El laberinto de agua (30 page)

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Authors: Eric Frattini

Al entrar, Colaiani dejó sus papeles sobre una pila de libros y carpetas que se encontraban en precario equilibrio sobre su mesa. Cuando se dirigía hacia el sillón de cuero para despejarlo de libros, la pila se desmoronó con gran estruendo. Colaiani volvió a levantar la inestable torre, pero esta vez sobre el suelo.

—Discúlpenme, pero no tengo tiempo de ordenar este maldito orden caótico —se disculpó—. Por favor, siéntense en donde puedan.

Afdera se sentó en el borde del sillón, dejando varios ejemplares de la
Enciclopedia Británica de las Cruzadas
a modo de respaldo. Max decidió hacerlo en un pequeño taburete que, debido a su altura, le obligaba a tener que doblar mucho las rodillas. Afdera le miró divertida.

—¿Qué desea de mí, señorita Brooks?

—Llámeme Afdera, por favor.

—De acuerdo. Bien, Afdera, ¿qué desea?

—Información.

—¿Qué clase de información?

—Sobre el libro de Judas. Sobre lo que usted descubrió para Kalamatiano y todo lo que sepa de mi libro y el papel jugado por Luis de Francia...

—No hace falta que precise más. Le diré todo lo que descubrimos Charles y yo sobre su libro de Judas o, por lo menos, lo que puede usted saber sin que yo llegue a violar el acuerdo de confidencialidad que firmé con el señor Kalamatiano. Dígame qué desea saber en primer lugar.

—Cuando entré en la cueva de Gebel Qarara, descubrí en su interior tres sarcófagos. Uno de ellos tenía la tapa rota. Dentro estaba depositado el cuerpo de un cruzado cubierto por un escudo. Supe que aquel cruzado había combatido a las órdenes del rey Luis, porque sus ojos y su boca estaban sellados con unas monedas con el escudo de armas de Luis IX de Francia. ¿Por qué estaban esos hombres protegiendo el libro de Judas?

—Primero déjeme situarle en el contexto en el que vivieron y combatieron aquellos hombres, incluido el cruzado que usted encontró en esa cueva de la que habla. En la primera mitad del siglo XIII, las huestes del Islam reconquistaron la ciudad santa de Jerusalén. Los monarcas europeos estaban demasiado ocupados en sus asuntos internos como para embarcarse en una nueva cruzada, así es que sólo el rey de Francia, Luis IX, decidió participar en la nueva aventura de recapturar Jerusalén. En junio de 1248 partió de París acompañado por sus hermanos y muchos nobles, entre ellos el conde de Flandes y el duque de Bretaña. En septiembre llegaron a Chipre con intención de pasar el invierno, pero la peste golpeó al ejército del Rey. Aquello hizo que las tropas se desmoralizasen. Pero Luis no estaba dispuesto a ceder. Cuando llegaron los refuerzos, a la primavera siguiente, pusieron rumbo a Egipto en lugar de a Tierra Santa. La primera conquista en tierra egipcia sería la plaza de Damietta, que fue capturada el 7 de junio.

Mientras continuaba con su relato, Colaiani se levantó para buscar un códice ilustrado en la amplia biblioteca.

—Aquí está.

El profesor, con una pipa de madera entre los labios, abrió un libro dejando al descubierto una ilustración de la época a todo color en la que aparecía Luis IX atacando con su flota el puerto de Damietta.

—¿Consiguieron conquistarla? —preguntó Afdera.

—Sí, pero Luis era demasiado impetuoso y decidió no esperar a los refuerzos, y atacar El Cairo él solo. Sin embargo, como demuestra la historia militar, las conquistas son más sencillas que las ocupaciones. Las crecidas de las aguas del Nilo obligaron a Luis y a los suyos a tener que mantener sus posiciones, pero en noviembre decidieron emprender su marcha hacia El Cairo. En abril de 1250, las fuerzas del rey Luis fueron derrotadas en Mansura.

—¿Y qué fue del Rey? —preguntó Max.

—Enfermo y derrotado, decidió regresar a Damietta, pero fue hecho prisionero en el camino. Fue liberado sólo después de que se pagara un rescate, e inmediatamente abandonó Egipto, dirigiéndose con algunos caballeros de su confianza y lo que quedaba de su ejército hacia Acre. Entre esos fieles caballeros que acompañaban al monarca se encontraban dos hermanos, Phillipe y Hugo de Fratens, además de varios cruzados de los regimientos escandinavos: los varegos.

—No sabía que en las cruzadas combatieran tropas escandinavas —se sorprendió Max.

—Sí. Los varegos que lucharon junto a Luis eran mercenarios, tal y como hoy conocemos este término. Cuando no hacían la guerra contra alguien se dedicaban al comercio y a la piratería. Sus zonas comerciales de influencia eran el Caspio y Constantinopla.

—¿En Bizancio?

