El laberinto de agua (32 page)

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Authors: Eric Frattini


Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios
—dijo Afdera.

—Exactamente. ¿Cómo lo sabías? ¡A veces me das miedo! —exclamó Badani.

—Con Liliana, son ya tres las víctimas de esos asesinos del octógono. Tu socio Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed y tú.

—Bueno, yo se lo puse bastante difícil a ese hijo de puta del octógono que saltó por la ventana.

—Con mi ayuda, querido amigo, con mi ayuda. Te llamaré y te tendré al tanto de lo que descubra. Cuídate y no te fíes de nadie. Si lo han intentando una vez, puede que vuelvan a hacerlo. Tal vez a esos tipos del octógono no les guste dejar flecos sueltos, y tu, amigo mío, te has convertido en eso, en un fleco suelto —dijo Afdera antes de colgar.

La joven volvió a levantar el teléfono para llamar a Sabine Hubert.

—¿Cómo estás? —dijo Sabine.

—Muy bien, querida amiga. ¿Y tú?

—Estamos dando los últimos retoques a tu libro. Tu
Veuaggelion Nioudas
está casi finalizado.

—¿Qué es eso de Veuagge... ?

—El evangelio de Judas en copto. Para mí, debo decirte, querida, ha sido como montar uno de los puzles más importantes y complejos de la historia. Tu libro de Judas está escrito en trece hojas de papiro, por ambas caras, en total veintiséis páginas que aparecen numeradas entre la treinta y tres y la cincuenta y ocho del códice. Además, hemos podido encajar casi todos los fragmentos de papiro que trajiste junto al libro, dentro de la caja de plástico.

—Eso sí que es un arduo trabajo.

—Sí que lo es. Si coges un documento de unas diez páginas escritas por ambos lados, lo rompes en fragmentos diminutos, tiras la mitad de ellos y luego intentas volver a reconstruirlo, verás que el trabajo es bastante complicado. Lo que hemos hecho es trabajar con fotocopias. Fotocopiamos todos los fragmentos, incluso los más pequeños, los recortamos a escala, dándoles una numeración, y Efraim se ocupó de colocarlos en su lugar. Desciframos el significado de tu libro gracias a pequeñas victorias, al ir colocando cada trozo en su sitio. Cuantos más fragmentos añadíamos, más podíamos leer y más historia desvelábamos. El texto, sin lugar a dudas, narra la historia de los últimos días de Jesucristo. Para todos nosotros y por unanimidad, tu libro es el mismo que condenó Irineo de Lyon hace más de mil ochocientos años.

—¿Cómo estáis tan seguros?

—Efraim ha encontrado una frase que dice textualmente: «Tú los superarás a todos, porque sacrificarás el cuerpo en el que vivo». Burt afirma que revelar este texto podría llegar a generar una crisis de fe. No cabe la menor duda de que tu abuela te dejó en herencia uno de los mayores descubrimientos de este siglo. Es un hallazgo porque supone un testimonio directo.

—¿Habéis averiguado algo más de ese tal Eliezer?

—Sí, es curioso. Burt dice que pudo ser un discípulo de Judas, si es que éste no se suicidó, o tal vez una especie de escriba o secretario.

—Sabine, ¿crees que es necesario que vaya a Berna?

—Yo creo que deberías venir para que podamos darte los últimos detalles del libro. Creo que ha llegado el momento de que decidas qué quieres hacer con él. Si lo vas a vender, donarlo o a quedártelo. A John, Burt y Efraim les gustaría despedirse de ti antes de regresar a sus países.

—De acuerdo, seguiré tu consejo. Iré a Berna. ¿Te ha dicho Aguilar algo sobre el libro? —dijo Afdera.

—No, no me ha dicho nada, pero te recomendaría que no te fiases de Aguilar. El libro es tuyo, hemos trabajado mucho en él para restaurarlo y traducirlo.

