¡Dios todopoderoso! ¿Quién dice que iremos a la cárcel? —inquirió Dipper mientras limpiaba las cucharas de servir helado en una jofaina de agua tibia—. ¿Y qué dicen que hemos hecho?
—Ir demasiado deprisa en los cochecitos de golf —replicó Ginny mientras las amish salían en silencio al frío y la humedad de la mañana—. La policía está pintando líneas para multarnos a todos con helicópteros. ¡A la larga, nos obligarán a marcharnos para que venga la NASCAR y construva una pista!
Al cabo de una hora, toda la flota de blancas barcas pesqueras de la isla volvía a toda marcha desde los recovecos y calas de la isla y de la abierta bahía de Chesapeake. Los pequeños motores fuera borda siseaban y petardeaban como radiadores, y los pescadores apretaban el acelerador a tope en respuesta a las amenazadoras novedades sobre cárceles, coches de carreras y comentarios insultantes del agente respecto a los arreglos dentales de los isleños. Una avioneta de observación se desvió de su búsqueda de bancos de pescado para cebos y empezó a volar en círculos sobre Janders Road, a baja altitud, atenta a no acercarse demasiado a la grúa oxidada que se alzaba en la punta sur de la isla, cerca de la planta de tratamiento de residuos y de la pista de aterrizaje que estaba hecha de tierras dragadas del mar.
Por fortuna para Andy, la pintura se secaba casi al instante y, gracias a ello, la actuación de una creciente multitud de mujeres irritadas y de niños armados con mangueras de jardín y cubos de agua tuvo poco efecto en su trabajo. Sin embargo, estaba poniéndose nervioso v empezaba a arrepentirse de haber provocado a los isleños para que le proporcionaran opiniones sinceras que aprovechar en sus artículos. Quizá no debería haber dejado al agente Macovich esperando en el helicóptero. Quizás aquella misión era demasiado peligrosa para llevarla a cabo solo. Andy se apresuró a terminar la línea que pintaba frente al centro sanitario Gladstone Memorial, donde el doctor Sherman Faux estaba taladrando otro diente a Fonny Boy.
Hasta aquel momento la mañana del gobernador Crimm no había ido bien. Al bajar a desayunar se había perdido y terminó de nuevo en uno de los muchos salones de la mansión, donde se instaló pacientemente en una silla Windsor a la espera de que Pony, el mayordomo, le sirviera café de una antigua lámpara de barco alojada dentro de un candelabro que estaba situado sobre una cómoda estilo Chippendale. Crimm había perdido la lupa de plata que guardaba con gran celo en la repisa de la chimenea de mármol de la suite principal.
—¿Dónde estoy? —dijo, por si había alguien cerca—. Esta mañana no quiero jamón y tengo que tomarme el café enseguida. ¿Pony? ¡Venga aquí ahora mismo! ¿Por qué hace tanto frío? Noto corriente de aire.
—¡Oh, querido! —La voz de la primera dama Maude Crimm flotó en la sala. Eres tú, Bedford?
¿Y quién demonios iba a ser? —rugió el gobernador—. ¿Quién ha cogido mi lupa? Me parece que alguien se la ha llevado a propósito para que no pueda ver lo que se anda tramando.
—Siempre piensas lo mismo, querido. —El fuerte perfume de la señora Crimm entró en la sala y sus zapatillas susurraron sobre la alfombra de Bruselas—. No es ninguna conspiración, querido —mintió al tiempo que su contorno indefinido se inclinaba para besarlo en la calva.
Se trataba de una conspiración y la primera dama lo sabía. Era una adicta incurable al coleccionismo, y la pérdida de visión de su marido e Internet le brindaban por fin la gran oportunidad de entregarse a ese vicio. En los últimos tiempos, Maude Crimm había sucumbido a los trébedes, por ejemplo, procurándose montones de ellos: con asas vueltas hacia arriba, con querubines, con filigranas circulares, tulipanes, uvas, caracolas y placas de «Dios bendiga nuestro hogar», algunos de ellos de hierro forjado y otros de latón. Esa mañana, mientras navegaba por Internet a la caza de objetos y el gobernador roncaba en su cama con los dientes apretados, había topado con un hermoso trébede de estrellas y trenzas y no podía dejar de pensar en él.
