La isla de los perros (50 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

—30 Sierra-Papa —respondió Macovich, haciéndose el inocente y fingiendo estar muy ocupado.

—¿Quién nos llama? —quiso saber Cat.

—Espere —transmitió Macovich a Andy.

—Es la torre —dijo luego a Cat por el intercomunicador de abordo, pues no quería cometer el mismo error de emitir lo que estaba hablando en privado.

—Déjame hablar con ellos —dijo Cat mientras cometía un error en la aproximación—. Necesito practicar con la radio.

—Ahora no —respondió Macovich por el micrófono—. Tendrás que hacer otro sobrevuelo, porque estabas demasiado alto para la aproximación y tengo la impresión de que la torre quiere quejarse de tu manera de volar, de modo que será mejor que me dejes hablar a mí. Y quítate los auriculares un momento porque lo que nos va a decir la torre no será nada agradable, te lo aseguro. ¡No te acerques tanto a la valla! ¡Sube a ochocientos pies y sigue pilotando mientras yo soluciono esto!

Cat se quitó los auriculares y entornó los ojos tras los cristales de sus gafas de sol Oakley, tratando de reconocer la silueta oscurísima de los árboles que se alzaban delante.

—30 Sierra-Papa —transmitió Macovich a Andy—. Ahora mismo estoy ocupado.

—Recibido. Eso lo sé muy bien —respondió la voz de Andy; su tono daba a entender que sabía perfectamente qué estaba haciendo Macovich—. Tu estudiante está en violación —Andy utilizó la jerga del sector.

—¿A qué te refieres? —Macovich estaba cada vez más alarmado y tiró del colectivo para salvar los árboles, un reflejo que ya apenas advertía porque se había hecho habitual tener que luchar con los controles del aparato mientras daba las lecciones a aquel inútil de la NASCAR.

—Tú limítate a informar a tu estudiante de que la torre te requiere que vuelvas a tierra lo antes posible —ordenó Andy a Macovich.

—Recibido —respondió éste a regañadientes; luego, señaló los auriculares e indicó a Cat que se los pusiera—. Tenemos un problema —le dijo—. ¡El aparato es mío, no me hagas repetir que apartes las manos y los pies de los controles! Tenemos un buen lío con las autoridades aeronáuticas, y voy a pilotar yo para que no tengamos más problemas y no acabemos estrellándonos.

—¡Mierda! —exclamó Cat—. ¡La carrera! ¡Mejor será que no haya problemas! El famoso piloto para el que trabajo no tolerará ningún fallo… ¡y es amigo del gobernador y del presidente de los Estados Unidos y hará que te despidan!

—No te preocupes —dijo Macovich al tiempo que aceleraba la marcha, de regreso al aeropuerto—. Yo me ocuparé.

Así fue, pues, cómo cayó Cat. Al cabo de una hora el tipo estaba en el calabozo municipal, encerrado en una celda llena de internos que no paraban de decirse «¡cállate!» y de hablar de un cachorro que había muerto arrollado por un coche que se había dado a la fuga. Andy llamó a Hammer tan pronto llegó a casa. Informó a su jefa de todo lo que sucedía y le dio la reconfortante noticia de que Popeye seguía viva y que quizá sería rescatada en la carrera.

—¡Ese condenado estúpido! —exclamó ella, refiriéndose a Macovich—. Ya puede ir entregando el arma y la placa cuando llegue a la central. Llámalo y dile que se presente en mi despacho a las ocho en punto.

—Con todos mis respetos, no estoy de acuerdo —declaró Andy—. Smoke y los demás perros de la carretera ignoran que hemos descubierto a Cat y que lo tenemos detenido.

—Sí, pero, para ellos también es un desaparecido en acción —le recordó Hammer—. ¿No crees que sospecharán algo cuando no aparezca para llevarlos a la carrera?

—Creo que tengo la manera de resolver eso.

—Ojalá.