—Mi abogado ha ido a Berna para cerrar el acuerdo y las condiciones que hemos impuesto mi hermana Assal y yo son muy estrictas. Si se incumple alguna de las condiciones, su propiedad volverá a nosotras.

—Espero que sepas lo que haces, pero, como te digo, ten cuidado con Aguilar.

—Muchas gracias, querida amiga. Nos vemos en Berna dentro de unos días —se despidió Afdera.

La tarde había caído ya sobre Florencia, coloreando los tejados de la ciudad de tonos violetas y rojos. La cúpula diseñada en el siglo XV por Filippo Brunelleschi surgía altiva entre las sombras. Afdera miró su reloj. Aún le quedaban unas horas hasta la cita con Max. Se recostó en la cama e intentó dormir un rato, pero no dejaba de darle vueltas a aquello que Max tenía que revelarle. «¿Qué misterio ocultará Max?», pensó Afdera antes de conciliar el sueño.

Al cabo de un buen rato, la joven se levantó dando un salto sobre la cama.

—¡Mierda, mierda! Me he quedado dormida —exclamó.

A toda velocidad se desnudó, se metió en la ducha, se puso unas braguitas negras, unas medias con liguero y se enfundó en un vestido negro que dejaba entrever el escote. «Si no consigo excitarle así, es que es gay, está claro», se dijo ante el espejo mientras se levantaba los pechos para hacerlos más exuberantes.

Salió a toda prisa y tomó un taxi rumbo al restaurante en donde tenía su cita con Max. El conductor no dejaba de mirar por el espejo retrovisor a su pasajera. Era moreno, muy atractivo y de ojos verdes. «Es el perfecto italiano, con un rostro muy florentino», pensó Afdera.

—Disculpe, señorita. Déjeme decirle que está usted preciosa —dijo.

—Muchas gracias, pero estoy casada —sentenció la joven, mostrando uno de sus anillos para cortar en seco cualquier intento de cortejo por parte del atractivo conductor.

—Perdone, no quería molestarla.

—No se preocupe. De cualquier forma, muchas gracias.

Durante el resto del trayecto reinó el silencio en el interior del vehículo.

—Aquí es —anunció el taxista.

Afdera se bajó y entró en el restaurante. Max aún no había llegado. El camarero la acompañó hasta una mesa situada al fondo de la sala.

—Póngame un martini seco mientras espero a mi acompañante —pidió al camarero.

Miró su reloj. Eran las nueve y diez. Cinco minutos después apareció Max. Afdera aún no se había dado cuenta de su presencia hasta que vio al camarero dirigirse hacia ella seguida por Max.

—Ésta es su mesa, señor —dijo el camarero, apartándose del campo de visión de Afdera.

En ese momento, la joven vio a Max vestido con un elegante traje negro que dejaba a la vista un inmaculado alzacuellos blanco. Su rostro pasó de la sorpresa a la indignación.

—¡Soy una estúpida! —dijo, intentando levantarse de la mesa para salir huyendo—. Debes de habértelo pasado muy bien con mis insinuaciones. Soy una auténtica estúpida. ¿Cómo no me di cuenta?

—Déjame que te lo explique —intentaba decir él, tratando de sujetar por el brazo a Afdera, que ya se había puesto en pie.

—No quiero que me expliques nada. No hay nada que explicar. Lo único que hay que explicar es que tú me has mentido y yo he sido una auténtica estúpida. Me siento engañada. Me has engañado —seguía diciendo Afdera.

—¿En qué te he engañado, puedes decírmelo? ¿Te he engañado por no aceptar acostarme contigo? ¿Te he engañado por no haber llegado a besarte? ¿Te he engañado por haber tenido que huir de ti para evitar llegar a algo que tal vez deseaba? ¿En qué te he engañado? —intentaba disculparse Max.

—Me siento como una estúpida. Debería salir corriendo de aquí, pero no sé si es la vergüenza o la estupidez y la humillación lo que me impide moverme. Me he enamorado de ti como una imbécil. Tenías que habérmelo dicho antes.

