Wheeling Bone y su tripulación dieron un salto a través de la tercera dimensión, pasaron por el pliegue del tiempo y aterrizaron suavemente en una cañonera llamada Rover, que estaba cargada de antigüedades del siglo joyas y sacos de polvo de oro y de monedas de plata.
—Dónde demonios estamos? —preguntó Wheeling Bone mientras oteaba las aguas apacibles de la bahía de Chesapeake y la lejana silueta en sombras de la isla de Tangier—. ¡Joder, no había visto nunca un barco tan antiguo! !Ni siquiera tiene motor, ni hay linternas!
—¡Mierda, mira eso! —exclamó uno de sus hombres mientras inspeccionaba un enorme cañón—. ¡No sabes cuánto me gustaría disparar con uno de esos contra un coche de policía!
Wheeling Bone y los demás se rieron al imaginar la escena; luego se pusieron a pensar en cómo podrían utilizar aquellos cañones de manera segura, fabricar granadas caseras y navegar. Con el paso de los días y de las semanas, se dedicaron a abordar naves de forma indiscriminada a celebrarlo en noches de borrachera regadas con madeira y ron, porque se acabó pronto la marihuana y el crack y no encontraron a nadie que hubiera oído siquiera hablar de tales cosas. Wheeling Bone y sus hombres se hicieron expertos en atacar otras embarcaciones piratas, a las que prendían fuego después de saquearlas y pasar a los tripulantes por las armas para despedazarlos y arrojarlos a continuación por la borda, dejando que los cangrejos los devorasen.
Pasaron los años y la guerra de la Independencia terminó, pero con ello Wheeling Bone se hizo aún más importante y codicioso. Aterrorizó la bahía y las costas de Maryland y Virginia, y se hizo aún más temido que Barbanegra en su tiempo, aunque no hay constancia de que Wheeling Bone llevara barba. Su modus operandi, que sin duda había aprendido de los relatos sobre Barbanegra que circulaban entre los piratas, consistía en disparar los cañones contra el costado de un barco indefenso, a lo que seguía el lanzamiento de granadas al estilo Barbanegra; en este caso, eran botellas explosivas llenas de pólvora, perdigones, tuercas, pedazos de plomo y de hierro, muy parecidas a las modernas granadas de mano, salvo que se encendían mediante una corta mecha rápida que los piratas prendían antes de arrojar rápidamente aquellas armas de destrucción masiva contra los barcos enemigos. Acto seguido, Wheeling Bone y sus hombres abordaban la embarcación fuera de combate, pasaban sobre los muertos, remataban a los heridos y saqueaban a placer.
Wheland o Wheeling Bone, como el lector prefiera llamarlo, se desvaneció de la documentación histórica hacia finales del siglo XVIII, y en 1806 la piratería había desaparecido prácticamente de la bahía, aunque las, por lo demás, pacíficas aguas y costas vecinas volvieron a hacerse inseguras apenas seis años después, durante la guerra de 1812. De hecho, la bahía de Chesapeake y el cercano río Patuxent siguen siendo hoy día un centro principal de actividad militar, lo cual explica la existencia de esas zonas restringidas que, como ya mencionaba en un artículo anterior, tanto dificultan el vuelo a la isla Tangier.
El número de pecios fantasmales sumergidos y de arcones de botín que han sembrado el fondo de la bahía desde que John Smith fundara Jamestown sólo puede ser objeto de especulaciones. La ley que regula el tráfico de antigüedades establece claramente que los tesoros piratas encontrados pertenecen al Estado en que se descubran, que en el caso del tesoro Tory es Virginia. Por sur puesto, si puede rastrearse el tesoro y averiguarse cuál era el barco al que pertenecía legítimamente el botín, es muy probable que, injustamente, la localidad desde la que zarpó dicho barco reclame el tesoro, lo que significaría una batalla larga y agotadora en los tribunales. Tengo muchas sospechas de que el botín de Wheland será reclamado por Carolina del Norte. Pero todo esto serán meras disquisiciones si ciertos individuos encuentran el tesoro primero y logran pasarlo rápidamente a algún comprador, a un precio muy alto. Y sólo afirmo lo obvio si digo que nadie en más capaz de localizar pronto el tesoro Tory y de apoderarse de él que los descendientes de los piratas que hoy viven en la isla Tangier y conocen la bahía mejor que nadie.
Mi opinión es que el tesoro pertenece a los pescadores y que debería permitirse que éstos se lo quedaran. La economía de Tangier está muy deprimida. Los pescadores tienen una cuota de extracción de cangrejos azules muy estricta y la población de crustáceos viene menguando desde hace años. Pido a todos, empezando por el gobernador, que se mantengan lejos de esa nasa de pesca de cangrejos que se encuentra a 10,1 millas de la costa occidental de Tangier, marcada con una boya amarilla. Ojalá prevalezca la honradez y desaparezca la codicia ante la constatación de que la mayoría de nosotros no tiene que llevar la vida dura y, a menudo, nada gratificante de los pescadores. A la vista de los sufrimientos que padecieron sus antepasados cuando Joseph Wheland estableció su cuartel de invierno en la isla, sería justo y adecuado que los tangierianos de hoy sacaran un provecho de la malévola crueldad de los piratas. Sería un ejemplo perfecto de justicia poética.