Su filosofía sobre las compras era ejercitar el autocontrol de vez en cuando, alejándose del objeto deseado, ya fuera un trébede o un vestido, para ver si continuaba atrayéndola. Si era así, la compra se revelaba inminente e imprescindible. Su marido no compartía esa filosofía y ella había aprendido a mantener las adquisiciones fuera de su vista, lo cual resultaba cada vez más fácil aunque sus peregrinaciones a tientas por la casa cada vez le preocupaban más. La mujer temía que en cualquier momento se metiera en un armario ropero y chocase con un montón de trébedes antiguos. La primera dama no quería recibir otra bronca de su marido, que no se había re-puesto todavía de su última parranda consumista; el episodio se saldó con treinta y ocho tijeras para mecha de principios del siglo xix y una excepcional caja de caramelos Monarch Teenie-Weenie, y se lo había hecho enviar a la mansión, aunque no todo a la vez, claro, sino en el plazo de varios días. La señora Crimm era lo bastante lista como para comprar de golpe y luego escalonar los envíos a través de Federal Express.
—Has mirado en la sala Lafayette? —le preguntó la señora Crimm a su marido—. A veces tu lupa termina allí, en la arqueta Sheraton, junto a la lámpara de aceite.
Ahora que lo pienso, recuerdo que el otro día la vi junto al espejo doble.
—¿Y por qué tendría que haber ido a parar a la sala Lafayette? —replicó, malhumorado, el gobernador—. Allí sólo dejamos dormir a los otros gobernadores y a los ex presidentes. Alguien me la esconde. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres que vea lo que me rodea? —preguntó mientras se levantaba de la antigua y frágil silla.
—Ya sabes que nunca me he propuesto que no vieras las cosas, querido —respondió ella al tiempo que lo llevaba fuera del salón—. Sin embargo, esta mañana por casualidad he leído a ese peligroso Agente Verdad. Supongo que no has visto lo que ha vuelto a publicar en su web —dijo para desviar la atención del esposo.
—Qué ha dicho esta vez? —El gobernador siguió a su mujer y chocó con la mesita de té de una salita en la que había un quinqué de cristal—. ¿Lo has impreso?
—Por supuesto —respondió con gravedad la señora Crimm—. Y como no encuentras la lupa, tendré que leértelo yo. Pero temo que te pondrás peor, Bedford y que tu submarino se resentirá.
Al gobernador no le gustó que su mujer hablara abiertamente de su submarino, que era el nombre familiar con el que se referían a sus intestinos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó bizqueando para asegurarse de que nadie les oía.
—No hay nadie, tesoro. Sólo tú y yo, y ya casi hemos llegado a la sala de desayuno. Ahora dobla a la derecha y ten cuidado con la litografía. ¡Oh…! Bueno, yo la enderezaré.
El gobernador oyó que algo rozaba la pared mientras su esposa arreglaba la litografía que él acababa de golpear con su larga nariz.
—Si me doy otra vez en la cabeza con eso… —amenazó mientras arrastraba los pies hasta la sala de desayuno y buscaba a tientas una silla—. Por cierto, ¿qué es?
Es el tratado de William Penn con los indios.
La señora Crimm desplegó una servilleta de lino y se la introdujo a su marido en el cuello de la camisa, que se abrochaba con corchetes y no combinaba con sus tirantes de lana de colores, el chaleco de terciopelo verde o la corbata a rayas.
—Esto no es Filadelfia y no comprendo por qué tenemos a William Penn en la mansión —dijo el gobernador. ¿Desde cuándo está aquí?