—Lo reconozco, debería habértelo dicho antes de que te enamorases de mí, pero no encontraba nunca el momento. Tal vez tenga la culpa de haberte dejado que llegases hasta ese punto sin decirte nada, pero cuando me disponía a contártelo tú siempre me dejabas una puerta abierta...

—Una puerta que tú tendrías que haber cerrado y no dejar que permaneciera entreabierta —le recriminó ella.

—Tienes razón, pero no sé bien por qué dejaba que esa puerta continuase entreabierta. Quizá porque en el fondo te deseaba, pero mi condición de sacerdote me impedía dar un paso adelante. Soy un hombre, y, como tal, me gustas. Te confieso que incluso he tenido que luchar conmigo mismo para no besarte, para no aceptar tu invitación de pasar la noche contigo en Berna, pero mi condición de sacerdote hacía que renegase al mismo tiempo de ti. He tenido que luchar contra mí mismo.

—¿Y qué me dices de mí? ¿Es que yo no he tenido que luchar contra mí misma para no darte un puñetazo? ¿Y me lo dices ahora? ¿Aquí? ¿Así? No sé si pegarte un puñetazo en la nariz o salir corriendo. ¡Qué estúpida he sido! —seguía lamentándose Afdera mientras Max continuaba reteniéndola por el brazo para evitar que se fuera.

—¿Y bien? ¿Qué quieres hacer?

—¿A qué te refieres?

—O me das el puñetazo o sales corriendo.

—Debería salir corriendo y dejarte aquí, pero estoy demasiado impresionada como para poder moverme. Prefiero pedir otro par de martinis y hacerte cientos de preguntas. A lo mejor me has mentido en todo lo demás.

—No te he mentido en nada. Reconozco que debería haberte dicho quién era realmente, pero no te he engañado. Pregúntame lo que quieras. Adelante —invitó Max.

—¿Desde cuándo eres sacerdote?

—Desde hace casi veinticinco años. Ingresé en los jesuitas a los dieciocho. Mi vocación para con Dios fue más un convencimiento, poco a poco, que una inspiración directa. Mi tío, el cardenal Ulrich Kronauer, fue quien me ayudó en mi vocación y quien me obligó a estudiar.

—¿Dónde has estudiado? ¿En qué universidad?

—En Yale. Estudié historia de las religiones y me especialicé en los orígenes del cristianismo. Una vez licenciado, decidí vivir algunos años en Damasco, en cuya universidad estudié arameo y copto.

—Caray, tu familia tiene dinero... —exclamó Afdera tras beber el segundo martini de un solo trago.

—¿Por qué lo dices?

—Está claro que si estudiaste en Yale, tu familia debe de tener bastante dinero. Allí estudian sólo los de sangre azul como tú.

—O como tú. Pero sí, mi familia tiene dinero, creo que mucho dinero. Por parte de mi padre, mi familia ha servido a la Iglesia desde hace siglos. Antepasados míos sirvieron a varios papas, hasta mi tío Ulrich, que actualmente es uno de los consejeros más próximos al Santo Padre en el Vaticano. Por parte de mi madre, su familia ha estado relacionada con el negocio del acero desde el siglo XIX.

—¿De dónde procede tu familia?

—De la católica Baviera, por supuesto. Mi padre nació en una ciudad llamada Ingolstadt. Mi madre nació en Berlín. Y yo en Augsburgo, en septiembre de 1939, pocos días después de que Hitler lanzase al mundo a una guerra. Mis padres tenían su segunda residencia en esa ciudad.

—¿Qué hicieron tus padres durante la guerra?

