamas seguían avanzando y se debilitaban hasta recobrar su intensidad habitual y la atmósfera se iba despejando poco a poco, los animales volvían a reproducirse, las plantas volvían a crecer y los viejos complejos de raíces hacían que los diminutos brotes de los arbustos cenicientos se fueran abriendo paso por entre las cenizas.

Los castillos imperiales de Ecronedal habían sido construidos para sobrevivir a los calores más terribles y los peores vientos que fuese capaz de producir la extraña ecología del planeta, y la mayor de aquellas fortalezas provistas de increíbles sistemas de riego y defensas contra el fuego, el Castillo Klaff, llevaba trescientos años sirviendo de marco a la última etapa de los juegos que, a ser posible, se desarrollaba coincidiendo con la Incandescencia.

La Flota Imperial llegó a Ecronedal a mediados de la Estación del Oxígeno. El navío insignia permaneció flotando sobre el planeta y las naves de guerra que lo escoltaban se dispersaron por los confines del sistema. Las naves que transportaban a los pasajeros permanecieron cerca del planeta hasta que el escuadrón de lanzaderas del
Invencible
hubo llevado a los jugadores, funcionarios de la corte, invitados y observadores hasta la superficie de Ecronedal y después emprendieron el viaje hacia un sistema cercano. Las lanzaderas hendieron la límpida atmósfera de Ecronedal y se posaron en el Castillo Klaff.

La fortaleza se encontraba sobre un promontorio rocoso situado junto a una hilera de colinas de piedra blanda muy desgastada por el tiempo desde las que se dominaba una gran llanura. Normalmente permitía contemplar una planicie cubierta de maleza que se extendía hasta perderse en el horizonte puntuada por las delgadas torres de los arbustos cenicientos en el estadio de crecimiento al que hubiesen llegado, pero ahora los arbustos cenicientos habían florecido y desarrollado ramas, y el dosel de hojas en continuo movimiento aleteaba sobre la planicie como si fuera un cielo repleto de nubes amarillas conectadas a la tierra, y los troncos de mayor tamaño se alzaban sobre el muro del castillo.

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