—Sí. Aparecieron, según las fuentes, a mediados del siglo IX, a las órdenes del emperador Teófilo, pero poco después, como buenos mercenarios, se volvieron contra su amo y en el 860 decidieron atacar Constantinopla. Realmente ése fue su error. Los ejércitos que defendían la ciudad acabaron con ellos y con su aventura militar.

—Ellos no eran cristianos, así que es difícil creer que luchasen por la fe en Tierra Santa.

—Señor Kronauer, los varegos eran sólo una cosa: mercenarios. Lo único que les importaba era el dinero, pagase quien pagase. En el siglo x se menciona a los varegos como parte del ejército bizantino, y también está documentado que existían contingentes varegos entre las fuerzas que lucharon contra los árabes. De hecho, esta guerra elevó su rango de indeseables miembros de las Grandes Compañías de mercenarios al de Guardia Imperial. La brutalidad de los varegos cuando perseguían a los ejércitos derrotados era proverbial: cortaban y despedazaban a los soldados que huían. Basileo creó una nueva fuerza de élite conocida como la Guardia Varega

Con los años se fueron uniendo nuevas huestes de zonas tan alejadas como Suecia, Dinamarca y Noruega.

—¿Y cómo acabaron en las cruzadas? —volvió a preguntar Afdera.

—Existen indicios de la presencia de unidades varegas junto al emperador Federico II Hohenstaufen en la sexta cruzada; junto al rey Luis IX de Francia en la séptima cruzada; e incluso hasta 1291, cuando los cruzados evacuaron sus últimas posesiones en Tiro, Sidón y Beirut, tras la caída de San Juan de Acre. Estoy seguro de que algunos de estos varegos acompañaban a Luis de Francia y a sus caballeros en su retirada de Damietta a Acre, y estoy seguro de que varios de ellos escoltaban a Phillipe o a Hugo en su camino de regreso a Occidente.

—¿Por qué era tan importante para Luis de Francia llegar hasta Egipto? —preguntó Max.

—En un principio se pensó que Luis IX deseaba establecer una base permanente cerca de Tierra Santa, no sólo para esa cruzada, sino para las que llegarían en el futuro. Pero realmente aquella operación militar tenía un sentido más religioso, más sagrado. Hay varios pasajes de la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, que hacen referencia al paso de la Sagrada Familia por Egipto, y aquello hizo que Luis se tomase la cruzada en Egipto como una misión de fe —respondió el profesor.

—Pero es una tradición más copta que católica —interrumpió Afdera.

—Sí, así es —intervino Max—. Para los coptos es más importante el paso de la Sagrada Familia por Egipto, incluso adaptaron la narración del Antiguo Testamento a su sistema de creencias, desarrollando más aquellos pasajes del Nuevo Testamento que tienen que ver con Egipto. Celebran, por ejemplo, el pasaje del evangelio de Mateo en el que la Sagrada Familia llega a Egipto para huir de la matanza de los primogénitos ordenada por Herodes. Aunque la Biblia no es demasiado explícita con la ruta que siguió la Sagrada Familia, los coptos han intentado reconstruir el camino que tomaron. La verdad es que han conseguido incluso reconstruir el trayecto de forma muy detallada.

—Sí, pero comprenda usted la mentalidad de un monarca cristiano de la época. Luis conocía la historia del viaje de la Sagrada Familia por Egipto, y para él era suficiente para organizar una cruzada con la que arrancar de manos infieles los lugares en los que pasó su infancia Jesucristo.

—¿Cuándo entra en contacto Luis de Francia con el libro de Judas? —preguntó Afdera, intentando centrar la conversación.

—Su hallazgo del libro pudo producirse de forma casual. Seguramente, cuando sus tropas conquistaron la plaza de Damietta, se encontraron con su libro de Judas o con alguna copia en griego de éste. Tanto Eolande como yo apostamos a que sería el libro original que tiene usted ahora en su poder.

—Caray, han pasado más de setecientos años, ¿por qué cree que aparecería el libro en la cueva de Gebel Qarara con aquellos tres cruzados?

—La libertad del rey Luis y de sus hermanos fue obtenida a cambio de entregar la plaza de Damietta y un millón de besantes de oro. Posiblemente, cuando Luis y sus cruzados se vieron obligados a abandonar Damietta, éste no estuvo dispuesto a dejar el libro de Judas o cualquier texto sagrado cristiano en manos de los infieles musulmanes. Lo más seguro es que Luis ordenase a esos tres cruzados de los que habla proteger el libro con su vida, y la verdad es que lo hicieron muy bien hasta 1955, cuando se descubrió la cueva.

—¿Cree usted que Luis de Francia supo del contenido del libro de Judas? —preguntó Afdera, tomando notas en el diario de su abuela.

