La isla de los perros

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

 

Judy Hammer, jefe de policía de Richmond, y Andy Brazil, su mano derecha, se enfretan a los 'piratas de la carretera', una banda criminal que elige a sus víctimas al azar para robarles y asesinarlas con sadismo. Además de esta investigación, Brazil, ex periodista, trabaja regularmente y bajo pseudónimo en una página de internet, desde la que analiza con mordacidad los avatares políticos del estado.

El gobernador y su gabinete de prensa, víctimas principales de estos artículos, hace tiempo que intentan averiguar quién es el autor. La crítica ha venido a sumarse al creciente descontento que la población siente por sus autoridades, siendo los más insatisfechos los habitantes de la isla Tangier.

Este apacible lugar, habitado mayormente por pescadores, ha iniciado una revuelta contra las nuevas normas que el gobernador quiere imponerles. Judy y Andy deberán mediar entre políticos e isleños para evitar que el asunto tenga mayores consecuencias.

Patricia Cornwell

La isla de los perros

ePUB v1.0

NitoStrad
10.05.13

Título original:
Isle of dogs

Autor: Patricia Cornwell

Fecha de publicación del original: octubre 2001

Traducción: Montserrat Gurguí Martínez de Huete, Hernán Sabaté Vargas

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1

A Unique First el nombre le iba como anillo al dedo, o al menos eso decía siempre su madre. Unique nació la primera y era singular. No había otra como ella y eso era una buena cosa, como decía su padre, el doctor Ulysses First, el cual nunca llegó a comprender qué malignidad genética había malogrado a su hija.

Unique era una chica menuda de dieciocho años, con una cabellera larga y brillante tan negra como el ébano, una piel traslúcida como el cristal de un vaso de leche vacío y unos labios carnosos y rosados. La chica estaba convencida de que sus ojos azul pálido podían hipnotizar a cualquiera y que con algo tan simple como lanzar una mirada a alguien era capaz de doblegar la mente de esa persona para hacerla encajar en su Objetivo. Unique podía acosar a alguien durante semanas, creando una expectación insoportable hasta el último acto, que era una liberación demencial y necesaria, seguida por lo general de un agujero negro.

—Eh, despierta, el coche me ha dejado tirada. —Llamó a la ventanilla del Peterbilt de dieciocho ruedas que estaba aparcado en solitario en el mercado agrícola, en un extremo del centro de Richmond—. ¿No tendrías un teléfono?

Eran las cuatro de la madrugada, la noche estaba oscura como boca de lobo y el aparcamiento no tenía buena iluminación. Aunque Moses Custer sabía bien que andar por ahí a esas horas no era seguro, había hecho caso omiso de su sentido común después de pelearse con su mujer y salir echando chispas al volante de su camión, en el que pensaba pasar la noche, solo y desaparecido en combate, junto a los puestos de verdura. Eso le serviría de lección a su mujer, pensaba siempre que la rutina conyugal se ponía desagradable. Como los golpes en el cristal continuaban, abrió la puerta de la cabina.

—Jesús, ¿qué hace una cosita tan dulce como tú sola por aquí a estas horas? —preguntó, confundido y borracho, mientras contemplaba aquel rostro cremoso y delicado que le sonreía como un ángel.

—Estás a punto de tener una experiencia única. —Unique siempre decía lo mismo antes de lanzarse sobre su Objetivo.

—Qué quieres decir? —preguntó Moses, pasmado—. ¿De qué experiencia única hablas?

La respuesta llegó en forma de una legión de demonios que patearon y golpearon a Moses, arrancándole el cabello y la ropa. Una erupción de explosiones y obscenidades salió del infierno y el fuego le abrasó los músculos y los huesos mientras fuerzas salvajes lo sacudían y desgarraban hasta darlo por muerto y ponían en marcha el camión. Moses flotó un rato encima de su yo muerto y contempló el cuerpo lacerado y exánime sobre el asfalto. Azotado por la lluvia, perdía sangre por la parte posterior de la cabeza; se le había caído una bota y mantenía el brazo izquierdo en un ángulo imposible. Cuando miró su cuerpo, una parte de Moses cedió y se entregó a la eternidad, mientras que otra parte se arrepentía de su vida, lamentándose.

