—¡Mierda! —Trader blasfemó como un pirata y tiró con fuerza—. ¡Que los demonios se apoderen de mi alma!
Cuanto más fuerte tiraba, más se le clavaban los dientes de la cremallera. Estaba en un apuro, de acuer… do, porque la cremallera se hallaba exactamente a mitad de camino y cuanto más luchaba con ella, más se queja… ba su vejiga. Tambaleante, se puso una mano entre las piernas y maldijo su suerte al tiempo que intentaba rom… per los clientes metálicos de la cremallera.
Cruz se agazapó en las sombras detrás del contene… dor y asomó la cabeza para observar, asombrado, lo que estaba ocurriendo. Nunca había visto un numerito como aquél. ¿En qué demonios hablaba el gordo y por qué saltaba sobre un pie y después sobre el otro mientras se agarraba las partes íntimas? Bajo aquella luz escasa parecía que se tiraba de la entrepierna hacia arriba, como si quisiera librarse de la gravedad y salir volando, jadeaba y maldecía como un pirata y sus saltos y brincos eran cada vez más vigorosos y lo impulsaban más cerca del contenedor en dirección a Cruz.
Cruz dejó el paquete en el suelo y se puso frente al contenedor justo en el momento en que aquel demente avanzaba a saltos hasta la parte trasera de éste. Entonces corrió, montó en su coche y se alejó a toda velocidad mientras Trader seguía agarrándose las partesy saltando y su urgencia se volvía más insoportable. La cremallera había pasado de resistirse a quedarse completamente trabada. Aquellos dientes de metal no iban a soltarse y estaban clavados con tal violencia que la cremallera ardía al tacto.
Trader tiró de ella y gimió de dolor. Era como si al… guien le hubiese puesto una bomba de bicicleta en la ve… jiga y quisiera saber cuántos kilos de presión podía apli… car antes de que reventara y quedara plana de alivio y vergüenza. Los piratas no se meaban encima, ni de ni… ños. Una cosa era mearse en otros y en sus propiedades, pero uno no se meaba encima ni siquiera mientras abor… daba un barco o incendiaba un vivero de cangrejos. Tra… der estaba cansado de saltare jadeante cuando vio un pa… quete en el suelo y se sentó sobre él con las piernas cruzadas.
—Maldita sea —murmuró repetidas veces mientras la puerta trasera del Freckles se abría. Un rayo de luz lo alcanzó y entrecerró los ojos.
Hooter Shook acababa de terminar el turno en el peaje y se había dejado caer por el bar en busca de com… pañía masculina y una bebida. Se lo había pasado tan bien con el grandullón de Macovich que la cabeza le em… pezó a dar vueltas. Luego, por desgracia, discutieron.
—No creo que me case —le dijo Macovich mientras se atizaba la cuarta cerveza, porque no quiero que un montón de niños me salten encima en el momento en que entro en casa y que todo mi dinero salga por la ventana. Llevo tiempo ahorrando para comprarme un Corvette.
—¿Qué? —Hooter estaba un poco bebida, y la cerveza y su carácter no combinaban bien.
—Eres como todos los demás —lo acusó mientras hacía repiquetear sus uñas postizas increíblemente largas sobre la barra Sí, yo me mato trabajando y cuando llego a casa te encuen… tro sacando brillo a ese coche tuyo mientras que los ni… ños están en la casa berreando, con los pañales sucios y sin nada que comer. Luego esperas sexo de mí mientras bebes cerveza y ni siquiera me preguntas qué tal me ha ido la jornada.
—¡Vaya! ¡Has saltado al final de la película, nena! Todavía no hemos hecho manitas y ya estamos casados y tenemos niños. ¿Por qué no bebemos más cerveza y nos relajamos?
Ella tamborileó las uñas con tanta fuerza y de una manera tan errática que parecían patines de hielo en un partido de hockey.
—Nunca he entendido por qué las mujeres tenéis que llevar esas uñas de ocho centímetros —confesó—. ¿Has cogido alguna vez un sello o una moneda?