—Es difícil responder a su pregunta, pero puede que algún religioso o noble que acompañase a Luis de Francia hubiese podido traducir el texto en griego o en copto. Tal vez Luis comprendió la peligrosidad de ese texto para la Iglesia católica y para el poder pontificio en la tierra y por eso decidió esconderlo.

—¿No hubiera sido más fácil quemarlo directamente? —intervino Max.

—¡Oh, no! Conociendo la historia de san Luis de Francia, dudo mucho que se hubiera atrevido a quemar un texto sagrado, aunque fuese del mismísimo Judas Iscariote. Era un hombre muy devoto, pero también un gran estudioso de la historia de la cristiandad. No creo que se hubiera atrevido. Para él era más cómodo, o mejor dicho, menos incómodo, enviar el libro lejos de Damietta, lejos del alcance de manos musulmanas, protegido por tres caballeros. Mientras el libro permaneciese escondido, no habría nada que temer.

—¿Descubrieron los cruzados de Luis IX, o ustedes, algo de un tal Eliezer?

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque al traducir el texto en copto de mi libro de Judas aparecen en muchos de sus párrafos innumerables referencias a un tal Eliezer, y no sabemos quién es —respondió Afdera.

—Le voy a contar una cosa que tal vez el Griego no desearía que le contase. Se dice que cuando Luis y los suyos conquistaron Damietta, descubrieron un libro con la palabra de Judas y un extraño texto, parecido a una carta, firmado por un tal Eliezer. Según parece, y siempre basándonos en rumores y leyendas, aquella carta provocó un verdadero pánico en Luis IX al descubrir su contenido. Tal vez entendió que era mejor para la cristiandad mantener lo más alejado posible el libro de Judas de la carta de Eliezer. Separados, tal vez fuesen menos peligrosos que los dos textos juntos.

—¿Descubrió usted quién era ese Eliezer?

—Posiblemente sería algún escriba a las órdenes de Judas Iscariote, algún intelectual de la época o algún seguidor del propio Judas, pero, como le digo, eso sería antes de suicidarse después de traicionar a su maestro Jesucristo, y no hay constancia alguna de que durante la época en la que ejerció como apóstol de Jesucristo tuviese a su vez seguidores o discípulos.

—¿Y no podría ser que Judas no llegase a suicidarse, tal y como dicen los evangelios?

—No puedo responder a eso. Yo soy sólo un experto en historia medieval, en las cruzadas, y no en historia del cristianismo. Supongo que esa cuestión podrá aclararla su amigo —se disculpó Colaiani, señalando a Max.

—Déjame decirte, Afdera, que, aunque los evangelios del Nuevo Testamento coinciden en vilipendiar a Judas, ninguno de ellos hace referencia a detalles de esa misma traición. Marcos no aporta indicación alguna de por qué Judas delató a su maestro. Mateo señala que la traición de Judas fue tan sólo por dinero, pero cuando vio el sufrimiento de Jesús, se arrepintió y se ahorcó. Lucas sugiere que Judas fue inspirado por el diablo, de modo que la traición fue un acto satánico. Juan dice que el propio Judas llevaba dentro a Satanás. Con respecto a tu pregunta, te diré que únicamente Mateo hace referencia al supuesto suicidio de Judas. El resto de los evangelistas ni siquiera lo citan —apuntó Max.

—Por tanto ¿sería posible que Judas no hubiese muerto como dice Mateo y se encontrase con ese Eliezer?

—Perfectamente. Incluso puede que Judas acabase en Egipto. Buena parte de la población de Judea acabó huyendo de la ocupación romana y de las persecuciones religiosas a las que se vieron sometidos y se refugiaron en barrios de Damietta y Alejandría. Puede que Judas Iscariote fuese uno de ellos y llegase a Egipto.

—Déjenme decirles que lo que sí descubrimos fue el rastro de su libro y del documento de Eliezer entre la séptima cruzada liderada por Luis IX de Francia y la llegada de Luis y sus caballeros a San Juan de Acre. Al parecer, Luis ordenó a varios de sus caballeros desplazarse hacia el sur de Egipto para proteger el libro, mientras dos de ellos, acompañados de miembros de la guardia varega, se dirigían hacia Acre, posiblemente con el documento de ese Eliezer. Desde ahí, Eolande y yo conseguimos seguir el rastro de uno de los caballeros y varios varegos hacia Antioquía y el Pireo. Después les perdimos la pista —afirmó Colaiani.

—¿Qué descubrió exactamente hasta ese momento? —preguntó Afdera, tomando notas a toda velocidad y casi sin orden alguno.

—Pues que los dos caballeros que acompañaron a Luis IX hasta Acre se separaron en la misma capital cruzada. Uno de ellos fue el que salió rumbo a un lugar conocido como el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, pero ni Eolande ni yo pudimos identificar el lugar. Podría ser cualquier sitio del planeta. Lo que sí sabemos, como le he comentado antes, es que el caballero, escoltado por unidades varegas, pasó por Antioquía y el Pireo. Después de eso, nada.

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