Read La isla de los perros Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (38 page)

Era cierto que aquella mañana su piel resplandecía de forma especial tras la mascarilla de glicólico que medio recordaba haberse puesto la noche anterior después de beber en abundancia. Pero por qué la miraban todos esos automovilistas? Algunos de ellos incluso hacían sonar la bocina, y uno que llevaba un pendiente y que la adelantó con su Porsche levantó el pulgar en señal de triunfo.

Redujo la velocidad al llegar a la cabina de Hooter y vio, complacida, que también ella lucía con orgullo el adhesivo del arco iris pegado en el cristal deslizante de la cabina.

—Vaya, ¿tú trabajas veinticuatro horas o qué? —la saludó Barbie. Hooter parecía encontrarse indispuesta—. Las dos tenemos adhesivos del arco iris, qué divertido, ¿no?

—Uf, ayer me pasaron unas cosas tan extrañas… —empezó a contar Hooter mientras los coches formaban una cola tras la furgoneta.

Hooter explicó a Barbie que un chalado sentado en un paquete de armas junto a un contenedor de un callejón había querido volarse las partes íntimas con una pistola.

—Y luego… ¿Conoces a ese agente inmenso con el que ligué anoche? Pues… —Hooter interrumpió su relato—. No, claro, no hay ninguna razón para que lo conozcas, pero tuve que llevarlo a casa de su mamá y él quería unos cariñitos, pero yo no le hice caso porque su mamá estaba justo allí, en la habitación de al lado, y seguro que estaba escuchando lo que hacíamos con la oreja pegada a la pared.

»Y entonces le dije: «¿Por qué vives aún con tu madre? Imagínate si llego a hacer lo que me pides y entra en la habitación y nos ve…». ¿Te imaginas si me pongo a montar el caballito de ese agente inmenso y cuando estamos en plena faena entra su madre en camisón? A mí eso me parece enfermizo. Ese hombre es raro, te lo aseguro.

—¿De qué caballito hablas? —Barbie estaba horrorizada y confundida.

—Es el nombre que él le da a la cosa de hombre más grande que jamás… —Los bocinazos apagaron el último comentario—. Lo que pasa es que nunca he visto una en directo, pero si me atengo al lío que armaba cuando intentaba sacarlo de su establo, ¿entiendes qué quiero decir? Tenía que ser realmente grande. —Sonaron más bocinas.

—Sí, bueno, ¿tú dirías que yo armo mucho lío? —le confió Barbie—. Toda esa gente me mira y toca el claxon y casi me saca de la carretera —añadió mientras un gran camión entraba en la hilera contigua y Bubba Loving alzaba el dedo índice en gesto despectivo y gritaba algo a Barbie—. ¿Cómo sabe mi nombre? —le preguntó a Hooter—. Es la primera vez que veo a ese hombre en mi vida y acaba de gritar mi nombre. Soy muy buena leyendo los labios.

—¡No me digas! —comentó Hooter, mirando hacia el camión—. No los soporto, de veras, cuando llevan la bandera confederada en el parabrisas y el nombre de Bubba» en la placa de matrícula. Suerte que ha ido a pasar por importe exacto, porque yo no toco dinero con-federado ni con guantes ni sin ellos, pero me parece que no ha dicho tu nombre. En realidad, dudo mucho de que lo haya dicho —añadió Hooter.

—Pues yo estoy segura de que ha dicho Fogg.

—No, qué va, dijo algo que no sonaba nada bonito, pero no fue tu apellido.

—¿Me ha insultado? Eso es el colmo. —Barbie estaba confundida—, ¿estás segura de que no ha dicho mi apellido?

—No seré yo quien se lo pregunte. Es un blanco sureño y palurdo y probablemente tiene una capucha en el armario, si sabes a qué me refiero.

Barbie no sabía a qué se refería.

—Sí, mujer, una sábana blanca. Seguro que va por ahí quemando cruces con los del Ku Klux Klan.

—Todo el que queme cruces irá al infierno —dijo Barbie con pía indignación.