—Yo no cojo monedas si no es con guantes —repli… có, indignada. ¡Ya sabes cómo me siento con las cosas sucias e insalubres!
Eso preocupó a Macovich de manera considerable. Si se sentía de ese modo con el dinero, ¿qué tipo de in… tercambios iba a tener con ella? Por lo que había conta… do, dormía con un traje anticontaminación biológica y esas uñas podían hacerle daño en sus partes delicadas. Vaya, pensó. ¿Y si le clavaba las uñas en el caballo? ¿Y si, además, llevaba un perfume llamado Veneno? Tenía que mostrarse más precavido y no ligar con alguien que ha… bía conocido en el peaje de la autopista. La última vez que ligó con una mujer de la que no sabía nada, la situa… ción había sido parecida. Letitia Sweet trabajaba en el supermercado Shell Quik, cerca de comisaría, y una tarde que Macovich estaba de turno entró a comprar palomitas y a tomarse un café. Letitia era robusta como un Cadillac y a buen seguro tenía encima tantos kilómetros y tantas capas de pintura como el coche, pero Macovich estaba de mal humor debido a esa fiera del billar que era la hija de Crimm.
—¿Qué llevas puesto? —le preguntó a Letitia cuando ésta apareció tras el mostrador, impresionándola con un billete de veinte dólares.
—¿Qué quieres decir con eso de qué llevo puesto? Ella le dedicó una sonrisa y se inclinó sobre la caja registradora, mostrando sus pechos como artillería.
Macovich tuvo que reconocerlo; aquella mujer era un bocado apetitoso la agarrara por donde la agarrara, aun cuando su primera cita fuera la última.
—¿Quién te crees que eres? —le gritó Letitia. ¿Qué te crees que haces, agarrándome de este modo? ¿Piensas que no tengo sangre en las venas? ¿Te gustaría que te cogiera y te diera con el estropajo que utilizo pa… ra limpiar el puchero al final de la jornada?
Ella le hizo una demostración y Macovich tuvo que admitir que no le gustó en absoluto. Así pues, ¿por qué había ido de Letitia a Hooter? Estaba perdido en el es… pacio de su propia disfunción y de sus malas experien… cias. Cuando Hooter dijo que necesitaba aire fresco y que, si tenía suerte, hablaría con él breves momentos en caso de que volviera a pasar por el carril de importe exac… to, decidió que era mejor no protestar. Como era habi… tual, ella terminaba la cita en un sitio dejado de la mano de Dios, sin medio de transporte para volver a casa. Sin… tió pena de sí misma, pero olvidó sus problemas durante unos instantes cuando salió al callejón y vio a un hombre gordo sentado sobre un paquete junto al contenedor.
¿Qué te pasa, cariño? Me parece que no te encuentras bien —dijo Hooter acercándose a él con sus tambaleantes tacones altos—. ¿Qué haces en este frío callejón? ¿Quieres que llame a una ambulancia?
—Se me ha trabado la cremallera —le dijo Trader, que se retorcía y tiraba de ella en vano. ¡Maldición!
—A mí me ha ocurrido alguna vez —se solidarizó Hooter al tiempo que se acercaba y lo miraba bien para asegurarse de que no se tratara de un desequilibrado mental—. Y te digo que es mucho peor cuando sucede detrás. Señaló la espalda de un imaginario vestido de noche. A mí me ocurrió en ese elegante baile de Nochevieja en el Holiday Inn. No podía subirme la crema… llera y temía que, si tiraba muy fuerte, rompería aquel bonito traje.
Siguió explicando con todo detalle que, finalmente, había decidido esperar en el vestíbulo del hotel hasta que pasó un joven árabe y la ayudó a bajarse la cremallera pa… ra que pudiera volver a subírsela sin que se enganchara en la tela de chiffon. Pero el árabe no quería que se la su… biera y, de hecho, insistió en que se quitara el vestido y todo lo que llevaba debajo; ella no tuvo más remedio que pegarle. Hooter encendió un cigarrillo, atrapada en sus recuerdos mientras Trader seguía luchando con la cre… mallera y le suplicaba que lo liberase de aquel cautiverio.
