¡
Tengan cuidado ahí afuera!
El gobernador Bedford Crimen IV no supo nada de la página web del Agente Verdad hasta que Major Trader, su secretario de prensa, acudió a verlo a la una de la tarde y depositó la «Breve explicación» sobre el escritorio antiguo de madera nudosa.
—Está al corriente de esto, gobernador? —preguntó Trader.
El gobernador Grimm cogió la copia impresa de ordenador y le echó un vistazo, ceñudo.
—Qué es, exactamente?
—Buena pregunta —respondió Trader, sombrío. Todos sabíamos que esto estaba al caer, pero no ha habido manera de confirmarlo o de prever su efecto porque Agente Verdad es un nombre falso. Y parece que no hay modo de rastrear a ese agente renegado en Internet.
Ya veo —asintió el gobernador mientras buscaba a tientas un par de palabras adecuadas—. ¿Debo suponer que es uno de los nuestros? ¡Oh! —añadió, sorprendido agradablemente cuando Trader le ofreció una galleta de chocolate sobre una bandejita de cerámica de Wedge-wood—. Vaya, gracias.
—Recién hecha esta mañana con el mejor chocolate belga. Me temo que yo he comido demasiadas.
—Su esposa es una cocinera excelente, desde luego —dijo el gobernador al tiempo que engullía media galleta en dos bocados. Apuesto a que no emplea levadura. ¿O ya hemos hablado de esto?
Incapaz de resistirse al chocolate, devoró el resto de la galleta.
—Sí de pe a pa.
Una frase que siempre me ha parecido extraña —reflexionó el gobernador al tiempo que se limpiaba los dedos con un pañuelo—. ¿Qué es eso de «de pe a pa»?
—Es una locución popular que tiene que ver con…
—Tsst, tsst… —El gobernador soltó su habitual siseo, que significaba que no buscaba una respuesta a la cuestión, sino simplemente expresar su curiosidad—. Adelante con los asuntos —añadió, impaciente.
—Sí —dijo Trader—. El Agente Verdad. No hay nadie que se apellide Verdad en ningún cuerpo de policía del Estado, y nadie tiene la menor idea de quién pueda ser. Pero antes de la publicación de este primer artículo —señaló las hojas impresas— ha habido numerosos anuncios de la página web y de la fecha en que se lanzaría. Sea quien sea ese individuo, conoce Internet lo bastante como para asegurarse de que sus campañas de publicidad lleguen a todos los rincones.
El gobernador Crimm cogió su lupa inglesa con mango de marfil, del siglo xvi. A través de ella, descifró el escrito en la medida suficiente para sentirse interesado y también algo ofendido.
—Hace tiempo que ha quedado claro que ese tal Agente Verdad reside en Virginia o que, por lo menos quiere apuntar a Virginia —continuó Trader con indignación mientras el gobernador leía despacio—. Tengo un archivo de lo que ha colgado en varios tableros de anuncios y de los correos electrónicos que ha enviado masivamente. Al parecer tiene acceso a todas las direcciones electrónicas gubernamentales de los estados del Este, lo cual me lleva a pensar que trabaja desde dentro y que es un renegado y un liante.
Pues a mí me gustaría saber qué tiene que decir respecto al hecho de que los Estados Unidos empezaron en Jamestown y no en Plymouth —replicó Crimm, cuya familia vivía en Virginia desde la guerra de Independencia—. Ya estoy harto de que otros estados se lleven la fama por algo que hicimos nosotros. Sin embargo, no me gusta su insinuación de que la historia no es de fiar. Eso va a levantar muchas ampollas, ¿no? ¿Y a qué viene lo de los piratas? —Fijó la lupa sobre el nombre de Barbanegra.
—Muy inquietante. Estoy seguro de que habrá oído las noticias esta mañana, gobernador…
—Claro, claro —respondió Crimm en tono distraído—. ¿Tiene más información al respecto?
—La víctima, Moses Custer, fue molida a golpes; no recordaba gran cosa y sólo hablaba de una experiencia única con un ángel al que se le había estropeado el coche. Pero después de nuevos interrogatorios de la policía estatal ha vuelto a sus cabales y parece que recuerda a un joven blanco con trenzas que soltó procacidades al abrir el remolque del Peterbilt y descubrir miles de calabazas, que el chico y su banda tuvieron que descargar, deprisa y en secreto, al río James. El tal Custer presentaba el mismo tipo de cortes extraños que algunas de las otras víctimas.
—Tenía la impresión de que estábamos haciendo todo lo posible para frenar ese asunto de los piratas —creyó recordar el gobernador. ¿No le ordené a la superintendente Hammer que no hiciera declaraciones a la prensa sin nuestra autorización previa?
—Desde luego que sí. Y, de momento, aún podemos seguir ocultando a la prensa los detalles más sensacionalistas.
—No supondrá usted que el Agente Verdad se propone seguir hablando por Internet de nuestros problemas con los piratas, ¿verdad?