—No me importa adónde vaya la gente como él después de morir. Lo que no quiero es que se detenga ante mi cabina e intente averiguar dónde vivo para venir luego a quemar cruces en mi jardín, aunque la verdad es que no tengo jardín. Pero supongo que puede quemar una cruz en el aparcamiento.

—Hay tanta gente chiflada. —Barbie estaba desanimada—. Las cosas no pueden ir peor.

Hooter no podía estar más de acuerdo con ella.

Mientras doblaba por la calle Nueve, camino del depósito, con Regina haciendo estallar globos de chicle en el asiento del pasajero, Andy tampoco creía que las cosas pudieran ir peor.

—Cómo se ponen en marcha las luces y la sirena, en este cacharro? —preguntó ella.

—No vamos a poner en marcha la luz ni la sirena —respondió él—. Y no me hables de usted, porque ahora eres la agente auxiliar.

—Muy bien. ¿Y por qué no las pones? Estás atendiendo un caso de asesinato, ¿no? Me parece que si quisieras ponerlas en marcha, podrías hacerlo.

—No, no podría. No estamos persiguiendo a nadie ni tampoco tenemos prisa —dijo, intentando contener la irritación.

—No estamos de buen humor hoy, ¿verdad? —comentó Regina mientras miraba por la ventanilla a la gente que buscaba aparcamiento en vano o esperaba bajo el frío para cruzar la calle.

No se veía sometida a los inconvenientes habituales y, por primera vez en muchos años, se sentía feliz. No podía creer que por fin había escapado a la guardia de protección de personalidades e iba con Andy dentro de un coche nuevo de la policía estatal, camino del depósito de cadáveres.

—Seré una buena compañera para ti —prosiguió—. Sé muchas cosas que tú probablemente no sabes y, ya puestos, más cosas que esa forense. Apuesto a que no sabrías qué hacer si quedaras atrapado en unas arenas movedizas, ¿verdad?

—No tengo la intención de quedarme nunca atrapado en una duna —replicó Andy—. La evitaría.

—Sí, eso es muy fácil decirlo. Si fuera tan sencillo evitar las arenas movedizas, la gente no se quedaría atrapada en ellas y moriría. Lo que hay que hacer es extender los brazos y las piernas e intentar flotar. —Se lo enseñó—. Después pones el bastón bajo la espalda para no hundirte y sacas las piernas y escapas. Y si quieres derribar una puerta, pegas una patada al cerrojo y la cerradura de un coche puede abrirse con una llave inglesa y una ganzúa. También sé cómo sobrevivir a los ataques de los cocodrilos, las pitones y las abejas asesinas —fanfarroneó—. Además puedo dar a luz en un taxi o salvarme si mi paracaídas no se abre.

—Eso lo dices porque has leído Cómo sobrevivir a la peor situación posible —replicó Andy para sorpresa de la chica—. Pero que hayas leído ese libro sentada confortablemente en la mansión no significa que sepas salvarte si ocurriera lo peor.

—Papá me lo regaló por mi cumpleaños —dijo Regina con presunción—. Y a mis hermanas nunca se lo ha regalado porque son unas cobardes a las que no les interesan las aventuras. No puedo imaginarme a Esperanza intentando aterrizar un avión cuyo piloto hubiese sufrido un infarto, y Constanza se moriría de miedo si se perdiera en el desierto o naufragase en alta mar.

Revolvió en su mochila y sacó el pequeño manual de brillantes tapas amarillas.

—Así pues, ¿qué harías si no se te abriera el paracaídas? —preguntó a Andy mientras alisaba la punta doblada de una página manchada de algo que parecía chocolate.

—Antes de saltar comprobaría que el paracaídas está en buen estado —replicó Andy, cuya paciencia se tensaba como una cuerda de guitarra a punto de romperse.

—¿Y si hubiera una tormenta de relámpagos?

—La evitaría.

—¿Te refugiarías bajo un árbol? —Regina estaba dispuesta a confundirlo para que diera una respuesta incorrecta.

—Pues claro que no.