Anne Bonny y Wheland no recibieron nunca el castigo que merecían. Ni siquiera Barbanegra pagó por sus crímenes. Colgarlo hasta la muerte y empalar luego su cabeza cortada en lo alto de una pica fue un castigo leve en comparación con el trato que recibían los piratas en otras partes del mundo. En siglos pasados, antes de que la piratería adquiriera su moderna pátina de romanticismo y éste la redujera, mundanamente, a una suerte de atraco a mano armada, la actividad pirata se tomaba muy en serio. No hay más que repasar las páginas de la edición de 1825, en dos volúmenes, del «Registro del terror, o archivo de crímenes, juicios, providencias y calamidades», para que uno quede conmocionado y deprimido ante lo que ahí se cuenta.
A modo de ejemplo recordaré cuál era el destino típico de los piratas rusos del Volga, que en siglos pasados estaba tan infestado de bandidos que los mercaderes dejaron de transportar cargamentos de valor río abajo a menos que los barcos fueran acompañados por una fuerte escolta armada. Esos piratas rusos, en absoluto tan despiadados como Bonny, Wheland o Barbanegra, eran apresados con vida, y sin duda se alarmaban mucho al observar cómo los soldados construían una balsa y erigían en ella un armazón con enormes ganchos de hierro.
Los piratas capturados eran desnudados y colgados de los ganchos por las costillas, y las balsas se enviaban a la deriva río abajo para que todos vieran aquella imagen espantosa y oyeran los alaridos de dolor. Y si alguien en los pueblos y ciudades de las riberas por los que pasaba la balsa mostraba un hálito de piedad y ofrecía al condenado un trago de agua o de vodka o un piadoso tiro de gracia, el castigo por hacer de buen samaritano era sufrir la misma muerte lenta y terrible que el pirata. La amenaza era suficiente para evitar que nadie interviniera y, de hecho, cuando uno de esos piratas consiguió escapar de los ganchos y, desnudo y temblando a causa del dolor y la pérdida de sangre, se presentó ante un simple pastor, la reacción inmediata de éste fue machacarle la cabeza con una piedra.
Supongo que el pastor se apresuró a enorgullecerse públicamente en el pueblo de la vileza que acababa de cometer, pues de otro modo el relato no habría llegado a los registros históricos. Con esto, sin embargo, no quiero decir que esté a favor de las palizas o de torturar a los presos hasta la muerte. Tampoco debe nadie pensar que apruebo la manera en que los rusos afrontaban la piratería. Sólo señalo que Bonny, Wheland, Barbanegra y sus secuaces sedientos de sangre tuvieron mucha suerte de que no los capturaran en Rusia.
Es muy probable que una pieza de hierro de una de las granadas de Wheland haya conducido al descubrimiento de uno, al menos, de sus barcos hundidos y sólo cabe especular sobre los misterios y tesoros que han descansado durante siglos en el fondo de la bahía, en la zona de esa boya amarilla que antes mencionaba. Sé que los historiadores insistirán en que no hay pruebas de la existencia de ese tesoro Tory, pero debo recordar a mis lectores y al gobernador Crimm que Wheland, Wheeling Bonre, no tenía una lista de todos los barcos y plantaciones que saqueó y no podemos estar seguros de qué barcos se hundieron, incluido su buque insignia, o de la suerte que corrieron.
¡Tengan cuidado ahí afuera!
Possum no había visto el artículo recién publicado en la página web porque Smoke y los perros de la carretera habían vuelto al remolque hacía menos de una hora y el pánico hizo presa en él.
—¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí conmigo! —le rezaba Possum a Hoss—. Sé que alguna vez he hecho cosas malas, pero ahora intentaré no hacerlas más. Quiero que se lo digas a Joe, al señor Cartwright y tal vez a Adam, si todavía sigue en la serie. ¿De acuerdo? Si me escuchas, Hoss, prepara una cuadrilla y ven a buscarme a las carreras. Estoy muy asustado, nunca lo había estado tanto. No sé, pero tengo la impresión que algo no va salir como el Agente Verdad quiere que salga.
»Y tampoco quiero perder a Popeye. Le tengo mucho cariño y es la única en quien puedo confiar, Hoss. ¡Piensa cómo te sentirías si tuvieras que renunciar a tu caballo o te preocupara que unos bandidos te tendieran una emboscada cuando menos lo esperases y mataran al animal! Popeye no me pertenece, y no es justo que tenga que vivir encerrada en este remolque. Sé que tengo que hacer lo correcto, pero necesito ayuda, Hoss.
—Ahora escucha, amiguito —dijo Hoss, a lomos de su querido caballo—. Los bandidos son bandidos, tanto si roban caballos como si atracan camiones. Papá, Joe y yo no estamos enfadados contigo. Estamos terriblemente enfadados con Smoke y su banda de ladrones pistoleros. Tendrían que colgarlos a todos de una cuerda bien corta. Ahora, haz lo que el Agente Verdad te ha dicho y no tengas miedo, porque estamos contigo.
