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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (49 page)

Su mariscal estelar le había ordenado destruir la biblioteca. El mismísimo Nicosar había incluido esa destrucción en uno de los primeros edictos que promulgó después de subir al trono. Las razas vasallas debían comprender que incurrir en las iras del Emperador llevaba consigo un castigo tan espantoso como inevitable.

Al Imperio le importaba un comino que uno de sus leales soldados quebrantara un acuerdo con una insignificante pandilla de alienígenas, pero Traff sabía que dar tu palabra era algo sagrado. Si faltaba a su palabra de honor nadie volvería a confiar en él.

Traff ya había dado con una solución. Resolvió el problema listando por orden alfabético todas las palabras contenidas en la biblioteca y los pixeles de cada ilustración fueron clasificados por orden de color, intensidad y matiz. Los microarchivos originales fueron borrados y acogieron un volumen tras otro de «el», «es» y «uno»; las ilustraciones quedaron convertidas en campos de colores puros.

Hubo algunos disturbios, claro está, pero Traff ya controlaba la situación y explicó a los irritados y –como se descubrió con el tiempo, literalmente– suicidas guardianes de la biblioteca y al Tribunal Supremo del Imperio que había sido fiel a la palabra dada pues no había destruido ni tomado como botín una sola palabra, imagen o archivo.

A mediados de la partida en el Tablero del Origen Gurgeh se dio cuenta de algo que le sorprendió mucho: Yomonul y Traff no se habían aliado para aniquilarle, sino que estaban luchando ferozmente el uno contra el otro. Jugaban como si estuvieran convencidos de que Gurgeh ganaría la partida hicieran lo que hiciesen, y se peleaban por conseguir el segundo puesto. Gurgeh sabía que no se apreciaban demasiado. Yomonul representaba a la vieja guardia militar y Traff a la nueva ola de aventureros jóvenes y osados. Yomonul era un exponente de la estrategia basada en la negociación y el mínimo uso de la fuerza; Traff de los ataques devastadores. Yomonul mantenía opiniones liberales en lo tocante al trato con otras especies; Traff era un xenófobo. Habían estudiado en colegios tradicionalmente rivales, y sus estilos de juego mostraban de forma muy clara todas las diferencias que les separaban. El estilo de Yomonul era meticuloso y relajado, el de Traff era agresivo hasta el punto de rozar la imprudencia temeraria.

Sus actitudes hacia el Emperador también eran distintas. Yomonul tenía una opinión tan fría como práctica de lo que representaba el trono, mientras que la lealtad de Traff casi podía considerarse fanática, aunque iba bastante más dirigida a la persona de Nicosar que al trono en el que estaba sentado. Cada uno odiaba profundamente las creencias del otro.

Gurgeh estaba enterado de todo eso, pero no había esperado que le prestaran tan poca atención y se lanzaran el uno al cuello del otro. Volvió a sentirse levemente desilusionado y a tener la sensación de que le habían robado la partida con que tanto esperaba disfrutar. La única compensación fue que el salvajismo que impregnaba los movimientos de los dos militares enfrentados era algo digno de verse y no se podía negar que resultaba impresionante, aunque también un tanto inquietante. Todo aquel desperdicio de energías que sólo podía acabar en la autodestrucción... La partida resultó un paseo durante el que Gurgeh fue acumulando puntos tranquilamente mientras los dos militares luchaban entre sí. Iba a ganar, pero no pudo evitar la sensación de que sus adversarios estaban disfrutando mucho más que él. Pensaba que utilizarían la opción física, pero Nicosar prohibió que se empleara durante la partida. Sabía que los dos jugadores se odiaban con una intensidad casi patológica, y no quería correr el riesgo de que ese odio le privara de los servicios de ninguno de ellos.

Gurgeh estaba almorzando sin apartar los ojos de la pantalla incorporada a la mesa. Era el tercer día de partida en el Tablero del Origen. Aún faltaban unos minutos para el inicio de la siguiente sesión y Gurgeh estaba solo en la mesa viendo los noticiarios que mostraban lo bien que estaba jugando Lo Tenyos Krowo en su partida contra Yomonul y Traff. Quien se hubiera encargado de imitar el estilo del ápice –Gurgeh sabía que Krowo se había negado a tener la más mínima relación con aquella superchería– estaba haciendo un trabajo excelente. Todos los movimientos encajaban a la perfección con el estilo del jefe de la Inteligencia Naval. Gurgeh sonrió levemente.

–¿Pensando en su próxima e inminente victoria, Jernau Gurgeh? –preguntó Hamin mientras tomaba asiento delante de él.

Gurgeh hizo girar la pantalla.

–Es un poco pronto para eso, ¿no le parece?

El viejo y calvo ápice observó la pantalla y sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible.

–Hmmm. ¿Eso cree?

Hamin alargó el brazo y desactivó la pantalla.

–Las cosas siempre pueden cambiar, Hamin.

–Cierto, Gurgeh... Las cosas siempre pueden cambiar, pero creo que el curso de esta partida no sufrirá ninguna variación. Yomonul y Traff seguirán ignorándole y se atacarán el uno al otro. Acabará venciendo.