—¿Y si estuvieras haciendo submarinismo a ochenta metros de profundidad y te quedaras sin aire? —le preguntó Regina con agresividad.

—Eso no me ocurriría.

Regina cerró el manual de una palmada y volvió a guardarlo en la mochila.

—Cuándo crees que podré conseguir un uniforme? —preguntó ella, cada vez más enojada.

—Después de que hayas asistido a la academia y te hayas graduado. Casi un año entero, siempre y cuando la academia te acepte.

—Tienen que aceptarme.

—El hecho de que tu padre sea gobernador no significa que todo el mundo tenga que aceptarte —replicó Andy de mal humor—. No tengo intención de decir a nadie quién eres, salvo una auxiliar que me ayuda.

—Pues ya lo diré yo —dijo ella, tras abrir la ventana y tirar el chicle.

—Eso sería muy poco inteligente por tu parte. ¿No crees que ya es hora de que la gente te acepte por cómo eres en vez de por quién eres? Y no tires nada por la ventanilla.

—¿Y si no me aceptan? —preguntó con languidez—. Y tú ya sabes que no me aceptarán. Nadie me ha aceptado nunca aun sabiendo quién es mi padre, ¿cómo van aceptarme sin saber quién es?

—Supongo que ha llegado la hora de que veas lo que ocurre y que aceptes de una vez por todas la realidad —dijo Andy mientras doblaba por Clay Street—. Y si la gente no te acepta, la culpa sólo será tuya.

—¡Y una mierda! No es culpa mía. —La voz de Regina subió de tono y se volvió más estridente—. ¡No puedo evitar haber nacido así!

—En cambio sí puedes evitar ser brusca y egoísta —replicó Andy—. Y todavía no estoy sordo, así que no grites. Quizá por una vez en la vida podrías pensar en los demás en vez de en ti misma. ¿Y esa pobre persona que ha pisado el chicle que acabas de tirar? ¿Te gustaría pisar un chicle cuando vas hacia el trabajo, tienes prisa, no puedes comprarte unos zapatos nuevos y te has dejado un niño enfermo en casa?

Regina nunca había pensado en eso.

—La gente no te acepta porque tú tampoco aceptas a nadie, ésa es la única razón. Son cosas que la gente nota —prosiguió Andy, que aparcaba detrás de un moderno edificio de ladrillo llamado Biotech II que albergaba la oficina y el laboratorio del forense.

—Pues no sé cómo hacerlo —confesó Regina—. Uno no sabe hacer cosas que nadie le ha enseñado. Y durante toda mi vida, todo el mundo me ha tratado de una manera especial porque soy quien soy. Nunca he tenido la oportunidad de pensar en nadie más.

—Pues ahora ya la tienes. —Andy aparcó en un espacio para los visitantes y se apeó—. Porque si me tratas mal, yo te trataré mal. Tal vez sea una buena cosa que hayas venido al depósito; así podrás practicar el ser amable con personas muertas a las que no les importará que no lo consigas.

—¡Qué idea tan estupenda! —Entusiasmada, Regina siguió a Andy por la acera en dirección al vestíbulo—. Pero ¿cómo voy a preocuparme de los sentimientos de alguien que ya no puede sentir?

—Eso se llama simpatía, compasión, unas palabras que sin duda te son desconocidas. —Andy se detuvo en recepción y firmó en el libro de visitas—. Intenta pensar en lo que han sufrido las personas que se encuentran aquí y en lo tristes que están sus familiares. Por una vez, deja de pensar en ti misma. Y si te portas de una manera molesta, eso será el final de tu trabajo como auxiliar porque no lo toleraré y sé que la jefa tampoco, y te echará a la calle de una patada.

—Papá puede despedirla —señaló Regina.

—Y ella se comerá a tu padre para desayunar —replicó Andy.

Mientras las cerraduras electrónicas se abrían y entraban en el despacho de la forense, Andy le tendió un pequeño bloc y un bolígrafo.

—Toma notas —le ordenó—. Apunta todo lo que diga la doctora y mantén la boca cerrada.