—Pues sí, señor —respondió Trader como si lo diera por hecho—. Podemos estar seguros de que esa página web va a abrir la caja de los truenos porque, según todos los indicios, esto es un trabajo desde dentro y me temo que, si las cosas van a peor, se exija responsabilidades a su Administración.
—Quizá tenga razón. Siempre me echan la culpa de casi todo… —confesó el gobernador al tiempo que le rugía el vientre y los intestinos se lanzaban a una actividad febril, como gusanos expuestos de repente a la luz del día.
El estómago de Crimm ya no era el de antes, y muy a menudo le hacía sentirse fatal. La noche anterior había tenido que soportar una cena de gala, una más, en la mansión oficial. Y, dado que recibía a algunos de sus principales patrocinadores financieros, el anfitrión había decidido que era importante servir comida y bebida de Virginia. Como de costumbre, tomaron jamón de Smithfield, manzanas asadas de Winchester, galletas elaboradas según una receta de antes de la guerra y caldos de los viñedos virginianos.
Grimm, sencillamente, ya no podía digerir nada de todo aquello, en especial las manzanas, y había pasado la mayor parte de la mañana buscando el retrete más discreto y seguro del Capitolio hasta que, al fin, renunció a más reuniones de gabinete para refugiarse en su despacho, que tenía paredes gruesas y disponía de cuarto de baño privado que podía utilizar sin agentes de la Unidad de Protección Ejecutiva apostados delante de la puerta. Por si todo eso fuera poco, el vino le había provocado sinusitis.
—Es absurdo que tenga que servir, y mucho menos beber, esos vinos peleones se quejó con amargura mientras deslizaba la lupa sobre el escrito.
—Disculpe, ¿qué vinos? —inquirió Trader, perplejo.
—¡Oh!, supongo que no estuvo aquí anoche. —Crimm suspiró—. Deberíamos servir vinos franceses.
Piense en cuanto le gustaban a Thomas Jefferson los caldos franceses y todo lo francés. ¿Por qué, pues, ha de ser tan escandalosa quiebra de las tradiciones el servirlos en la mansión?
—Ya sabe cómo le gusta a la gente criticar —le recordó Trader—. Coincido totalmente con usted en que los vinos franceses son mucho mejores y usted se los merece. Pero seguro que alguien mencionará el detalle y, sin duda, sería comentado en todas partes y perjudicaría su reputación. Esto nos lleva otra vez al Agente Verdad. Ese artículo es sólo el principio. Tenemos un cañón suelto en las manos y deberíamos parar de algún modo a quienquiera que sea o, por lo menos, tener algo que decir al respecto.
Al gobernador le sobró la referencia al cañón, también, y continuó descifrando palabras sin apenas hacer caso del secretario de prensa, que era un entrometido irritante. Crimm no estaba seguro de por qué había contratado a Major Trader, o de si lo había hecho alguna vez. En cualquier caso, Trader no era plato del gusto de Crimm; al menos, ya no, suponiendo que alguna vez lo hubiera sido. El secretario de prensa era un gordo desaliñado mucho más interesado en comilonas, grandes historias y baladronadas que en mostrarse sincero en cualquier tema. Lo único bueno de que a Crimm le fallara la vista era que ya no distinguía bien a gente como Trader, aunque se hallara en una sala rodeado de tipos así. Y agradecía a Dios aquel favor, porque la visión de Trader con sus mofletes, sus trajes desastrados y sus mechones largos y grasientos aplastados sobre la calva, resultaba cada día más ofensiva.
«… objetos reflejados en un espejo se hallan más cerca de lo que parece —leyó despacio el gobernador, en voz alta, concentrado en la lupa—, el pasado cabalga en nuestro parachoques por las autopistas de la vida y puede, incluso, estar dentro del coche junto a nosotros…»
—Levantó la vista y observó a Trader con un ojo enorme: Hum, esto es interesante.
—No tengo ni idea de qué significa, si es que significa algo. A Trader le irritaba que el gobernador pensara por su cuenta algo distinto de lo que él, su secretario de prensa, le recomendaba.
—Es una especie de acertijo —prosiguió el gobernador, intrigado, mientras movía la lupa sobre el artículo como si estuviera leyendo un tablero de ouija—. ¿Recuerda a Enigma, de Batman? ¿Recuerda que enviaba aquellos acertijos respecto a dónde, cuando y cómo iba a dar su siguiente golpe, y que Batman y Robin tenían que descifrarlos para intervenir? Este Agente Verdad nos proporciona una clave de algo, de lo que se propone hacer a continuación, o quizá, de lo que yo mismo debería hacer; algo relacionado con «las autopistas de la vida».
—Hablando de eso… —Trader aprovechó la oportunidad para cambiar de tema y exponer un asunto que sí podía controlar—. La velocidad excesiva continúa siendo un grave problema, gobernador, y se me ocurre que, si insistimos sobre el control de la velocidad de los vehículos, conseguiremos desviar la atención de la opinión pública del asunto de los piratas.