—La verdad es que ellos apoyaron el discurso de Hitler y los suyos sobre una Gran Alemania, pero con el paso de los años aquel sueño fue derrumbándose. Muchos amigos de mis padres fueron detenidos y enviados al campo de concentración de Dachau por no estar de acuerdo con el partido. Finalmente, las propiedades de mi madre y de su familia fueron incautadas en virtud de la llamada Ley de Industrias de Defensa. Mis padres decidieron buscar refugio en el Vaticano, gracias a que mi padre consiguió un salvoconducto para toda la familia por mediación de mi tío Ulrich.

—¿Regresasteis tras la guerra contra Alemania?

—Sí. Mis padres se sometieron a una «desnazificación» por parte de las fuerzas aliadas e intentaron volver a la vida normal, difícil en aquellos años en una Alemania destruida hasta sus cimientos por la locura del nazismo y los bombardeos aliados. Volvimos a Munich, en donde vivimos hasta finales de los años cincuenta. Después, yo ingresé en el seminario.

—¿Tienes hermanos? —preguntó Afdera, llamando la atención del camarero para pedir un tercer martini.

—Sí. Tengo dos hermanas que viven en Alemania con muchos hijos a su alrededor.

—Déjame preguntarte, ¿por qué no me dijiste antes que eras sacerdote? Lo hubiera entendido.

—Alguna extraña razón me lo impidió. Tal vez tenía miedo de perderte...

—No se pierde lo que no se tiene —replicó Afdera.

—Lo sé, pero tenía miedo de no volverte a ver. Me gusta estar contigo, hablar contigo. No quería dejar de verte. Sé que es bastante egoísta por mi parte. ¿Quieres que me aparte de tu vida? —preguntó Max de repente.

—Tendré que pensarlo. He de ir de nuevo a Berna para atar los últimos cabos del libro. Después, si quieres, o cuando vuelvas a aparecer en mi vida, podremos discutirlo con más tranquilidad. Por ahora prefiero mantener la mente fría con respecto a ti.

—¿Cuándo regresas a Venecia?

—No lo sé. Primero tengo que ir a Berna. —¿Quieres que pidamos la cena? —Sí, padre Max.

—No seas mala —dijo guiñándole un ojo—. Adelante, pidamos la cena.

* * *

Berna

La mañana amaneció fría, casi invernal. Un viento gélido recorría las calles de la ciudad. Sampson Hamilton, el abogado de la familia Brooks, había viajado hasta la ciudad suiza para llevar a cabo la operación de transferencia de propiedad del evangelio de Judas a la Fundación Helsing. La reunión con Renard Aguilar estaba prevista para las diez de la mañana y Hamilton era escrupulosamente puntual.

El Mercedes alcanzó el primer control de seguridad de la fundación por la avenida Schweizerhausweg. Al detenerse, el chófer abrió la ventanilla y entregó un documento al vigilante armado ante la atenta mirada de un segundo vigilante que sujetaba fuertemente por una correa a un pastor alemán con aspecto poco amistoso.

Uno de los guardias conectó un mando a distancia y la puerta comenzó a abrirse dando paso a un espeso y frondoso bosque cortado por una carretera de gravilla blanca.

El vehículo penetró en el bosque hasta alcanzar un claro más allá de una colina que escondía del campo de visión de curiosos un edificio blanco acristalado. «Esto parece la CIA», pensó Sampson.

En la recepción, un gran sello con el símbolo de la Fundación Helsing coronaba la entrada.

—¿Es usted el señor Hamilton?

—Sí, soy yo.

—Sígame, por favor. Le están esperando en la sala de juntas.

Mientras seguía a la joven recepcionista, Hamilton pudo observar las obras de arte que se exhibían colgadas de las paredes. Relieves griegos, fragmentos de lápidas funerarias etruscas y esculturas romanas se mezclaban con cuadros de Roy Lichtenstein, Mark Rothko o Tiziano. Al final del pasillo, una gran puerta se abrió ante Sampson Hamilton. Esperaba encontrarse con decenas de abogados bien vestidos dispuestos a negociar las condiciones de venta impuestas por Afdera y Assal. Pero la única persona que había era Renard Aguilar, el director de la fundación.

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