Regina no estaba acostumbrada a recibir órdenes, pero tan pronto como vio fotos de autopsias en las mesas del despacho empezó a perder su fanfarronería y su egoísmo habituales. Parecía que las empleadas conocían muy bien a Andy, y se mostraron muy simpáticas y coquetas con él. Regina quedó sorprendida y emocionada cuando Andy la presentó como su auxiliar.

—Menuda suerte la tuya —dijo una de ellas, guiñándole el ojo.

—Y yo, ¿por qué no puedo ser tu auxiliar? —preguntó otra—. Me encantaría que me enseñaras un par o tres de cosas.

—Hemos venido por el caso de ese pescador. —Andy iba directo al grano—. ¿Se está ocupando de él el doctor Sawamatsu?

—No, todavía no ha llegado.

—¿Y la jefa? —Andy se alegró de que el doctor Sawamatsu no estuviera y deseó que no apareciese. En primer lugar, el inglés del doctor Sawamatsu era lamentable y a Andy le costaba mucho esfuerzo entenderlo, sobre todo cuando utilizaba términos técnicos. El doctor Sawamatsu tenía sangre fría y era cínico, y Andy siempre se oponía a las personas que se mostraban insensibles con las víctimas, estuvieran éstas vivas o muertas. Y aún había algo peor: el doctor Sawamatsu había alardeado repetidas veces ante Andy sobre su colección de recuerdos entre los que se contaban articulaciones artificiales, implantes de mama y de pene, un ojo de vidrio, piezas y trozos humanos procedentes de accidentes aéreos y otros desastres. Andy dudaba de que la jefa e-tuviera al corriente de aquella afición indecorosa de su ayudante, porque la colección estaba en su casa y no en la oficina.

—Tal vez se lo diré —pensó Andy en voz alta mientras recorría el largo pasillo alfombrado que conducía a los despachos de la doctora Scarpetta.

—Decirle qué a quién? —Regina miró a su alrededor asombrada, haciendo una pausa para observar las salas interiores, donde había microscopios sobre las mesas y rayos X sujetos ante fuentes de luz.

—No hagas preguntas y, como decimos en las investigaciones criminales, no toques ni muevas nada —le advirtió Andy—. Y no podrás divulgar nada de lo que oigas o veas, ni siquiera a tu familia.

—Lo intentaré —asintió ella. Pero hasta ahora nunca he guardado un secreto.

Capítulo 22

Barbie Fogg solía escuchar secretos que le contaba la gente y también tenía algunos propios. Dolida por si Lennie también los tenía, decidió tomar la siguiente salida de la autopista y volver a la cabina de Hooter para contarle que estaba preocupada por la marcha de su matrimonio.

—Lennie sale mucho de la ciudad y el otro día me dijo que quería una amiga. ¿Tú crees que tiene ligues en la carretera porque a mí no me apetece el sexo? —le confió Barbie a Hooter. Bueno, en realidad Lennie se dedica a vender propiedades, y eso significa que pasa muchos ratos en casa sin demasiado que hacer, por lo que a veces vigila a las gemelas. Que tiene tiempo de sobra para los ligues, vaya. Y para empeorar aún más las cosas, ahora tiene que ir a Charlotte para una reunión importante, lo cual supone que me tendré que quedar en casa y no podré pasar a verte en una semana más o menos.

Tanto Barbie como Hooter se mostraron decepcionadas. Era como si fueran amigas de toda la vida.

—Oh, querida, no había pensado hasta ahora lo mucho que voy a echarte de menos —confesó Barbie.

—¡Oh, Dios mío, si no vienes a verme sufriré una crisis de ansiedad! ¿Con quién hablaré? ¿Por qué tiene que ir la gente a Charlotte? Estoy tan harta de que todos vayan a Carolina del Norte, ¿sabes? Como si fuera la tierra prometida o algo así. Mira, yo nunca he estado en Carolina del Norte. ¿Qué tiene de especial?

Other books

Drowned by Nichola Reilly
Swap Meet by Lolita Lopez
In Legend Born by Laura Resnick
On Solid Ground: Sequel to in Too Deep by Michelle Kemper Brownlow