Echame una mano, por favor.
—Qué dices, que quieres un cigarrillo? —Ella en… cendió uno y se lo tendió—. Te daré todos los que quie… ras y no te cobraré, porque nunca toco dinero con mis manos. Además, creo que es un pecado dar un cigarrillo a alguien y después cobrarle, ¿no te parece? ¿Estás sen… tado encima de algo, cariño?
De repente Trader notó el duro bulto sobre el que se había situado junto al contenedor. Lo palpó con la mano que tenía libre y empezó a arrancar el papel al tiem… po que apagaba el cigarrillo en el suelo.
—Armas —anunció, y entonces advirtió que tal vez podría utilizar una para disparar contra la cremallera y desatascarla, siempre que procediera con cuidado.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y por qué te has sentado encima de esas pistolas? Eso es peligroso. ¿Por qué las tienes envueltas como si te hubiesen llegado por un servicio de paquetería?
Trader sacó una pistola de nueve milímetros, abrió la recámara v, aunque no estaba familiarizado con las ar… mas de fuego, a excepción de las pistolas de señales, se alegró de ver que estaba cargada. Manoseó la corredera hasta que intuyó que el cartucho ya estaba en la cámara. Separó las rodillas todo lo que pudo y disparó con cui… dado.
—¡Dios todopoderoso! —gritó cuando la bala chocó contra la cremallera de cobre y rebotó en el contene… dor produciendo gran estruendo.
—¡Estás loco! —chillo Hooter al tiempo que retrocedía unos pasos y estuvo a punto de caer. ¿Por qué disparas a tus partes íntimas?
Trader siguió debatiéndose con la cremallera y apretó de nuevo el gatillo; se enfureció al ver que la bala rebotaba en el metal y salía silbando hacia arriba, alcan… zando la farola de la calle. Aquella cremallera era indes… tructible y clavaba los dientes en un mordisco letal. El seguía disparando sin cesar y los casquillos caían al suelo. Hooter corrió por el callejón, llamando a la policía y haciendo señales con los brazos a los helicópteros que sobrevolaban la zona.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó. ¡Bajen y detengan a ese chiflado! ¡Quiere volarse las partes íntimas y está fallando, pero pronto alcanzará algo! ¡Socorro! ¡Socorro!
Andy aparcaba frente a la casa de Judy Hammer cuando le llegó la llamada por la radio.
—Alguien dispara en la manzana cinco mil de Pet… terson Avenue. No hay ningún agente de la zona. Hay testigos que informan de un tiroteo en el callejón.
Hammer apareció en el porche delantero, pregun… tándose por qué Andy no se apeaba del coche. Bajó las escaleras para averiguarlo.
—¿Qué haces? —preguntó Hammer mientras Andy bajaba la ventanilla.
—Hay un tiroteo y nadie responde a la llamada —respondió, excitado. Supongo que las otras patru… llas de la ciudad están ocupadas en otros tiroteos y bus… cando al hispano.
—Vamos —dijo ella sin vacilar al tiempo que mon… taba en el coche.
Arrancaron a toda prisa con la luz giratoria activada y la sirena a todo volumen mientras la telefonista de la policía seguía intentando que algún agente despertara y acudiera a Petterson Avenue.
—Tres treinta —dijo Andy por la radio, utilizando el número de unidad que tenía cuando estaba en el de… partamento de policía de Richmond.
—Tres treinta —repitió la telefonista, algo confun… dida, porque recordaba la agradable voz de Andy y sabía que ya no trabajaba para el municipio.
—Acudo a Petterson Avenue —confirmó Andy.
—Diez cuatro, antigua unidad tres treinta.
—¿Sabe en qué lugar del callejón? —preguntó, hablando al micrófono.