Era obvio que había olvidado la pasión fugaz de su esposa por las litografías, si es que alguna vez había sabido de ella. Cuando Pony se materializó con la cafetera, el gobernador lanzó un suspiro.
—Buenos días, señor —dijo Pony mientras servía el café.
—No lo son, Pony, en absoluto. El mundo se va al diablo por momentos.
—Sí, señor, sin duda —convino Pony al tiempo que asentía con la cabeza en gesto solidario—. Y le diré una cosa: yo pensaba que el mundo se había ido al diablo hace ya tiempo, pero me equivocaba, claro que sí. Las cosas cada vez están más liadas, lo bastante como para que un hombre desee correr hasta la iglesia y suplicarle a Dios por favor que nos libere de nuestras penas y nos perdone los pecados y haga que la gente se comporte. ¿Qué pasa con la gente?
»Mire usted, el otro día —prosiguió Pony—, cuando dio ese banquete yo andaba con mis cosas, preparando té para las camareras de esa empresa que nos trajo la comida, y oí hablar a dos de ellas. Una le decía a la otra:
»—Me pregunto si podría llevarme una de esas tacitas de té que tienen grabado el nombre de la Commonwealth de Virginia, ¿tú que crees?
»—No veo por qué no —respondió la otra—. Pagas tus impuestos, ¿verdad?
»—Pues claro que sí —respondió la primera—. Y, de todas maneras, aquí no hay nada que sea propiedad de la familia Crimm. Nos pertenece a todos.
»Sí, eso es una verdad como un templo… —dijo la otra—. Claro que es de todos.
»Entonces —prosiguió Pony, animado al ver el efecto que causaban sus palabras— las dos camareras se metieron las tazas en el bolso. ¿Se imagina?
—¿Qué demonios…? —farfulló la primera dama, sorprendida y disgustada—. ¿Por qué no se lo impidió usted, por el amor de Dios? Espero que no se llevaran las tazas sin asa y esos platos tan monos de nácar con el diseño floral de Leeds.
Oh, no, señora. Claro que no —la tranquilizó Pony—. Eran unas con asa, las que tienen el emblema en oro de la Commonwealth.
—No tenía que haber servido té a las camareras —le riñó la señora Crimm—. Y mucho menos en las tazas oficiales. Las camareras vienen aquí a trabajar, no son personalidades invitadas a la mansión, por Dios. —Miró al gobernador en busca de apoyo mientras éste derramaba el café sobre el mantel al intentar poner la taza encima del plato—. Tenemos que dejar de ser tan generosos con el público, Bedford. De seguir así, cualquier día un taxista o un recaudador de impuestos se presentará en la puerta exigiendo una visita privada a la mansión con té incluido, servido en tazas de la mejor porcelana.
—La mansión no nos pertenece —recordó el gobernador a su mujer y unos oscuros pensamientos empezaron a poblar su mente, todos apiñados como personas desconocidas en un ascensor, al tiempo que la puerta de su paciencia se cerraba y su estado de ánimo empezaba a decaer. Si se supiera la verdad, cualquier persona de la calle podría venir y pedir que le enseñáramos la casa, pero eso no significa que tengamos que hacerlo o que nos obliguen a ello. La gente no sabe que legalmente tiene ese derecho, y no seré yo quien se lo diga. Y ahora, léeme ese maldito ensayo, Maude.
Deseaba con todas sus fuerzas que aquel día hubiese otro enigma que lo ayudase a atravesar la maraña que parecía envolverlo por doquier.
Trata sobre momias —dijo ella, mirando por encima de las gafas—. A mí siempre me han aterrorizado las momias, ¿sabes? No sabía que a otros les pasara lo mismo, pero ¿qué es todo esto de la isla Tangier? Es la segunda vez que el Agente Verdad la menciona. ¿Qué está ocurriendo ahí, Bedford?