—Yo llevaré al gobernador en el 407 y me aseguraré de que él, Moses Custer y los demás lleguen sanos y salvos a su palco. Y tendremos colocados estratégicamente a una veintena de agentes y de miembros de la Unidad de Protección de Personalidades. Macovich tiene que llevar a Smoke y a su banda según lo previsto. No te preocupes, jefa, yo me ocupo.

—¡Tonterías, Andy! —Hammer no estaba convencida—. Acudirán a esa maldita carrera más de ciento cincuenta mil aficionados. Veinte agentes no pueden proteger al gobernador y a sus invitados al mismo tiempo que controlan a esa multitud, si algo va mal. Al primer disparo que suene se producirá una estampida y puede morir gente aplastada. Los coches saldrán huyendo del autódromo y habrá accidentes. Será un desastre terrible y no creo que estemos preparados para controlar la situación.

»Y si los de Tangier deciden ser un problema también? No creo que nada los disuada de esa idea ridícula de que la NASCAR proyecta apropiarse de su isla, y durante la carrera sería un momento perfecto para desencadenar un movimiento hostil por su parte. —La super-intendente continuó pintando situaciones negativas—. Deberíamos tener desplegados agentes en la isla. Con franqueza, desearía que escribieras algo en uno de tus artículos que convenciera a esos isleños de ser razonables y tranquilizarse, pero dudo de que nadie en Tangier tenga ordenador.

—No he recibido comunicaciones de nadie de la isla —reconoció Andy, así que debes de tener razón. Nadie allí lee mis artículos. Sin embargo, a juzgar por la cantidad de antenas parabólicas que vi allí, seguro que ven la tele. ¿Por qué no dar, pues, un poco de diversión a la isla? Puedo poner algo en mi próximo artículo que acabe por aparecer en los noticiarios antes de la carrera.

Andy recordó a Fonny Boy y la pieza de hierro oxidada, y decidió que nada captaría tanto la atención de los isleños como hablar de unos objetos de valor allí encontrados que codiciaban unos forasteros.

De inmediato se puso a escribir un correo electrónico cuidadosamente redactado en el que daba instrucciones a su anónimo amigo pirata para que dejara su ordenador conectado a la página del Agente Verdad y esperase a su nuevo artículo. Además, el pirata anónimo debía informar a Smoke de que Cat estaba ocupado en «prácticas de autorrotación» y en hacer su «viaje de comprobación», y que se reuniría con ellos en la isla Tangier después de la carrera para así tener tiempo de hacer un «reconocimiento de altura» de la zona y establecer el nuevo cuartel general de la banda.

«Dígale a Smoke y a los demás que Cat ha tenido noticia de un enorme tesoro oculto y que su instructor dejará a Cat en la isla primero, y luego llevará a Smoke y los demás a la carrera, según lo previsto, antes de conducirlos a Tangier. Allí Cat ya habrá salido en un bote para asegurarse de que nadie más lo encuentre —escribió Andy al anónimo pirata—. Por si Cat no tiene ordenador o no sabe usarlo, limítese a decir que el correo electrónico que advierte de todo esto lo envía el instructor del helicóptero, el agente Macovich, que ha decidido pasarse al bando de los perros de la carretera. El será a partir de ahora su piloto y les conseguirá armas y equipos de submarinismo, organizará el blanqueo de dinero y hará viajes a Canadá o donde sea necesario, a cambio de una modesta participación en el tesoro».

Cuando recibió aquella última comunicación del Agente Verdad, Possum se quedó ligeramente perplejo y algo asustado, pero decidió hacer lo que le decía, dejar el ordenador conectado a la página y pasar la información a Smoke. Sin embargo, Possum tenía una última pregunta que hacer:

Querido Agente Verdad:

Esta es la última vez que le escribo, pero quisiera pedirle si no podría quitar esa foto de Popeye de la portada de su página web. Verá, si Smoke ve esa foto será el final de la perrita, porque Smoke no tiene idea de que nadie, aparte de la superintendente a quien se la robó, la busque todavía.