–Bueno, entonces... –dijo Gurgeh contemplando la superficie mate de la pantalla–. Krowo tendrá que jugar con Nicosar, ¿no?

–Sí, Krowo puede jugar con Nicosar. Podemos crear una partida que cubra esa eventualidad. Pero usted no debe jugar con el Emperador.

–¿No debo? –preguntó Gurgeh–. Creía haber hecho todo lo que deseaban de mí. ¿Qué más puedo hacer?

–Negarse a jugar con el Emperador.

Gurgeh clavó la mirada en las pupilas gris claro del viejo ápice. Cada ojo estaba rodeado por una red de arrugas muy finas. Los ojos de Hamin le devolvieron la mirada sin alterarse en lo más mínimo.

–¿Cuál es el problema, Hamin? Ya no soy una amenaza.

Hamin alisó la suave tela de una de sus mangas.

–¿Quiere que le confiese una cosa, Jernau Gurgeh? Odio las obsesiones. Son tan..., tan cegadoras. Creo que es la palabra más adecuada, ¿no le parece? –Hamin sonrió–. Estoy empezando a preocuparme por mi Emperador, Gurgeh. Sé lo mucho que desea demostrar que merece estar sentado en el trono y que es digno del puesto que ha estado ocupando durante los últimos dos años. Creo que se conformará con eso, pero también sé que lo que realmente desea y lo que siempre ha deseado es jugar contra Molsce y ganar. Y, naturalmente, eso ya no es posible... El Emperador ha muerto, Jernau Gurgeh, larga vida al Emperador. Surge de entre las llamas y todo eso..., pero creo que cuando le mira ve al viejo Molsce y tiene la sensación de que usted es el adversario al que debe enfrentarse y al que ha de vencer. El alienígena, el hombre de la Cultura, el
morat
, el-que-juega... Y no estoy seguro de que sea una buena idea. No es necesario, ¿comprende? Estoy convencido de que perdería, pero... Como ya le he dicho, las obsesiones siempre consiguen ponerme nervioso. Sería mejor para todas las partes implicadas que nos hiciera saber lo más pronto posible que va a abandonar los juegos.

–¿Y privar a Nicosar de la oportunidad de vencerme?

Su tono de voz indicaba tanto sorpresa como diversión.

–Sí. Prefiero que siga teniendo la sensación de que aún le queda algo por demostrar ante los ojos del Imperio. Eso no le hará ningún daño.

–Pensaré en ello –dijo Gurgeh.

Hamin le observó en silencio durante unos momentos.

–Espero que comprenda lo franco que he sido con usted, Jernau Gurgeh. Sería una lástima que tal honestidad no fuera reconocida..., y recompensada como se merece.

Gurgeh asintió.

–Sí, estoy seguro de ello.

Un sirviente cruzó el umbral y anunció que la sesión estaba a punto de empezar.

–Discúlpeme, rector –dijo Gurgeh poniéndose en pie. Los ojos del viejo ápice siguieron sus movimientos–. El deber me llama.

–Obedezca su llamada –dijo Hamin.

Gurgeh se quedó inmóvil durante unos momentos contemplando al viejo ápice marchito sentado al otro extremo de la mesa. Después giró sobre sí mismo y se marchó.

Hamin clavó los ojos en la pantalla desactivada que tenía delante como si estuviera absorto en una fascinante partida invisible que sólo él podía ver.

Gurgeh ganó tanto en el Tablero del Origen como en el Tablero de la Forma. La feroz lucha entre Traff y Yomonul siguió desarrollándose, y la ventaja tan pronto correspondía al uno como al otro. Traff llegó al Tablero del Cambio con una ligera ventaja sobre el otro ápice. Gurgeh les llevaba una delantera tan grande que era prácticamente invulnerable, lo que le permitió relajarse dentro de su fortaleza y contemplar la guerra total librada a su alrededor hasta que el final de ésta le indicó que había llegado el momento de salir de sus inexpugnables posiciones para acabar con las agotadas fuerzas del vencedor. Parecía la única salida justa, aparte de que también era la más cómoda. Gurgeh dejó que los chicos se divirtieran hasta quedar agotados, impuso el orden y volvió a guardar los juguetes dentro de la caja.

Pero, naturalmente, aquello sólo era una pálida imitación de una auténtica partida de Azad.

–¿Está complacido o se siente disgustado, señor Gurgeh?

El Mariscal Estelar Yomonul fue hacia Gurgeh y le hizo esa pregunta durante una pausa en el juego pedida por Traff para aclarar una duda sobre las reglas con su Adjudicador. Gurgeh estaba de pie pensando con los ojos clavados en el tablero y no había visto acercarse al ápice aprisionado dentro del exoesqueleto. Alzó los ojos poniendo cara de sorpresa y vio al mariscal estelar delante de él. Su rostro lleno de arrugas asomaba con una expresión levemente divertida por entre la jaula de titanio y acero al carbono que lo aprisionaba. Hasta aquel momento ninguno de los dos soldados le había prestado ni la más mínima atención.

–¿Por haber quedado excluido de la auténtica partida? –preguntó Gurgeh.