—¿Qué prefiere para acompañar los huevos? ¿Patatas y cebollas fritas o sémola? —preguntó Pony con cortesía.
—No sabía que fuéramos a tomar huevos —respondió el gobernador.
—Le he pedido que nos traiga huevos escalfados —informó la señora Crimm a su marido al tiempo que se alisaba la bata sobre su ancho regazo—. He pensado que te sentarían bien. Cuando tu submarino no funciona bien, lo mejor es tomar comida insípida.
Al igual que sus intestinos, la mente del gobernador Crimm se sumergía sin un rumbo definido. A medida que sus sospechas se transformaban en convicciones, dejó de prestar atención a lo que su esposa decía o leía. En lo que el Agente Verdad había escrito sobre las momias había un mensaje cifrado y, de repente, Crimm recordó que él de pequeño llamaba «momi» a su madre.
Lutilla Crimm había concebido a su hijo mayor en una zona rica de Charlottesville llamada Farmington, durante una tormenta de nieve. Con dificultad, Crimm evocó todo lo que había oído comentar al respecto, y parecía que cuando su padre se enojaba con su esposa cogía por banda al pequeño Bedford y le decía que nunca permitiese que una mujer le mandara y le arruinase la vida:
—Las mujeres están llenas de mentiras —decía el padre de Bedford cuando cargaban troncos para la estufa o retiraban a paladas la nieve de la acera de su casa, un impresionante edificio de ladrillos que se perfilaba sobre un fondo de montañas—. Te harán carantoñas y pensarás que tienen ganas de hacer el amor contigo, pero cuando te tengan bien atrapado y cargado de hijos y responsabilidades, entonces, ¿sabes qué?
—¿Qué? —Bedford había empezado a formular la que sería su pregunta más frecuente.
—¿Qué? —repitió el padre—. ¡Ya te diré yo qué! Entonces, justo cuando estés en pleno…, de repente te dirán que hay que enmasillar otra vez el techo o que las molduras tienen grietas o que hay telarañas en la lámpara.
—¡Oh! —exclamó Bedford, sin parar de meter troncos partidos en la caja que había junto a la estufa.
Vamos a decirlo de otro modo, hijo —prosiguió su padre mientras su mujer trabajaba en una labor de punto de aguja en su salón del piso de arriba—. La mitad de ti quedó desparramada sobre la colcha y probablemente por eso eres un enano con la visión deficiente.
—¿Qué fue exactamente lo que dijo mamá? —Bedford tenía que saber la verdad—. ¿Habló del techo o de las telarañas?
—De ninguna de las dos cosas. Se sentó erguida en la cama y dijo: «Creo que no le he puesto comida al gato».
—¿De veras? —Bedford nunca olvidaría el desaliento que sintió al saber que siempre sería bajo, cegato y feo, todo por culpa de un gato—. ¿Y por qué mamá pensó una cosa así en ese momento?
Eso es justo lo que quería decirte de las mujeres, hijo. En ese momento piensan en cualquier cosa para provocar una distracción. —El padre metió un tronco en la estufa y saltaron unas chispas en señal de protesta—. Cuando habló del gato, tu madre sabía perfectamente lo que hacía.
Desde entonces Bedford Crimen no sólo odió a los gatos, sino que llevaba una honda pena en su corazón y se sentía muy inseguro porque su madre había provocado un interrups durante su concepción, derramando así gran parte de su vitalidad en la colcha. No debía de querer mucho al hijo que estaba por nacer, reflexionaba Bedford con tristeza mientras pelaba un huevo que apenas lograba ver y buscaba el molinillo de la pimienta sin prestar atención a su mujer. Esta mantenía una tensa conversación con Pony sobre la gente que había sido alcanzada por un rayo. Crimm creía que el poder conseguido en la política le había permitido dejar atrás su injusta infancia, pero en aquel momento el Agente Verdad la había sacado de nuevo a la luz.