—Diez diez, tres treinta. —Era la manera que la po… licía tenía de decir: «Negativo, agente Brazil o quienquiera que se haga pasar por el agente Brazil».
La telefonista Betty Frealdey se volvió hacia los ope… radores de las llamadas de emergencia que estaban sen… tados a sus espaldas y se encogió de hombros.
—Pensaba que se había marchado y que había in… gresado en la policía estatal. ¿Qué hace aquí otra vez? —preguntó.
Todos los operadores de emergencia se encontraban ocupados. Esa noche, en Richmond las cosas estaban que ardían: Un varón blanco borracho había caído en el patio mientras sacaba de paseo a su perro. Una mujer negra yacía en medio de la calle, cerca de la tienda de co… mestibles Eggleston. Un bebé se había comido las cuen… tas que había en el interior de un osito de peluche Mille… nium Y2K. Se habían producido varios accidentes de coche y casi todos los agentes andaban tras los pasos de un varón hispano sospechoso de conducir un Grand Prix con matrícula de Nueva York. Sin embargo, el suceso que más llamó la atención de Hammer fue que un hom… bre con una bolsa en la cabeza había intentado robar la tienda de pan y pollo Popeye en Chamberlayne Avenue.
—Me pregunto si será el mismo tipo que el año pa… sado intentó atracar la cabina de un peaje —dijo Ham… mer—. ¿Cómo se llama? Chocó contra la cabina porque llevaba en la parte trasera de la cabeza los agujeros que había hecho en la bolsa y no veía.
—En la calle se le conoce por Stick —respondió Andy. Tiene un historial delictivo interminable y lle… va años utilizando el sistema de la bolsa.
—Habría que pensar que ya se ha dado cuenta de que su modus operandi es obvio y no funciona —dijo Hammer, a la que siempre sorprendía la estupidez de muchos delincuentes.
—Asaltó el Popeye de Broad Street hace un par de meses —recordó Andy al tiempo que aceleraba para cru… zar una luz en ámbar en Cary Street. Entró con la bol… sa en la cabeza, tropezó con la barandilla donde la gente hace cola, se hizo con ocho piezas de pollo para la cena y luego chocó contra el escaparate y se rompió la nariz. Conseguimos su ADN por la sangre que dejó en la bol… sa de papel.
—¿Vá armado?
—Ese es el problema. Nunca lleva armas; se limita a entrar con la bolsa en la cabeza y pide algo. Por eso no podemos acusarlo de nada serio y nunca pasa demasiado tiempo en la cárcel. Según él, pide a la gente que le dé algo y la gente se lo da sin protestar, lo cual no es un delito, y no hay nada en el Código de Virginia que impida andar por ahí con una bolsa en la cabeza. Así, cuando Stick se presenta al juicio, el juez lo deja en libertad.
—A cualquier agente de la zona —dijo la telefonis… ta—. Hay un varón blanco con una bolsa en la cabeza en el aparcamiento del Popeye en Chamberlayne Avenue. Una ambulancia va de camino hacia allí.
—Me parece que ha tropezado de nuevo —dijo Andy.
Aquella noche Stick no fue el único que tropezó. Cuando Barbie Fogg se apeó de su furgoneta en el apar… camiento, pisó la muñeca Barbie de una de las mellizas. Como siempre, estaba allí donde la niña había jugado con ella.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Barbie mientras se le… vantaba del suelo y comprobaba si se había hecho daño.
Barbie, que creía de veras en las señales del univer… so, interpretó lo que habría podido ser un accidente gra… ve como señal de que había dado un paso en falso y algo se le había pasado por alto. «¡0h, claro!», pensó mientras recordaba aquello tan especial que le había sucedido antes de detenerse en la residencia de ancianos, donde visitaba a mujeres enfermas y olvidadizas a las que no co… nocía. Barbie creía que el universo la había elegido para ser una sanadora y, por fin, el universo estaba a punto de recompensarla; era por eso que Hooter le había dado aquel regalo especial.