Hoss se desvaneció de la mente de Possum, que se limpió las lágrimas en la bandera pirata y se sentó. Miró hacia el ordenador y vio que ya estaba colgado el artículo del Agente Verdad. Lo leyó con profundo interés, intuyendo lo que el Agente Verdad tenía en mente. Respiró hondo, le dijo a Popeye que no se moviera y que fuese buena y salió de su habitación para aporrear la puerta del cuarto de Smoke.
—¡Smoke! —gritó Possum—. ¡Smoke, levántate y mira esto! ¡No lo creerás!
Smoke estaba sentado con las piernas cruzadas en la cama. Llenaba una hipodérmica con disolventes y matarratas que había robado en la sección de droguería del supermercado cuando llevó a los perros de la carretera a comprar los colores de la NASCAR.
—¿Qué quieres, joder? —Smoke le gritó a Possum. Se había colocado de cerveza y crack y estaba de muy mal humor; después de atracar otro supermercado, había descubierto que la caja sólo contenía ochenta y dos dólares—. ¿Has visto a Cat? ¿Dónde demonios está? —gritó de nuevo Smoke mientras ponía el pequeño capuchón naranja en la aguja de la jeringuilla.
Possum abrió la puerta de par en par y miró a su alrededor con el corazón acelerado.
—No quiero molestarte, Smoke, pero en la página web del Agente Verdad hay algo que deberías leer —dijo Possum con una vocecita acobardada—. Habla mucho de tesoros y si nos ponemos en marcha deprisa, podríamos hacernos con ellos. ¿Qué haces con esa aguja?
Smoke saltó de la cama con el torso desnudo, cubierto de tatuajes y bañado en sudor. Tenía los ojos vidriosos, y si había algo peor que Smoke, era Smoke colocado y con necesidad de dormir para que se le pasara el colocón.
—Popeye —dijo Smoke con una risa cruel mientras fingía inyectarle la jeringuilla a la perra.
—Olvídate un minuto de ese maldito perro —replicó Possum, que había aprendido a hacerse el malo.
—¡No me digas que me olvide del perro, joder! ¡Eres un retrasado mental! —dijo Smoke, apuntando a Possum con la jeringuilla como si fuese a clavársela a él y no a Popeye—. Mira, así es como Smoke hace pagar a los gilipollas por sus pecados. Cuando la zorra de Hammer aparezca con el cabrón de su compinche, Brazil, en los boxes para salvar a esa estúpida perra, le clavaré a Popeye la jeringuilla con el matarratas delante de sus narices. Mientras intenten salvar a la perra, que sufrirá convulsiones instantáneas y un gran dolor, les dispararemos en la cabeza y correremos hacia el helicóptero.
Aquella escena era horrible, pero Possum fingió frialdad y no reaccionó. De hecho, parecía medio dormido o sin prestar atención a nada, salvo a la posibilidad de hacerse con el tesoro Tory antes de que otro se lo quedara.
—0 si uno de los pescadores encuentra el tesoro antes de que lleguemos nosotros al terminar la carrera —dijo Possum—, tendremos que esperar que regrese a la isla y volarle los sesos, tirar su cuerpo a la bahía y quedarnos con el premio. Y Cat ya estará allí, con todo preparado. Precisamente por eso ahora no está aquí y tenemos incluso un agente trabajando para nosotros. ¡La vamos a armar muy gorda, tío! —fanfarroneó Possum.
Mientras bajaba a desayunar, Regina estaba desolada porque se veía muy gorda. Había sufrido otra noche de horribles pesadillas de ruedas y acababa de afrontar la verdad: la interpretación de Andy era correcta. La vida la superaba. Estaba terriblemente gorda y tenía una personalidad envilecida. Por primera vez en la vida, le remordió la conciencia y sintió un cosquilleo de vergüenza y pesar.
—Buenos días —le dijo Pony mientras ella, cabizbaja, retiraba una silla de la mesa y se hundía en ella.
—¿Qué quieres decirme con eso? ¿Que hoy es un buen día? ¿Que deseas que lo sea? ¿0 es que hablas por hablar? —murmuró Regina, mirando la comida humeante que Pony dejaba en la mesa.
—Pues a mí me parece un buen día —dijo Pony, contento—. ¡Pronto seré un hombre libre, señorita Regina! Lo único que ocurre —sirvió huevos escalfados y salchichas en un plato que brillaba con el oro del emblema de la Commonwealth de Virginia— es que parece que he pasado en la cárcel tres años más de lo que debía, por culpa de ese señor Trader. Dicen que untó a algunos funcionarios porque no quería verme libre.
Regina observó la comida y descubrió con sorpresa que no tenía hambre. No recordaba cuándo había sido la última vez que no había tenido hambre a menos que fuera después de comer esas chocolatinas envenenadas de Trader, camino del hospital. Pero en esa ocasión su falta de apetito había sido transitoria, tenía razones médicas y no podía relacionarse con su estado presente.
—¿No come, señorita Regina? —preguntó Pony, preocupado, plantado ante ella al otro lado de la mesa, con su almidonada chaqueta y una servilleta encima del brazo.