—Tengo la cabeza destrozada —gimió y empezó a sollozar al tiempo que todo se volvía negro—. ¡Oh, mi cabeza está destrozada! ¡Señor, no estoy preparado, todavía no ha llegado mi hora!

La oscuridad total se disolvió en un espacio flotante desde el cual Moses observó las luces intermitentes de las ambulancias y los bomberos, al personal sanitario y a la policía ataviada con impermeables amarillos y una banda reflectante que brillaba como un fuego blanco. Las llamaradas siseaban en el asfalto mojado bajo una intensa lluvia y las voces sonaban fuertes, excitadas e incomprensibles. Parecía que la gente le chillaba, lo cual atemorizó a Moses y lo hizo sentirse pequeño y avergonzado. Intentó abrir los ojos, pero era como si se los hubiesen cosido.

—¿Qué ha sido del ángel? —murmuró una y otra vez—. Dijo que el coche la había dejado tirada.

El coche de Unique funcionaba a la perfección y la chica dio vueltas por el centro durante un par de horas, escuchando las noticias que emitía la radio sobre el robo con violencia en el mercado agrícola y las sospechas de que lo había cometido la misma banda de piratas de las autopistas que llevaba meses aterrorizando Virginia. Pero esta vez Unique disfrutó de las noticias posteriores a la acción un poco menos de lo habitual. Habría jurado que el viejo conductor negro estaba muerto, y le irritaba el hecho de que sus cómplices mostraran tal prisa en escapar que le impidieran una completa liberación. Si por ella hubiera sido, habría terminado lo que empezó, asegurándose de que el chófer jamás volvería a hablar.

No le preocupaba, sin embargo, que la poli se fijara en ella mientras circulaba con el Miata blanco a aquella hora intempestiva. Una parte de ser Unique consistía en no parecer lo que era; una parte de ser Unique consistía en no parecer en absoluto que había hecho lo que hizo. Estaba tan segura de su naturaleza invencible que se detuvo en el Fred Mini Mart, donde había un coche de policía aparcado.

Unique reconocía un coche sin distintivos a una manzana de distancia y se coló en el interior de la tienda mirando al joven rubio y guapo que pagaba una botella de leche en la caja. Vestía camisa de franela y vaqueros, y Unique lo estudió para ver si iba armado. Descubrió un bulto a la altura de la cadera.

—Gracias, Fred —dijo el rubio policía de paisano al cajero.

—De nada, Andy. Te he echado de menos. Este último año, es como si te hubieras largado del mundo.

—Bueno, pues ya he regresado dijo Andy al tiempo que se guardaba el cambio en el bolsillo. Ve con cuidado, una banda muy peligrosa ronda por ahí. Acaban de asaltar a otro camionero.

—Sí, vaya mierda. Lo he oído en la radio. ¿Le han hecho mucho daño? Supongo que has estado en la escena del crimen.

—No, tengo el día libre. Me he enterado de la misma manera que tú —respondió Andy con un amago de decepción.

—Bueno, yo estoy de acuerdo con lo que dice la prensa de que es un crimen racista —comentó Fred—. Por lo que he oído, el líder es un blanco y hasta ahora todas las víctimas son de raza negra, salvo esa mujer camionera de hace un par de meses. Pero pienso que ella también pertenecía a una minoría, ya sabes a qué me refiero. No es que me gusten demasiado las tortilleras, pero lo que le hicieron fue realmente horrible. Según leí en algún sitio, le habían metido un palo en…

—¡Oh…! —exclamó Fred, sobresaltado, al ver a Unique que, como salida de la nada, dejaba un paquete de seis cervezas Michelob en el mostrador—. Has entrado de forma tan silenciosa, bonita, que pensé que no había nadie más en la tienda.