La velocidad excesiva en «las autopistas de la vida». Quizá sea eso a lo que se refiere ese tipo. Sí, quizá sea éste el acertijo —asintió el gobernador, fascinado con sus propias deducciones—. Pero no sabía que el problema hubiera empeorado…
Eso no había ocurrido, pero Trader quería desviar la atención del gobernador de cualquier acertijo. Crimm era famoso por sus declaraciones inadecuadas y necias sobre cualquier tema que despertara su curiosidad o interés, y en absoluto convenía dar la impresión de que un acertijo o el mismísimo Enigma influenciaba sus decisiones ejecutivas.
—Los ciudadanos se quejan de tener que saltarse la limitación de velocidad incluso en el carril de tráfico lento, a causa de los conductores agresivos que se pegan a sus parachoques y les hacen ráfagas con las luces —improvisó Trader sobre la marcha—. Y no podemos colocar agentes con radares cada par de kilómetros. Además, cada vez hay más incidentes de tráfico por culpa de esos indisciplinados que quieren ir a ciento cuarenta por hora y no les importa cómo adelantan.
—La gente no está lo bastante acojonada, ése es el problema. —El gobernador apenas prestaba atención, concentrado en descifrar lo que decía el Agente Verdad respecto al ADN—. ¿Sabe una cosa, Trader? El tipo tiene razón en lo de fiarse de la tecnología y no de los seres humanos. Quizá podamos idear una manera de hacer creer al público que tenemos una nueva tecnología avanzada que lo descubrirá incluso sin la presencia de un agente sobre el terreno.
De repente el gobernador empezó a creer con una fe casi religiosa en que era aquello lo que insinuaba el Agente Verdad. Ya era hora de imponer tal creencia al público, metiéndole miedo. Los detectives y los fiscales ya lo hacían cada día al amenazar a los sospechosos con la prueba de ADN, aunque no se dispusiera de tal ADN o el análisis del mismo fuera irrelevante. ¿Por qué, pues, no podía empezar él también a atemorizar a la gente? Ya estaba cansado de ser amable. ¿De qué le servía, en definitiva?
—Tenemos todos esos helicópteros nuevos —comentó a su secretario de prensa. Acojonemos a la gente con ellos.
—¿Qué?
—¿Quiere usar helicópteros para localizar conductores imprudentes y multarlos? —A Trader no le gustó nada la idea, sobre todo porque no se le había ocurrido a él.
—No, no. Pero no veo ninguna razón para no destinarlos a comprobar la velocidad desde el aire; podemos simular que llevan ordenadores sofisticados que la miden y que trasmiten los datos a los agentes que se encuentran en tierra con el fin de que éstos persigan a los infractores. —El gobernador notó que le venía otro retortijón de vientre; era como si las tripas tuvieran la urgencia de ir a alguna parte. Lo único que tenemos que hacer es colocar rótulos de advertencia en las carreteras; así haremos que el público se lo trague y tema ser detenido aunque no haya helicópteros ni agentes en veinte kilómetros a la redonda.
—Ya entiendo. Un farol.
El gobernador tenía prisa por acabar la conversación:
—Por supuesto. Póngase a trabajar en esto de inmediato. Vuelva con la propuesta y emitiremos un comunicado de prensa antes de que acabe el día.
—Usar la aviación para pillar a los conductores no es buena idea —le advirtió Trader—. Una cosa así afectará a su valoración en las encuestas y creará una situación explosiva.
Para situación explosiva, la que se estaba gestando en sus intestinos, pensó Crimm al tiempo que saltaba de su sillón de cuero y ordenaba a Trader que saliera. Momentos después, sentado tras la puerta cerrada con el ventilador conectado, se preguntó quién era en realidad el Agente Verdad y si habría alguna manera de influir en lo que publicaba en Internet. Contar con una persona reflexiva y filosófica que difundiera sus ideas y creencias sería de gran ayuda, pensó el gobernador. Alargó la mano y agarró el teléfono móvil que se hallaba en la repisa junto al papel higiénico.
—¿Con quién hablo? —preguntó Crimm cuando una voz respondió.
—Agente Macovich —le llegó la respuesta titubeante desde el puesto de la Unidad de Protección Ejecutiva, en el sótano de la mansión.
Thorlo Macovich reconoció al instante la voz del gobernador y esperó que éste no reconociera la suya. O tal vez, con suerte, que ya hubiese olvidado el incidente ocurrido hacía dos noches en la sala de billar de la mansión. Aunque también cabía la posibilidad de que el gobernador no lo hubiera visto, porque últimamente estaba muy cegato; pero seguro que la hija pequeña de Crimm sí que lo recordaría. Macovich no había visto nunca a nadie caer presa de tal ataque de furia por perder una partida. La chica se había dedicado a gritar obscenidades y había ordenado al agente que se quedara en el sótano y no volviera a pisar las plantas superiores, lo cual era una grave interferencia con sus obligaciones.
—El Agente Verdad… empezó a decir Crimm al tiempo que el retortijón lo obligaba a doblarse.