P. D. Me llamo Possum, aunque mi nombre era Jeremniah Little antes de que Smoke me obligara a sumarme a sus perros de carretera con amenazas de muerte. ¿Puede usted llamar a mi madre y decirle que estoy bien, que no ando metido en problemas, y averiguar si todavía vive con mi padre? Si fuera así, no puedo volver al sótano y no tendré ningún lugar adonde ir cuando me libre de Smoke y deje el remolque.

P. D. ¡No olvide su promesa!

Andy respondió con un mensaje instantáneo en el que aseguraba a Possum que la foto de Popeye estaba siendo eliminada en aquel mismo momento y que, por supuesto, el Agente Verdad llamaría a la madre de Possum y cumpliría todas sus promesas. Andy escribió asimismo:

Cuando estén a punto de abandonar el autódromo, sea usted el primero en subir a la parte de atrás del gran helicóptero que pilotará ese agente Macovich. Luego, deslícese por el asiento con Popeye, salte por la otra puerta y eche a correr lo más deprisa posible hacia un remolque que enarbola la bandera de Virginia y tiene seis conos de tráfico delante. El remolque resultará claramente visible al otro lado de la valla que rodea el helipuerto y yo estaré sentado en una silla de jardín delante de la puerta, disfrazado de seguidor de la NASCAR borracho. ¡Y tenga cuidado con el rotor de cola!

¡Buena suerte!

AGENTE VERDAD.

¡¡FALTAN UNAS HORAS PARA EL DESCUBRIMIENTO DEL TESORO TORY!! por el Agente Verdad.

La reciente detención del doctor Sherman Faux (un dentista embustero a quien todos deberían evitar) ha tenido como consecuencia una revelación sorprendente que está provocando revuelo entre los historiadores marítimos, los arqueólogos y los buscadores de tesoros de todo el mundo.

Si usted, mi fiel lector, se pregunta por qué no ha oído hablar nunca del famoso tesoro Tory, aquí le ofrezco una explicación bastante clara. Major Trader, ese funcionario infame e indigno de confianza, tiene fama de haber manipulado todas las noticias oficiales que circulan por el Estado y que ya corren por otros estados y países. Por lo tanto, es lógico que la inminente recuperación de unos barcos naufragados en la bahía de Chesapeake, lo cual conducirá sin duda al descubrimiento del destacado tesoro Tory, sea una noticia que Trader y sus asociados no quieren que llegue a conocimiento del público en general, y de los isleños de Tangier en particular.

Durante la guerra de la Independencia de los Estados Unidos, el corsario inglés más activo y peligroso fue Joseph Wheland, hijo, quien empezó su carrera violenta y codiciosa en 1776 y se dedicó al abordaje y al saqueo en nombre de la corona británica. Muy pronto Wheland se encontró al frente de una flotilla con la que golpeaba donde quería y se lanzó a arrasar plantaciones en la zona de la bahía de Chesapeake, haciéndose con el ganado, los esclavos, el mobiliario, la plata y las joyas de las familias y cualquier otra propiedad u objeto de valor que sus hombres encontraban. Esta era su principal actividad, que poco tenía que ver con las victorias militares o con su lealtad a la Corona. En resumen, Wheland se convirtió en un simple pirata y escogió la isla de Tangier como cuartel de invierno.

Desde su guarida, Wheland lanzaba su creciente flotilla de cañoneras al abordaje de otras naves para robar, degollar y fusilar. No hay suficiente información respecto a cuánto botín amasó, cuántos barcos hundió o cuántas de sus propias embarcaciones naufragaron en las costas de Tangier y las islas vecinas, pero sí es posible afirmar con seguridad que durante más de dos siglos la fortuna del desaparecido tesoro Tory ha dormido en el fondo fangoso de la bahía. La razón de esta deducción es de pura lógica.