El ápice alzó un brazo rodeado de varillas metálicas y señaló el tablero.

–Sí, y porque la victoria le resulte tan fácil. ¿Busca la victoria o el desafío?

La máscara esquelética del ápice se agitaba a cada movimiento de la mandíbula.

–Preferiría disfrutar de ambas cosas –admitió Gurgeh–. Incluso he pensado en tomar parte como tercera fuerza o como aliado de un bando o de otro..., pero esto tiene todo el aspecto de ser una guerra personal, ¿verdad?

El ápice sonrió y la jaula que rodeaba su cabeza asintió lentamente como si supiera muy bien de qué estaba hablando.

–Lo es –dijo–. Su situación actual es tan envidiable como segura. Si yo fuera usted no la cambiaría por otra.

–¿Y usted? –le preguntó Gurgeh–. Parece estar llevando la peor parte, al menos por ahora.

Yomonul sonrió. La máscara-jaula ondulaba y se flexionaba siguiendo hasta el más leve de sus gestos.

–Jamás lo había pasado tan bien, y aún me quedan unas cuantas sorpresas y trucos que harán sudar al jovencito. Pero me siento un poco culpable por permitir que siga adelante sin apenas ningún esfuerzo. Si se enfrenta a Nicosar y gana nos pondrá a todos en una situación muy incómoda.

Gurgeh expresó una cierta sorpresa.

–¿Cree que podría vencerle?

–No. –Estar encerrado en aquella jaula de metal oscuro que amplificaba todos sus movimientos y expresiones hizo que el gesto del ápice resultara todavía más enfático–. Cuando no le queda más remedio Nicosar siempre da lo mejor de sí mismo y si da lo mejor de sí mismo... Le vencerá. Siempre que no sea demasiado ambicioso, claro. No, estoy seguro de que le vencerá porque usted es una auténtica amenaza, y Nicosar siempre ha sabido respetar las amenazas y enfrentarse a ellas como se merecen. Pero... Ah... –El mariscal estelar se dio la vuelta. Traff acababa de cruzar el tablero para mover un par de piezas, después de lo cual hizo una exagerada reverencia a Yomonul. El mariscal estelar se volvió hacia Gurgeh–. Veo que ha llegado mi turno de jugar. Discúlpeme.

Yomonul volvió a su guerra privada.

Uno de los trucos a que se había referido quizá fuera el de conseguir que Traff creyera que su conversación con Gurgeh había tenido como objetivo conseguir la ayuda del hombre de la Cultura, pues durante los movimientos siguientes el joven soldado actuó como si esperara verse obligado a librar la guerra en dos frentes distintos.

Yomonul consiguió la ventaja que necesitaba y logró superar a Traff por un pequeño margen de puntos. Gurgeh ganó la partida y la oportunidad de enfrentarse a Nicosar. Hamin intentó hablar con él en el pasillo que daba acceso a la sala de juegos inmediatamente después de que hubiera obtenido la victoria, pero Gurgeh se limitó a sonreír y pasó de largo junto a él.

Los arbustos cenicientos se balanceaban lentamente a su alrededor. La brisa creaba leves susurros en el dosel dorado. La corte, los jugadores y sus séquitos estaban sentados en unos grádenos de madera casi tan grandes como un pequeño castillo. Delante de los grádenos había un claro en el bosque y un pasillo bastante angosto delimitado por dos empalizadas de troncos muy gruesos que medían cinco o más metros de altura. Las empalizadas formaban la parte central de una especie de corral que tenía la forma de un reloj de arena y estaba abierto al bosque por los dos extremos. Nicosar y los jugadores que ocupaban los primeros puestos de la clasificación estaban sentados en primera fila de la plataforma de madera, lo que les permitía dominar todo el embudo.

Detrás de los grádenos había toldos debajo de los que se estaba preparando la comida. El olor de la carne asada flotaba perezosamente sobre los espectadores y se perdía en el bosque.

–Eso hará que se les llene la boca de espuma –dijo el Mariscal Estelar Yomonul.

Se inclinó hacia Gurgeh acompañado por un zumbido de servomecanismos. Gurgeh y el mariscal estaban sentados el uno al lado del otro en la primera fila de la plataforma, a no mucha distancia del Emperador. Cada uno tenía delante un rifle de proyectiles de gran tamaño sostenido por un trípode.

–¿El qué? –preguntó Gurgeh.

–El olor. –Yomonul sonrió y movió una mano señalando los fuegos y parrillas que había detrás de ellos–. Carne asada... El viento está llevando el olor en su dirección. Les volverá locos.

–Oh, estupendo –murmuró Flere-Imsaho junto a los pies de Gurgeh.

La unidad ya había intentado persuadirle de que no tomara parte en la cacería.

Gurgeh no le hizo caso y asintió.

–Claro –dijo.

Sopesó la culata del rifle. El arma era un modelo bastante antiguo de un solo tiro, y recargarlo exigía manejar un pasador metálico. Las estrías de cada cañón eran ligeramente distintas, por lo que cuando se extrajeran las balas de los animales las señales que habían dejado en ellas permitirían establecer una puntuación y adjudicar las cabezas y pieles.

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