—Quiero un paquete de Marlboro, por favor —dijo Unique con una dulce sonrisa y una voz débil y delicada.

Era muy guapa e iba pulcramente vestida de negro, aunque llevaba las botas manchadas, como si la hubiera sorprendido la lluvia. Cuando volvió a su Caprice sin distintivos, Andy vio el Miata blanco en el aparcamiento; apenas había tenido tiempo de poner el motor en marcha cuando la chica encantadora y tierna de extraños ojos montó en su coche y lo siguió por todo el centro hasta Fan District. Andy redujo la velocidad con objeto de distinguir la placa de la matrícula, y entonces Unique se desvió por Strawberry Street. El joven experimentó una rara sensación imposible de definir y, una vez en su casa, mientras se preparaba un tazón de cereales tuvo la extraña impresión de que le observaban.

Unique sabía cómo acechar a cualquiera, incluso a la policía, y se quedó al otro lado de la calle, entre las densas sombras de los árboles. Observó la silueta de Andy, que se desplazaba de un cuarto a otro mientras engullía algo de un tazón; varias veces abrió las cortinas y miró hacia la calle. Ella lo contempló e imaginó el poder que tenía sobre la mente de aquel hombre. Le pareció que él se sentía incómodo y que había captadoa; Unique llevaba mucho tiempo en la brecha y podía seguir el rastro de su posesión más reciente hasta Dachau, Alemania, donde había sido sometida por un nazi. Mucho antes de eso —lo había adivinado en las cartas de tarot—, ella fue el Adversario y tenía ojos por todo el cuerpo.

Andy abrió las cortinas de nuevo y para entonces ya estaba tan nervioso que se movía por la casa con la pistola en la mano. Una vez estaba de mal humor porque le molestaba mucho que se hubiera producido un caso grave, como el de Moses Custer, y no lo incluyeran en la investigación. Le deprimía y le frustraba oír por la radio que un camionero había sido pateado y apaleado hasta darlo por muerto y no haber podido ver las cosas con sus propios ojos y sacar sus propias conclusiones. 0 tal vez se hallaba de mal talante sólo porque no había dormido en toda la noche y estaba excitado y asustado por lo que le aguardaba.

Andy Brazil llevaba un año entero esperando aquel día. Después de interminables horas de duro trabajo, por fin iba a lanzar el primer capítulo de una serie especial de ensayos que al cabo de unas horas colgaría en un sitio de Internet al que puso el nombre de «Agente Verdad». El proyecto era ambicioso e inverosímil, pero cuando abordó a su jefa en el formidable despacho que ésta ocupaba en el departamento de policía de Virginia, se mostró absolutamente decidido.

—Escúchame antes de decir que no —le había espetado Andy mientras cerraba la puerta. Y tienes que jurarme que no hablarás con nadie de lo que estoy a punto de proponerte.

La superintendente Hammer se levantó de su silla y permaneció callada unos instantes, como una imagen publicitaria del poder, allí de pie, con las manos en los bolsillos, ante las banderas de Virginia y de Estados Unidos. Era una mujer impresionante de cincuenta y cinco años de edad, con unos ojos penetrantes que podían atravesar una coraza o enardecer a una multitud, y solía vestir elegantes trajes de chaqueta que no ocultaban una silueta que Andy debía contenerse para no mirar abiertamente.

—Muy bien —había respondido Hammer, deambulando por el despacho como era habitual en ella mientras reflexionaba sobre lo que el joven pretendía hacer—. Mi primera reacción es que no, rotundamente no. Creo que sería un gran error interrumpir tan pronto tu carrera como agente de la ley. Y te recordaré, Andy, que en Charlotte sólo fuiste policía un año, luego otro año aquí, en Richmond, y que sólo llevas seis meses escasos como agente estatal.

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