Los piratas tan rapaces y violentos como Wheland no se cebaban sólo en los inocentes, sino que no vacilaban en robarse y matarse entre ellos si se sentían capaces de salir bien librados. Así, si aparecía en la zona otro barco cargado de botín de las plantaciones, Wheland se lanzaba a perseguirlo, salvo que temiera estar en inferioridad de condiciones. En esto los piratas no se diferenciaban mucho de los traficantes de drogas actuales. Cuando los traficantes hacen un alto en Virginia en sus viajes entre Nueva York y Miami, no es raro que un camello le compre armas o heroína a otro y luego saque la pistola y abra fuego. El resultado es que quien gana no sólo se queda el botín, sino también el dinero o contrabando que constituía el presunto pago; entre los extras se encuentran también el dinero y la droga que la víctima llevara en los bolsillos, las cadenas de oro, el reloj con diamantes incrustados, los anillos y el medio de transporte.

Los traficantes de drogas, al igual que los modernos piratas de autopista, no son más que piratas de tierra firme. Si se imagina, lector, por un momento una banda de traficantes trasladada en el tiempo al siglo xviii y que despierta en una cañonera frente a la costa de la isla de Tangier, tendrá una visión bastante aproximada de lo que podía ser un encuentro con otra embarcación en esa época. Tenga la seguridad de que la batalla que se desencadenaría entre narcotraficantes marinos no sería distinta de cuando Wheland atacaba otro barco pirata en aquellos tiempos. Lleguemos incluso a imaginar a Wheland como un pirata de la droga transportado en el tiempo. La escena podría ser más o menos la siguiente:

Una fresca noche de octubre, Joseph Wheland salió en su Mercedes negro con alerón, cristales ahumados de tono púrpura, tapacubos dorados, tapicería de piel de oveja, sistema de sonido potenciado y ambientadores colgantes. Con un cigarrillo en la mano y ligeramente colocado de hierba, dejó Nueva York para dirigirse a Richmond con un convoy de varios vehículos más, custodiado por hombres armados. Wheland era conocido en la calle como Wheeling Bone; siempre estaba en su coche, apenas se dejaba ver y era físicamente enclenque, nada impresionante. Sin embargo, su aspecto físico no disminuía el terror que atenazaba el corazón de sus víctimas y de otros piratas cuando sabían que Wheeling Bone andaba cerca.

Al llegar a Richmond de madrugada, Wheeling Bone y su gente aparcaron en una calle repleta de basura en el barrio de viviendas subvencionadas de Gilpain Court y se dirigieron a un apartamento que era la guarida de un traficante de droga local llamado Smack y de otros piratas de tierra firme. Cuando Smack se asomó a la ventana y vio a Wheeling Bone vestido con un gabán largo de color negro, unas Nike negras y un mono de entrenamiento negro estampado de huesos y calaveras, se inquietó un poco.

—¡Mierda! No sé… —dijo a varios de sus secuaces—. Esto tiene mal aspecto. Da la impresión de que podría llevar una Uzi bajo ese abrigo negro… Creo que se ve cómo asoma la boca del cañón.

—¿Estás seguro de que no es un ojal? —dijo uno.

—Yo digo que no corramos riesgos —apuntó otro.

—¡Mierda, no, no correremos riesgos! —asintió Smack—. Propongo que disparemos sin abrir la puerta.

Las correderas de las pistolas chasquearon en la guarida y en ese momento sucedió lo inexplicable. Wheeling Bone y su grupo estaban a punto de llamar a la puerta cuando, de pronto, se esfumaron con un extraño crepitar de la estática y un destello de intensa luz blanca. Aquello asustó a Smack y sus piratas, que respondieron con una salva de disparos que hizo trizas la puerta, junto con lámparas y botellas de cerveza. Dispararon hasta vaciar los cargadores. Cuando la humareda se disipó, contemplaron con asombro la calle, oscura y vacía.

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